Capítulo 10

La Escalera

Un tufo a podredumbre la despertó a medias. Unas uñas puntiagudas se clavaron en su codo, arrastrándola hacia arriba. Vala se sentó con un aullido. Arpista se había deslizado por debajo del cañón, al que ella había puesto seguro.

—Valavirgillin, ven a ver.

Flup.

—¿Nos atacan?

—Los olerás. Me sorprendió de que no hayan venido por nosotros, pero están distraídos por algo.

Vala saltó de la tronera hacia la plataforma de carga.

Llovía en gruesas y pesadas gotas. El toldo la mantenía bastante seca, pero la visibilidad era pobre. Un relámpago cruzó desde antigiro a estribor, la dirección del baluarte de los vampiros. Algo brillaba allá. Entre el cieno, río abajo, una luz blanca estática.

¿Habría Tegger encendido un fuego, a pesar de todo lo hablado? Pero el fuego no tenía ese color, y además habría fluctuado.

Vio a Travesera en la roca sobre ellos, en el puesto del centinela.

—¿Despertarás a Warvia? —preguntó el Chacal.

—Sí.

Vala entró en la cabina. No valía la pena molestar al resto, pero la superior vista de Warvia podría captar más detalles. Incluso tal vez descubriera algo que les indicara si Tegger tenía que ver con ello.

—Warvia…

—Estoy despierta.

—Ven y mira.

La lluvia aumentaba y disminuía en forma aleatoria, permitiendo captar atisbos de la luz. El brillo no era puntual; formaba una línea inclinada.

De pronto se apagó, y luego se encendió otra vez.

—A Tegger le gusta trastear con las cosas —dijo la Roja.

—¿Crees que es él?

—¿Cómo voy a saberlo? —respondió, molesta.

Miraron largo rato. Luego, Arpista comentó:

—La luz mantendrá lejos a los vampiros, si es lo suficientemente brillante.

Warvia se había dormido, apoyada en la roca.

—Despiértame si algo cambia —dijo Vala—. Me quedaré aquí afuera, pero necesito una manta.

Comenzó a trepar dentro de la cabina, pensando en tomar otra para Warvia.

La luz comenzó a titilar. Se detuvo a mirar.

Luego un punto brillante se separó de la línea inclinada, y se elevó directamente en la vertical.

El vehículo se estremecía y sacudía, intentando apartarse del fango. Tegger se aferró al asiento como se hubiera aferrado a Warvia. ¿Podría soltar una mano para quitar de un manotazo la tira que acababa de montar?

Pero… ¿quería hacerlo? La vibración no lo estaba lastimando, sólo hacía entrechocar sus dientes.

¿La tela estaba haciendo esto? ¿Algún motor medio arruinado? O quizás un motor que estaba haciendo exactamente lo que se le pidió, intentando mover una plataforma de carga, a lo largo del río en que ahora yacía medio enterrada.

Y mientras su mente jugaba con esas nociones, sus dedos jugaban con las llaves.

Flup, ésas eran las luces de nuevo. Ésta no hace nada, ésta tampoco. Ésa cortaba el viento, de modo que volvió a colocarla como estaba. Cuando activó la siguiente, un ominoso sonido rechinante vino desde debajo de él, pero no sucedió nada más.

Algo sobresalía del buche en sombras donde habían estado las piernas del esqueleto. Una gran manija con dos cuernos. La tocó con la mano pero no se movió.

Apretó los dientes para que dejaran de vibrarle, se apretó a la silla con sus rodillas y jaló de la manija con ambas manos.

Nada. Empujó.

Empujó y giró.

La manija se tambaleó entre sus manos, y su cabeza golpeó sobre los controles. Estaba siendo arrojado a los cielos…

¡La tira de tela! ¡Tenía que sacarla! Pero no se animaba a salir de la silla, y a pesar de todo era algo… maravilloso. Oscura como era la noche, podía ver al río hacerse más y más pequeño a medida que subía. Caer desde tal altura lo mataría.

Si sólo pudiera liberar una mano o un dedo de los costados de la silla…, de donde estaba mortalmente aferrado… Tenía que haber algún modo de controlar a esta… burbuja. A medida que se apartaba del río, pudo ver una placa semienterrada, con un visible agujero en su esquina más elevada. Había separado la burbuja de control de la plataforma de carga.

Entonces comenzó a caer. Lo sintió en su estómago. Caía, caía… se frenó en el aire de repente, flotando sobre el río a unas veinte o treinta alturas de homínido; luego se movió hacia la tierra. Hacia la Ciudad Flotante…

Debía de haber un modo… de controlarla…

¿Había confiado en Murmullo?

Murmullo lo había guiado hasta la plataforma de carga. Había puesto la tela de Vala en sus manos. ¿Qué podría haber hecho Murmullo si él no hubiera metido las manos? Pero la voz nunca le habría sugerido guiar la plataforma —o esa burbuja, si vamos al caso— a otro lado que no fuera allí a donde estaba yendo. La dañada máquina iba a puerto, a la ciudad.

Entonces, la mínima guía que Murmullo le había proporcionado le permitiría llegar adonde él había querido desde el principio. Confiar en Murmullo era simplemente dejar que las cosas sucedieran… Pero aún no conocía su naturaleza, y mucho menos sus intenciones…

La lluvia en las ventanas no le permitía a Tegger ver gran cosa ahora. Pero gracias a algún relámpago y al escaso reflejo del Arco pudo apreciar la gran masa de cubierta plana aproximándose. No parecía haber movimiento alguno en la estructura. Un momento: la lluvia se arremolinaba, rodaba… De pronto, estaba en medio de una nube de pájaros chillones.

¿Podían volar los vampiros? Pero éstos eran pájaros, y aún en la lluvia y en la oscuridad los reconoció: makaweis de panza azul, no muy distintos de los que habitaban en la pradera que era su hogar. Rapaces, su envergadura era mayor que la de sus brazos abiertos; eran buenos planeadores y comían carne. Los makaweis tenían tamaño suficiente como para raptar a un niño de su pueblo. Nunca había visto tantos juntos.

No podía pensar en maniobrar a través de ellos. Mantuvo quietas sus manos, aferradas a la silla.

Las aves se alejaron en una trayectoria curva.

La burbuja estaba detenida en medio del aire.

A pesar de ser un homínido del llano, Tegger una vez abordó una barca para comerciar con otra tribu; así conoció los muelles. Flotaba a una altura de hombre sobre el borde de lo que parecía ser un muelle fluvial colgado en el aire. Los botes flotantes se acercarían sobre el borde de carga. Esos cables que colgaban del borde los sujetarían. La carga sería movida hacia ese edificio de grandes puertas…

Los pájaros, perdido todo interés en él, volvieron a posarse. Los makaweis no eran nocturnos.

La escotilla de la burbuja apuntaba hacia fuera, y no hacia el muelle. ¿Habría al menos una forma de hacerla girar? Tal vez si hacía girar alguna cosa… Tegger se sentía poco dispuesto a experimentos, estando a semejante altura del suelo.

¿Qué debía suceder ahora? La burbuja quizá esperara una señal de aterrizaje de parte de la Ciudad. Tal vez enviaba una señal por su cuenta, esperando respuesta. Quizá uno de esos cables debía aproximarse y asegurar la plataforma, atrayéndola. Pero nada de esto sucedería, porque el muelle estaba muerto como todo lo demás, después de la Caída de las Ciudades.

La escotilla seguía destrabada, como él la había dejado.

Tomó la mochila. La espada.

Se deslizó afuera entre la suave llovizna, posó los pies en el bamboleante borde de la escotilla, y salió a la resbaladiza cúpula de la burbuja, donde se aplastó, sujetándose. Las aves giraron alrededor, observándolo.

Se arrastró sobre su estómago hacia la inclinada popa del móvil. Un poco más. A gatas ahora, un poco más allá, levantó las rodillas, afirmó los pies, saltó.

Aterrizó de plano en el borde, golpeándose la barbilla, con sus piernas pataleando en el aire.

El muelle parecía de madera, suave al tacto.

Hubiera querido quedarse en reposo un momento, pero por los chillidos de los pájaros comprendió que se estaban moviendo hacia él. Rodó sobre sí mismo, tomó su espada y aguardó. Cuando un makawei se acercó demasiado, lo degolló.

—Debe haber hallado algún artefacto de los Ingenieros de las ciudades, algo como un carro volador, y lo hizo andar. Está arriba ahora.

Warvia tenía la mirada fija en la pequeña luz que brillaba al borde de la Factoría Volante. Su fe era mayor que la que Vala sentía.

—¿Qué más puedes ver? —le preguntó, insistente.

—No puedo ver más allá de la luz. Unos grandes pájaros vuelan a su alrededor. Espera, creo que lo he visto saltar…

La luz cabeceó. Luego titiló, aún más brillante, y se apagó.

—Ha saltado —dijo Warvia, muy segura—. Vala, estoy cayéndome de cansancio. Te daré una descripción más detallada cuando llegue el día.

—¿Podemos hacer algo nosotros? —preguntó.

—Vala, haré lo que sea por acercarme a él.

—Travesera, ¿alguna idea?

La Chacal negó con la cabeza.

—Hemos de esperar. No veo un mejor lugar para los cruceros, y la vista es inmejorable. Quedémonos aquí, esperemos y vigilemos.

Los makaweis prefieren las presas vivas, pero no desdeñan la carroña. La carne sabía a mugre.

Tegger se sintió mucho mejor después de devorar el ave. Alejado el hambre, dispersada la esencia de miles de vampiros gracias al viento y a la altura, buscó un lugar cómodo para descansar. Sacó el poncho de su mochila y se arrebujó en él.

El frío, los dolores, las tribulaciones de un día de pesadilla comenzaron a retroceder… y el sueño era un vampiro, con los colmillos en su garganta. No debía arriesgarse a dormir a la intemperie. Miró a su alrededor, medroso.

La enorme puerta del edificio de almacenaje era seguramente demasiado pesada para moverla, y resultaría una insensata pérdida de energías.

Pero a la vuelta de una de sus esquinas, había otra puerta no mucho mayor que él mismo.

Le dio una patada y se abrió, rebotando de nuevo hacia él. Penetró en la oscuridad, encontró algo elástico a qué subirse, y cayó dormido.

Se aferró al sueño, temiendo lo que sus recuerdos le traerían. Los recuerdos llegaron igual, pero lo que lo despertó fue la luz cruzando por sus ojos.

La luz del día se derramaba a través de la puerta que había abierto. Se encontró encima de una montaña de sacos que olían levemente a vegetales podridos. ¿Servirían para hacer ropas? Se encontrarían en peor estado si fueran alimentos. A medida que bajaba de la pila, la luz que entraba se hacía menos brillante.

Salió al exterior.

Un paisaje de nubes desgarradas se deslizaba perezosamente sobre la cabeza de Tegger. La luz del sol caía en franjas verticales a lo largo del muelle. No alcanzó a ver ninguna de las aves, hasta que se acercó arrastrándose al borde y miró abajo.

La burbuja con ventanas que lo había traído estaba hecha trizas en el suelo. No volvería a casa por esa vía… y de hecho, ni lo había pensado aún.

Miles de aves planeaban con las alas abiertas a la luz del día, zambulléndose para rapiñar algo. Tal cantidad de makaweis no podían reunirse de no tener multitud de presas cerca. La ecología había forzado a que alguien dispusiera de lo que los vampiros desechaban: miles de cuerpos vacíos de sangre.

No parecía haber otra cosa que aves a esta altura.

No, un momento. Había algún tipo de telaraña sobre la cara vertical del muelle, mirando hacia afuera, a estribor. Tuvo que asomarse mucho para verla bien.

Los hilos parecían de bronce cuando la luz les daba de lleno; de lo contrario, no se veían en absoluto. El tamaño era difícil de juzgar, porque el hilo exterior de la red no se apreciaba. Parecía tener un diámetro igual a la altura de un Gigante herbívoro. El punto negro del centro, inmóvil, debía ser la araña… muerta de inanición. Tegger no había visto ningún insecto desde que se apartó del suelo.

Aves y telas de araña indican abundancia de insectos, pero los pájaros debían de haberlos exterminado. Se preguntó si él correría el mismo destino. Al menos, tenía un tiempo límite. Como si no lo hubiera sabido desde siempre…

Lo que había dado en llamar Ciudad Flotante era extraña en todos los detalles. Tegger no tenía nombres para casi nada de lo que veía. La Ciudad se estiraba hacia el cielo con una geometría irregular, y estaba rematada en el centro por un tubo vertical.

Comenzó a correr.

No era porque sintiera el menor temor; era sólo un modo de explorar. Corrió por el muelle, ancho como la altura de diez hombres, hasta que éste terminó adelgazándose. Ahora tenía un ancho de dos alturas de hombre, y ya no era el muelle, sino sólo el borde de la Ciudad.

Un sendero del borde. Las estructuras se alineaban con él. Aquí y allá, unos pasajes corrían fuera de la vista entre edificios sin ventanas. Otros eran redondos o curvados y sin puertas, y tenían escaleras verticales en su exterior.

Continuó corriendo. Tegger acostumbraba mirar dónde pisaba, pero la superficie era apenas rugosa bajo sus pies, y la lluvia se deslizaba en un canal que corría paralelo al límite interno del Sendero del Borde.

No había hecho más que entrar en calor, cuando vio algo distinto: una amplia avenida que se iba escalonando hacia arriba, hacia el centro, y a ambos lados de ella vio…

Tegger se detuvo. ¿Viviendas? Conocía la gran tienda del Thurl y las mucho más pequeñas de la tribu de Ginjerofer; incluso había conocido viviendas permanentes, fabricadas por homínidos más sedentarios. Pero nunca había contemplado nada parecido a esas casas cuadradas que tenía a la vista, pintadas de brillantes colores. Pero eran viviendas, sin duda, con puertas de tamaño normal, ventanas, y árboles a su alrededor.

Luego revisaría. Volvió a correr.

No había casas a lo largo del Sendero del Borde. Vio enormes estructuras, sólidos rectangulares, huevos distorsionados, bosques de tuberías, grandes mallas de metal, planas y curvas. Su mente no hacía mucho caso de lo que veía. Una vista general, y listo; los detalles vendrían luego, si había tiempo.

Miraba hacia la Ciudad, no al paisaje de alrededor; pero volvió a ver el río, y una línea de riscos escarpados…

¡Los cruceros!

Ninguna especie tenía ojos como los de los Pastores Rojos, y no había ninguna forma natural que se asemejara a los cruceros del Pueblo de la Máquina. No podía equivocarse: estaba viendo la caravana de Valavirgillin sobre ese pico rocoso.

Los vehículos parecían haber sido abandonados. No vio signos de vida, hasta que uno de dos humanoides se puso de pie para estirarse. ¿Serían unos Gigantes en turno de vigía?

¿Lo habrían visto a él?

No allí, entre esas confusas y abigarradas formas. Pero si podía destacarse contra el cielo…

Todo a su tiempo. Los cruceros podían esperar.

No es fácil sorprenderse cuando uno no reconoce nada de lo que hay alrededor.

Al rato, el Sendero del Borde se amplió nuevamente; lejos, al frente, distinguió la puerta que había abierto de un puntapié la pasada noche. Y aquí, al comienzo del muelle que daba a babor y giro, una calle se separaba en ángulo recto. Una boca de lobo, de un ancho de ocho alturas de hombre. Ésta descendía en forma de rampa, mientras que todas las demás que había visto ascendían hacia el centro de la Ciudad.

Giró hacia la derecha.

La rampa estaba a oscuras.

Dejó de correr, y pasó al trote, pero luego se detuvo. El tufo a muerte hubiera detenido a cualquiera. Muerte y podredumbre, y algo allí debajo, algo familiar. Sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. La rampa se curvaba hacia la derecha, aún descendiendo…

Salió corriendo mucho más rápido de lo que había entrado.

La rampa espiral que había visto la pasada noche era mucho mayor de lo que había supuesto. Suficientemente grande como para cuatro cruceros lado a lado, calculó. Suficiente para los vampiros también, si lo descubrían allí arriba.

Tegger miró a la oscuridad, y supo que tarde o temprano debía ir allí. Esperar, mientras sus ojos se acostumbraban. Y mirar dentro del Nido de Sombras, y lo que había en él.

Pero aún no. Volvió a correr.

Muelles y almacenes. Grandes tanques plateados. Ah, aquí: la luz del sol se reflejaba en las ventanas. Calles cortas, y amplias escalinatas, dividiéndose a medida que ascendían; casas con ventanas elevándose, fila tras fila hacia lo que parecía ser un gran globo ocular.

Había llegado a la Escalera. Tegger comenzó a trepar.

Las casas tenían parches de tierra alrededor, y entre ellas. Para la mayoría de las casas, el parche de tierra al frente de una vivienda se convertía en el techo plano de la que estaba debajo.

Algunas de esas parcelas estaban inundadas. Otras habían sido lavadas o reducidas a arena por cientos de falans de lluvias. En algunos lados, el pasto crecía alto; en otros no crecía. Había árboles vivos y muertos; algunos caídos, otros con frutas o flores. Una línea de pomeros corría desde el techo de una casa hasta casi tocar la avenida. Los primeros parecían haber sido plantados; pero dos de los de arriba estaban muertos, y el más bajo apenas comenzaba a producir frutos. Tegger imaginó miles de pomas rodando hacia abajo durante cientos de falans, creando el arraigo para ese último árbol.

Encontró una ventana plana —no curvada como la de los vehículos—, y del tamaño de la cama del Thurl. Sorprendente. Su superficie era tenebrosa. Tegger se acercó para echar un vistazo a través, pero el interior estaba oscuro.

En la siguiente casa, un gran árbol había roto con sus raíces el muro de la vivienda. También allí había una gran ventana, frente a la parcela de tierra. Tegger levantó uno de los escombros y lo lanzó al vidrio, pero fue el escombro el que se partió.

La rotura de la pared. ¿Podría deslizarse a través?

Sí.

El lugar era grande para las costumbres de Tegger: más grande que una tienda. La escala era mayor también, aunque no tanto como la de los Gigantes. Al sentarse en una silla, sus pies colgaron libremente.

Del otro lado de la gran ventana encontró una cama de forma oval. Cinco esqueletos encima: tres adultos, dos niños. Formaban un grupo amistoso, y parecían en paz. Otro esqueleto de niño estaba fuera de la cama; había intentado llegar a una puerta.

El espacio tras esa puerta parecía muy oscuro.

Usó ropa de la cama para hacer una antorcha y entró.

No había ventanas aquí. Había muebles… ¿controles? Palancas que se movían, en todo caso, por encima de unos tubos que salían de la pared. Dos de ellas estaban a ambos extremos de un pozo liso que tenía un agujero en el fondo. Parecían grifos, pero no salía agua de ellos.

Tegger continuó su examen.

Otro cuarto sin ventanas. Otro esqueleto, éste adulto, yacía cerca de un vano poco profundo con decenas de pequeños bornes adentro. Estos sí son controles, pensó Tegger, descargando su mochila. Como los del compartimento de la burbuja.

La toalla. La daga de punta plana, que había conservado. Tiras del trapo de Vala. Comenzó a ponerlas en su lugar.

Nada. Nada. Nada. ¡Milagro!

Luz. Un punto del techo sobre él iluminaba; demasiado brillante para verlo directamente.

Tegger salió de la habitación.

Las luces brillaban por toda la casa. Tegger las dejó así. Le sorprendió que aún hubiese energía. ¿De dónde provenía? ¿De los relámpagos? La energía eran los relámpagos corriendo por alambres…

Volvió a la Escalera y se movió más rápido ahora, siempre hacia arriba, mirando a través de las ventanas. Por todos lados vio esqueletos. Siempre adentro. Los cuerpos que hubieran caído afuera habrían sido pasto de las aves.

Estaba lleno de malezas, incluso algunas que eran comestibles para ciertos homínidos. Otras plantas eran demasiado raras para ser otra cosa que ornamentales… a menos que…

Se acercó a una de gruesas hojas purpúreas.

Cavó un poco con la espada, tiró de ella, y encontró gruesos tubérculos. Los Granjeros del delta del río Nuboso los comían hervidos.

¡Eran granjas en miniatura!

Tegger se sentó al borde de un tejado y cruzó las piernas bajo su poncho color tierra, dejando que la lluvia corriera sobre él igual que sobre las masas de la Ciudad.

Esos pequeños parches de tierra ya no eran granjas. Las plantas no estaban ordenadas en hileras. Sin atención desde la Caída de las Ciudades, lo que era mucho tiempo. Pero ¿no era extraño que en este pequeño espacio los ocupantes hubieran sembrado y cuidado parterres escasos aún para un smeerp?

Tegger encontró aquello más que interesante. No había sido molestado por insectos esa noche; quizá se encontraba fuera de su alcance. Tal vez nadie vivía aquí, salvo los makaweis que forrajeaban debajo. Pero si había algo parecido a una cadena alimentaria aquí, hubiera comenzado por plantas creciendo.

Tal vez podría cazar algo.

¿Qué otra cosa de valor notaba?

Unas enredaderas habían crecido a partir de dos delgadas tiras de suelo, envolviendo la casa y derrumbándola. Las ventanas y sus marcos estaban rotos. Podía ver los muebles arruinados por las lluvias.

Las casas tenían superficies planas y ángulos rectos, pero la Escalera estaba dominada por un domo de material de ventana, tan grande como dos o tres de las viviendas. Lo comparó con un ojo, pero sólo veía en él los reflejos de las nubes. No tenía un color propio. El tubo que era el centro de la ciudad se destacaba tras de él, y lo superaba con mucho en altura.

Estaba cerca de las casas superiores, y éstas eran las más grandes, y las que tenían mayores jardines-granjas. Parecía que la vista era importante para los Ingenieros de las Ciudades.

El predio por delante y debajo de él era de forma perfectamente cuadrada. En su centro, una alberca con forma de riñón. Cuatro árboles, uno en cada esquina; pero la lluvia había escarbado y volteado a uno de ellos. Las raíces se curvaban en el aire, por afuera del límite del techo-jardín.

A Tegger le agradó la alberca. Debe haber sido un arreglo al estilo de las grutas de las islas Racimo. Su redondeado fondo era del color celeste de los Ingenieros, y unas escalas se veían dentro de ella. Había habido incluso una pequeña caída de agua: una abertura en la pila de rocas a un costado. Podía ver por dónde la caída de agua —y ahora la lluvia— corría hacia un drenaje en el fondo, y desaparecía.

La alberca estaba sucia de tierra, pero la mugre no duraría mucho. No había lo suficiente como para acumularse. Sin embargo, algunas plantas habían echado raíces en la tierra del fondo y habían roto la superficie.

Una alberca para nadar. ¿Porqué? Escaleras para salir: podrían ahogarse si no las tuvieran. Tal vez los Ingenieros nadaran; tal vez la Gente del río los visitara.

Pero, habiéndola construido, ¿porqué dejarla vacía?

Nada se movía entre los parches de tierra. Tegger supuso que sería mejor esperar al medio ocaso para cazar. El período entre luz y oscuridad es aprovechado por muchas bestias para salir, porque así buscan evadir a los predadores. Quizá podía perseguir a algo hasta que cayese en la alberca, y cazarlo allí dentro luego.

Mientras tanto… investigaría. Se deslizó hacia el pasto, luego marchó hacia la alberca.

El fango había cubierto el fondo. No cubría del todo el drenaje, sin embargo.

Un drenaje redondo y una cañería debajo. Una tapa del tamaño de su mano abierta, con charnela, y una cadena enmohecida colgando de ella. Tegger pudo ver hacia dónde iba dirigido el drenaje: hacia afuera, hacia el borde. Para vaciar la alberca, bastaba abrir la tapa tirando de la cadena.

Intentó cerrar la tapa. Se resistió, pero descargó su peso sobre ella y la charnela cedió. Se quedó cerrada. Tegger miró, mientras la alberca comenzaba lentamente a llenarse con el agua que caía.