Capítulo 11

El Guardia

VILLA DE LOS TEJEDORES, 2892

La luz diurna cayó en sus párpados cerrados. Luis intentó girar hacia el otro lado, pero se detuvo: eso la despertaría.

Su recuerdo volvió poco a poco a su sitio. Sawur. Tejedores. El valle del río Shenty. Inferior. Vampiros. Cazavampiros. Un protector oculto…

Ella se dio vuelta en sus brazos. Pelaje dorado y plata; labios delgados. Su pecho era casi plano, pero unos prominentes pezones se entreveían en el pelaje. Se despabiló en un parpadeo; el negro de sus párpados hacía que sus ojos color café parecieran más grandes.

Sawur lo estudió, y verificó que él también se hallaba despierto. Entonces… Lusi no había preguntado, pero lo había supuesto: la mañana era el tiempo del rishathra, y él no tenía la menor gana.

Ella detectó que algo andaba mal. Se retiró un poco de él para ver su cara.

—¿Tienes hambre en la mañana?

—A veces.

—Algo te está distrayendo.

—Sí, es cierto. Lo siento.

Ella esperó, para estar segura de que Luis no tenía más que decir, y luego preguntó:

—¿Enseñarás hoy?

—Debo encontrar unas plantas que pueda comer. Mi pueblo es omnívoro. Nuestros intestinos necesitan fibras. Oye, los chicos mayores van de cacería…

—Sí, iremos con ellos —dijo Sawur—. Aprenderán más contigo en los bosques de lo que aprenderían conmigo en una cabaña. Bien, éste iba a ser tu regalo de despedida, pero lo necesitarás ahora.

De un rincón ella extrajo algo con correas. Luis lo llevó a la luz del sol para admirarlo. Era un trabajo de tejido increíblemente intrincado, un regalo realmente valioso: una mochila.

Encontró restos del pescado de anoche sobre la parrilla en cenizas, cortados en lonjas. Harían un buen desayuno.

Sawur intentaba guiar a una horda de niños todos en la misma dirección, mientras los educaba acerca de plantas, hongos, animales y rastros.

El día anterior, Luis había visto unas carnosas hojas en forma de flecha saliendo de un tallo púrpura, que crecía en la base de los árboles. Algo parecido a eso hubo conocido río abajo, y esas hojas eran un buen alimento.

Por lo general, un omnívoro puede ver lo que comen otras especies, y probar lo que otro homínido considera seguro. Pero él no podía hacer tal cosa aquí, entre carnívoros estrictos.

Además, lo que hallaba para sí no podía compartirlo. Si fuera venenoso, siempre estaba el autodoc. Tenía que comer una cosa a la vez y chequearse. Si no era venenoso pero era horrible, lo comería igual, por la fibra, el potasio o cualquier sustancia de las que necesitaba.

Los niños lo observaban mientras probaba esto o aquello, mascando una cosa, escupiendo otra, guardando esto o aquello en su mochila tejida. Sawur intentó colaborar. Le señaló una liana venenosa antes de que Luis se hiciese daño, y unas bayas azuladas que los pájaros picoteaban —éstas testearon bien y sabían a limón—. Un hongo del tamaño de un plato dio positivo en las alergias…

Encontraron un pequeño estanque, algo apartado de los niños. Sawur lo detuvo poniendo una mano en su brazo. El agua era lisa y quieta. Rodillas y espalda protestaron cuando se hincó.

Su cabello… Nunca había visto uno así, ligado con hebras blancas. Sus ojos tenían arrugas en las comisuras. Luis pudo ver su edad.

En una agonía de pesar, Luis pensó: Yo tendría miles de estas arrugas, a mis dos siglos y medio. Todos en la reunión se sorprenderían…

Sawur le sonrió juguetonamente.

—¿Acaso esperabas que Strill viniera a ti?

Luis se la quedó mirando, luego rio sorprendido. Sawur no tenía en cuenta la edad de él, sino la propia. Pero pudo escabullirse de la respuesta: los chicos los habían encontrado.

Había algo que Luis deseaba saber. Mientras enseñaba, podía aprovechar para aprender a su vez. Eligió a uno de los lanzadores de redes, un jovenzuelo de pelaje dorado que intentaba atraer la atención de Strill.

—Parald, ¿sabías que una vez todos los homínidos fueron iguales?

Muchos de ellos respondieron. Alguna vez lo habían escuchado. Ni lo creían, ni lo descreían.

Luis tomó un palillo y dibujó en el barro: Homo habilis, tamaño real, lo mejor que pudo representarlo.

—El criador de Pak. Nuestros ancestros, los tuyos y los míos, vivían en un planeta como el mundo del cual provengo: una esfera, pero mucho más cercana al centro de nuestra espiral de estrellas —dibujó la galaxia, como una espiral barrada—. Nosotros estamos aquí. Los Pak vivían aquí… —no podía dibujarles el mundo de los Pak; nadie lo había visto—. Una planta crecía allí, llamada el Árbol de la Vida.

Comenzó luego a alterar el dibujo del homo habilis, dándole una cabeza abombada y deforme, articulaciones hinchadas, piel arrugada y llena de pliegues, y mandíbulas desdentadas parecidas al pico de las aves.

—Vosotros estáis cambiando de niños a adultos —le dijo—. Cuando todos los homínidos eran iguales, había niños, adultos que hacían más niños, y una tercera forma que los protegía a todos. Los adultos no razonaban entonces. Y cuando llegaban a cierta edad, los personas debían comer del Árbol de Vida…

Las personas —dijo Parald, y se rio[4].

Tenía razón, la pronunciación genérica era femenino en su lengua.

—Entonces se dormían, y mientras dormían cambiaban como las mariposas. Sus órganos para el sexo se eliminaban: machos y hembras parecían iguales una vez convertidos en protectores. Los dientes se caían, y las mandíbulas crecían para reemplazarlos por un hueso cortante. Su cráneo se agrandaba para contener un cerebro superior, sus articulaciones aumentaban de tamaño para soportar los esfuerzos de una musculatura más poderosa, y su piel se convertía en una gruesa armadura coriácea. Cuando el cambio terminara, serían mucho más inteligentes y fuertes, y no les preocuparía nada más que la protección de sus descendientes, niños y criadores. Los protectores combatían terribles guerras entre sí para lograr que los propios descendientes sobrevivieran.

—¿Y porqué no nos sucede eso a nosotros? —preguntó Strill.

—Hay un elemento que es muy escaso en el suelo del Arco. El virus que convierte a los homínidos en protectores no puede vivir sin ese elemento. Pero en una caverna, bajo una de las islas del Gran Océano, el Árbol de la Vida aún crece, y conserva el virus en la raíz.

»Lo más terrible respecto de un protector es que hará cualquier cosa con tal de proporcionarles un futuro a sus propios descendientes. Quienes construyeron el Mundo Anillo ocultaron el Árbol de la vida para que nadie pudiera llegar hasta él. Crece bajo una luz artificial en grandes plantaciones bajo el mapa de Marte. Pero alguien debe de haber conseguido entrar…

—¡Eso es lo que asusta al Morador de la Red! —gritó Parald.

—Correcto. El Morador cree haber hallado a un protector en el Océano Opuesto, y otro a mitad de camino del Arco hacia antigiro, y tal vez otros más trabajando en el Muro exterior. El Morador de la Red no está emparentado con ningún protector; de hecho, por instinto ellos lo tratarían como a un enemigo. El Morador controla la defensa antimeteoritos del Anillo desde el Centro de Reparaciones; con eso, él puede quemar lo que sea, en cualquier lugar del Arco.

»Entonces, ¿a quién debemos temer? —terminó— ¿Al Morador de la Red o a los protectores?

Los jóvenes temblaron, rieron nerviosamente y comenzaron a hablar.

Luis escuchó y aprendió. Sabían de los protectores. La guerra era sólo un rumor para ellos, pero el rumor siempre venía vestido con una armadura con forma de protector. Todos los homínidos parecían portar esa silueta en sus mentes, como héroes o monstruos —San Jorge o Grendel—, como diseños de armadura entre los Gigantes herbívoros, o trajes de presión en las cornisas del Muro que habían oficiado de espaciopuertos.

Después de mucho argumentar, los niños se fueron aliando con el Ser Último. Los extranjeros no competían, no robaban, no raptaban; ¿y quién podía ser más extranjero que el Morador de la Red?

Luego todos corrieron a zambullirse en el lago.

Las plantas de aquí le recordaron a Luis otra planta, cuyas gruesas raíces semejaban nabos. Comenzó a excavar. Sawur lo miró por un momento; luego habló:

—Y bien, Luwiwu, ¿puedes arreglarte por tu cuenta?

—Creo que sí. No es el tipo de dieta que hace que uno engorde, precisamente.

—¿Y estás contento de haber venido aquí, y estar con nosotros?

—Oh, sí —él sólo la escuchaba a medias. Una decisión que había tomado hace once años se estaba desmadejando en su cerebro.

—Pero prefieres a Strill.

Luis suspiró. Strill hubiera sido una delicia, pero aún Sawur, cuarentona como era, estaba bastante cerca de ser una adolescente comparada con él.

—Strill es muy bonita, sí. Pero Sawur, si Strill hubiese venido a mí, eso hubiera sido malo para ustedes. Puedo saber lo saludable que es una cultura por la edad de la mujer que comparte rishathra conmigo. Yo soy el premio aquí, más allá de mi valor real…

—Que es alto —dijo ella.

—… y tú lo reclamaste. Pero si la gente estuviera hambrienta, o acosada por los predadores, o en guerra, entonces querrían saber qué premio quiero yo por lo que doy. Y yo tendría alguna gloriosa y joven mujer en mi cama, y sabría que tendría problemas.

—Pero tú no te quejarías; muy al contrario.

—No, lo que quiero decir es que ellos necesitarían más que algo de ideas o información —a una tribu de la ribera le había dejado dos de las plataformas de carga que llevaba apiladas, porque necesitaban mover cosas pesadas. No quería contar de esto, de modo que sólo dijo—. El conocimiento es como el rishathra: si lo tienes, lo puedes dar, y no por ello lo pierdes. Pero yo he tenido que ceder herramientas alguna vez.

—¿Qué te tiene tan molesto esta mañana? ¿Los protectores?

Luis cargó otra raíz en la mochila. Ya tenía cuatro.

—¿Sabes algo de ellos?

—Las historias de cuando yo era niña los relataban como héroes, pero al final del tiempo sus guerras terminaban destruyendo el mundo y el Arco. Kidada y yo hemos resuelto no contarlas más.

—Estos de ahora sí son héroes —comentó él—. Los que estaban en el Muro han reparado los motores que volvieron el Arco a su posición, evitando que caiga en el sol, y otro de ellos está repeliendo a unos invasores. Pero los protectores pueden ser una mala cosa. Los registros del Morador de la Red sugieren que unos protectores destruyeron la vida en Hogar, uno de los planetas donde mi raza vivía.

—¿Confías en los registros del Morador?

—Son de lo mejor que tenemos.

—¿Qué te parece si nadamos un rato?

A media tarde los jóvenes cazaron algo parecido a un pequeño antílope. Cortaron una rama larga, lo colgaron de ella y lo transportaron a la villa, con Luis marchando al final de la fila. Era placentero ser el hombre fuerte, y no ser del todo raro. La media de los homínidos del Anillo era más baja que Luis Wu.

Los Pescadores se habían marchado, pero el velero de los Navegantes se encontraba todavía en puerto. Ellos comenzaron el fuego y compartieron algunos pescados. A la mitad del ocaso el antílope estaba casi listo.

Entrevisto en medio de las cabañas, esta noche la imagen del acantilado mostraba el Mundo anillo de punta a punta, una banda a cuadros azules y blancos con el cielo negro a lo largo de sus bordes.

Nej. ¿Dónde estarían esos valientes cazavampiros?

Luis había puesto sus raíces a tostar en un extremo, contra las brasas. Niños y adultos se peleaban para hacerle preguntas.

—Es el Arco —les comentó—. El Morador debe estar buscando en el extremo opuesto, tras del sol. Vean, de ese lado está el borde del mismo sol, y ésa es parte de una de las pantallas de sombra que oculta el sol de noche. Esas manchas blancas son nubes. No, no pueden verlas moverse; si se vieran en movimiento a tanta distancia, los vientos serían tan fuertes que arrancarían toda la tierra de la superficie. No sé si pueden verlos bien, pero esas líneas brillantes son ríos, y esos puntos son mares.

—Las estrellas se ven más grandes —dijo el viejo Kidada—. Hay una que se mueve ahí… Luis, ¿qué intenta decirte el Morador?

Por fuera de los Muros, todas las estrellas derivaban a causa del giro del Arco —que estaba fijo en la imagen—, salvo la más brillante, que se movía cruzando a las demás. Luis la había estado observando. Bajó la velocidad a medida que se aproximaba al borde del Muro; luego trepó por encima de él —dibujando una brillante línea blancoazul, su reflejo sobre el Borde— y se apagó.

—Está tratando de decirme —respondió Luis— que otro invasor ha entrado al mundo.

Parald cortó rodajas de carne y las pasó a Kidada, luego a Sawur, y luego a una repentina multitud. Wheek convidó a Luis con un pescado ensartado en una rama. Todos, Tejedores y Navegantes, tomaron sus porciones y marcharon a través de las cabañas hacia el acantilado.

Te estoy mostrando el Anillo invadido; ven y háblame. No te muestro la suerte de Valavirgillin; ven y pregunta.

Luis aceptó una feta del antílope, y comiendo a dos manos siguió a Parald.

Los Tejedores se sentaron en las mesas sobre la arena, observando. Sawur le guardó un lugar a su lado.

En la imagen, un sobreimpuesto negro cubrió el sol; los detalles se hicieron entonces más nítidos.

Una luz brillante se encendió en el borde del Muro. En los siguientes minutos se movió hacia adentro, sobre la superficie; luego se eclipsó, se desdibujó, se fue.

Era aburrido, pero todos estaban pendientes de la imagen. Luis se preguntó si los Tejedores se harían adictos al entretenimiento pasivo.

Las nubes sí se movían ahora. Vastos esquemas de vientos mostraban sus formas gracias a la cámara acelerada. Una delgada y pálida forma, parecida a un reloj de arena, absorbía nubes por sus extremos: era una tormenta vista desde arriba, formada por un agujero en el suelo del anillo provocado por un meteoro.

En cámara acelerada, una pluma solar salió de la sombra negra que cubría el sol. Una onda de choque verde brillante golpeó la pluma, y luego una ardiente estrella verde tocó delicadamente el muro del Arco, en el mismo punto donde la estrella anterior se había posado. La estrella verde se movió luego hacia fuera del Arco, borroneándose como si la interceptaran las nubes.

Apenas se desvanecieron los restos de la pluma solar, los Tejedores se levantaron y se desplazaron en densa corriente hacia sus chozas, conversando excitadamente. Luis los miró sorprendido. Eran realmente diurnos.

Antes de que el Inferior se pusiera a hablarle, Luis retrocedió hasta los rescoldos para retirar sus raíces. Tomó dos de ellas.

La primera tenía un sabor acre; la otra no estaba mal. No siempre encontraba algo que le gustara.

Los navegantes aún andaban por ahí. Uno de ellos se le acercó.

—Esas imágenes eran para ti, ¿verdad?

Luis miró hacia el acantilado. Dentro de la imagen, la estrella verde se había apagado.

—No sé qué debo decirle al Morador —dijo Luis—. Wheek, ¿ha hablado él contigo?

—No. Él me asusta.

El mensaje del Ser Último era suficientemente claro. Motor de fusión: una espacionave invasora. Tanto la Brazo, como el Patriarcado kzinti y la Flota de Mundos sabían de la existencia del Mundo Anillo. Todos habían tenido el suficiente tiempo para armar expediciones. O quizá el invasor fuera una de las naves de los Ingenieros de las Ciudades, que regresaba al hogar, o incluso algo completamente nuevo.

La defensa automática contra meteoros no actuaba si el invasor se movía a baja velocidad. Alguien estaba matando naves en forma activa.

Pero el asesino tenía un problema: la demora debida a la velocidad de la luz. El invasor había aterrizado a sólo unos minutos luz del Océano Opuesto, pero el ataque había demorado horas. Debía eyectarse la pluma solar, el efecto láser tenía que propagarse a través del plasma, y eso tomaba tiempo; pero además estaba el tiempo que requería el láser para llegar hasta el blanco. La presa podía quizá escaparse.

El Inferior debía estar extremadamente ansioso por hacerse de una nave cuyo motor de hiperimpulso estuviera en buenas condiciones.

Una suave música se deslizaba entre las ramas. Wheek había vuelto a su nave. Luis retiró una tercera raíz del fuego. La cortó a lo largo, luego apretó de los extremos para abrirla. Algo de vapor, y un aroma no muy distinto al de una batata.

Se preguntó si alguna vez hallaría el Árbol de la Vida en estado salvaje. El suelo fértil del Anillo no tenía suficiente talio, y por ello la planta no albergaría al virus que provocaba el cambio; y al cocinarlo lo mataría de todas formas. Se tomó su tiempo para comer el tubérculo, y luego caminó hacia la choza de mimbre de Sawur.

La música pareció hacerse más audible. Extraño sonido, mezcla entre vientos y cuerdas susurrantes. Se detuvo frente a la choza para escucharla.

La música se detuvo. Una voz dijo:

—¿No hablarás con el Morador de la Red?

—No esta noche —dijo Luis, mirando en torno suyo. La voz parecía la de un niño, con cierto impedimento silbante al hablar. Había neblina, pero la noche en Mundo Anillo era más clara que en la Tierra, y debería haber visto algo, pensó Luis.

—¿Puedes dejarte ver?

Una pesadilla se alzó de un arbusto, demasiado cerca. Pelos largos y lacios, del color de la noche, cubrían su cuerpo. Dientes grandes como puñales, forzados en una exagerada sonrisa. Brazos largos, manos grandes. Una pequeña arpa en una de ellas.

El Chacal parecía ser macho, pero una falda ocultaba sus partes. El vello facial era escaso, el pecho plano. Un muchacho, o una muchacha muy joven.

—Bonita falda —comentó Luis.

—Bonita mochila —respondió él—. El trabajo de los Tejedores es apreciado a todo lo largo del valle del Shenty.

Luis lo sabía bien. Había admirado esos tejidos miles de kilómetros río abajo. Preguntó al Amo de la Noche:

—¿Haces tareas de seguridad para los Tejedores?

—¿Seguridad?

—Si guardas sus posesiones mientras duermen.

—Sí, alejamos a los que hurtan.

—Pero no te pagan por tu cometido de… eh…

Mientras se preguntaba si habría alguna palabra para designar el «disponer del cadáver después de los servicios fúnebres», el muchacho sopló en el extremo de su arpa, mientras sus dedos bailaban entre los orificios del marco y tañían las cuerdas. Lanzó un suave acorde con el instrumento y luego se lo mostró.

—¿Tienes un nombre para esto?

—Hum. Parece un hijo ilegítimo entre un arpa y una flauta. ¿Una flarpa?

—Entonces, mi nombre es Flarpa —dijo el Chacal—. ¿Eres tú Luich Wu?

—¿Cómo…?

—Sabemos que has evaporado un mar, lejos arriba en el Arco —Flarpa señaló—. Allí. Has desaparecido por cuarenta y un falans, y ahora te encontramos aquí.

—Flarpa, vuestras comunicaciones me sorprenden. ¿Cómo lo hacen? —Luis no esperaba una respuesta. Los Chacales tendrían sus secretos.

—Luz del sol y espejos —dijo el muchacho—. ¿El Morador era amigo tuyo?

—Aliado, no amigo. Es un asunto complicado.

El homínido lo examinó de arriba abajo, mientras Luis intentaba ignorar el aliento a carroña que llenaba el aire.

—¿Habrás hablado con mi padre?

—Hum. Tal vez. ¿Qué edad tienes?

—Casi cuarenta falans —diez años, calculó Luis.

—¿Y tu padre?

—Ciento cincuenta.

—Yo tengo casi mil falans de edad —dijo Luis. El chico no pareció sorprendido. ¿Algo estaría distrayéndolo? ¿Estaría su padre escuchándolos?

Bueno, ¿cómo lo diría? ¿Debía decirlo?

—El Morador de la Red, el gato gigante, dos Ingenieros y yo salvamos todo lo que hay debajo del Arco.

Flarpa se mantuvo en silencio. Algunos de los vagabundos debían ser grandes mentirosos, pensó Luis.

—Teníamos un plan. Pero llevarlo a cabo implicaba que murieran algunas… Bien, la mayoría de las gentes que queríamos salvar morirían. Yo era tan culpable como el Morador, quien fue el que finalmente realizó el plan, pero lo odié por ello. Ahora he descubierto que el Morador ha podido salvar a mucha más gente que la que yo creía posible…

—Entonces, debieras agradecerle. Y pedirle disculpas.

—Ya lo hice. Flarpa, espero que volvamos a conversar, pero mi especie duerme de noche. Si acaso tu padre quisiera hablar conmigo, seguramente un Amo de la Noche no tendrá mayor problema en encontrarme.

—Tal disculpa debe de haberte dejado un gusto amargo…

Luis rio. ¡Un Chacal sí que sabría de gustos amargos! Pero… esa no era la voz de Flarpa. Luis se movió hacia el claro.

—Sí, así fue —dijo a la oscuridad.

—Sin embargo, has debido de tragártelo. Ahora el Morador debe decidir. Una alianza valiosa, un cambio en las conductas… ¿Tú tienes mil falans de edad? ¿Qué edad tiene el Morador?

—Me duele la cabeza de sólo imaginarlo.

El muchacho se había sentado cruzando las piernas, y añadía un fondo musical a la voz que hablaba desde las tinieblas.

—Nuestro pueblo vive como mucho unos doscientos falans —continuó la voz—. Si vuestro error sólo os costó unos cuarenta o cincuenta, para gentes como vosotros debe valer la pena la reparación.

—Oh, los Ingenieros eran sólo unos refugiados, y matar a todo el mundo homínido no le hubiera importado a Chmeee… Pero yo aún soy culpable, pues he consentido. Decidí matar a toda esa gente para salvar al resto.

—Pues alégrate.

—Sí, seguro…

No podía preguntarle siquiera a los Amos de la Noche por el número involucrado. Ninguna mente sana podría manejarlo. Los homínidos de variada inteligencia que habitaban el Mundo Anillo invadieron cada nicho ecológico, transformándose en vacas, castores, vampiros, hienas, halcones… Tal vez unos treinta billones de personas, con un margen de error comparable a toda la población del espacio conocido.

Se podía salvar a la mayoría de ellos. Se generaría una llamarada solar y se la dirigiría a la superficie del Anillo, para así alimentar con hidrógeno a los pocos motores de posición que quedaban, aumentando el impulso. Morirían unos ciento cincuenta mil millones de pobladores a causa del fuego y la radiación…, pero iban a morir de todos modos. Y salvar al noventa y cinco por ciento restante no era poca cosa.

Pero los programas de los que disponía el Inferior, avanzados y enormemente adaptables, consiguieron ejercer un control tan fino sobre el chorro de plasma —del diámetro de un mundo—, que consiguió evitar la mayor parte de esas muertes.

Sin embargo, Luis Wu había consentido en ello.

—La zona de control del plasma —comentó Luis— estaba infestada del Árbol de la Vida…, la planta que transforma a los homínidos en algo muy diferente. Flarpa me ha dicho que tienes ciento cincuenta falans: estarías en la edad correcta para convertirte en un protector. Pero yo tengo siete veces esa edad. El virus me mataría.

»Entonces dejé solo al Morador de la Red, para que se encargara de esas muertes. De otra manera, me hubiera enterado de que no morían tantos como temí. Pero de todas formas, decidí por las vidas de los que al fin han muerto, y la única forma de perdonármelo a mí mismo era dejarme morir.

—Pero tú no estás muerto —dijo la voz oculta.

—Estoy muriendo. Con el auxilio que tengo en mi máquina, quizá dure aún otro falan.

La música del muchacho sonó discordante y se apagó.

¡Nej! Había elegido dejar de lado la longevidad, pero toda esa gente jamás había tenido la posibilidad de elegir. ¿Acaso había una mayor falta de respeto que ésa?

—Y te has ganado su amistad —dijo el adulto.

—El Morador no es de una especie que cultive la amistad. Él pacta de forma precisa, y su única meta es mantenerse seguro. Intenta vivir eternamente, no importa lo que cueste. Eso me molestaba antes, y sigue molestándome ahora. ¿Qué pretende obtener de mí?

—Una alianza. ¿Qué tienes que él necesite?

—Un par de manos. Una vida que arriesgar, que no es la de él. Una segunda opinión. A cambio de ello, puede darme otros ciento veinte falans de vida —y se quedaba corto, pensó.

—¿Puede hacer lo mismo por… digamos, por mí?

—No. Sus programas de longevidad admiten sólo al gran gato o a mí. Han sido hechos antes de que viniéramos aquí. Ahora no puede regresar; está detenido en Mundo Anillo. Yo lo detuve. Y ahora intenta al menos permanecer por siempre.

Pero su pensamiento fue más lejos: el Inferior tiene un programa para reparar humanos, y otro para kzinti. Para un Chacal, habría que escribir un nuevo programa. Lo que me costaría tratar con el Inferior —mi propia vida, quizás— sería mucho, pero nada comparado a lo que costaría programar un tratamiento para un Chacal. Y si Luis Wu quiere que un Chacal se salve, ¿porqué no un Tejedor, o un Ingeniero o

Imposible.

El Chacal oculto había parecido aceptar su historia… O tal vez pensara que algunos vagabundos estaban algo locos. Flarpa estaba tocando nuevamente.

—Cuando caí en la cuenta —continuó Luis— de que había decidido la muerte de tanta gente…, decidí envejecer y morir como una persona normal. ¿Tan malo podía ser? La gente lo ha hecho desde que es gente.

—Luich Wu, yo daría todo lo que tengo por ser cien falans más joven.

—El Morador de la Red puede hacer eso por mí… por mi especie. Y puede hacerlo de nuevo cuando vuelva a ser viejo. Y cada vez, demandará de mí alguna cosa.

—Puedes rehusarte cada vez.

—No. Ése es exactamente el problema —Luis miró hacia la oscuridad—. ¿Cómo debo llamarte?

La música de la flarpa de pronto tuvo un acompañamiento de graves. Luis escuchó por un tiempo. ¿Un instrumento de viento? No podía adivinar su forma.

—Un oboe —decidió—. Oboe, ha sido de gran ayuda conversar contigo.

—Deberíamos hablar de otras cosas…

—Oh, sí, de dimes y diretes, y…

—Y de protectores.

¿Qué sabría de los protectores la red de comunicación heliográfica de los Chacales?

—Estoy muy cansado. Mañana por la noche —dijo Luis, y se refugió en la cabaña.