Capítulo 1

Guerra De Aromas

Año 2892:

Las nubes cubrían el cielo como una lápida gris. Los pastizales, marchitos y amarillos, revelaban que la lluvia era mucha y la insolación poca. No había dudas de que el sol seguía allá arriba, y el Arco aún estaba en su sitio, pero Valavirgillin no los había visto por veinte días.

Los cruceros rodaban bajo una lluvia interminable, a través de los altos pastos, sobre sus ruedas de la altura de un hombre. Vala y Kay se sentaban en el banco de la cabina de guía; Barok estaba sobre ellos, a cargo del cañón.

En cualquier día, en cualquier momento…

—¿Es aquello lo que buscas? —preguntó Sabarokaresh.

Valavirgillin se alzó del asiento; apenas se podía ver. A lo lejos, la vastedad del pastizal se convertía en una vastedad de rastrojos.

—Ellos dejan esos rastros —dijo Kaywerbrimmis—. Pronto veremos a los centinelas de la cosecha. Jefa, no comprendo cómo supiste que habría Gigantes por aquí. Yo mismo nunca he estado tan lejos a estribor, y tú eres de Ciudad Central. Esto está a cien días a babor.

—Alguien me lo comentó —dijo Valavirgillin.

El hombre no hizo más preguntas. Lo consideró un secreto de mercader.

Al penetrar el campo de rastrojos, giraron a la izquierda. Los cruceros se movían más rápido ahora. Rastrojos a la derecha, y el pastizal —alto hasta los hombros— a la izquierda. Lejos, allá adelante, multitud de pájaros daban vueltas en el aire y se lanzaban en picado. Eran grandes y negros: carroñeros.

Kaywerbrimmis revisó sus pistolas, por seguridad. Eran de avancarga, y el cañón tenía la longitud de su antebrazo. El gran Sabarokaresh se introdujo en la torreta. El techo de la cabina de carga portaba un cañón; quizá fuera necesario. Los otros carromatos se movieron a derecha e izquierda, para cubrir al de Kay mientras avanzaba para investigar.

Los pájaros en vuelo se fueron retirando; dejaron plumas negras por todo el campo. Veinte de ellos permanecían entre los rastrojos, con sus vientres tan colmados que apenas podían remontarse. ¿Qué habría sido lo que encontraron?

Cuerpos. Homínidos de pequeña estatura, con cabezas en punta; algunos entre los rastrojos, otros entre los pastos. Desnudos de carne. Centenares. Tenían la estatura de niños, pero eran adultos.

Vala buscó ropas entre los cadáveres; en terreno desconocido, nunca se sabía cuáles homínidos pueden ser inteligentes.

Sabarokaresh se dejó caer a tierra, con el arma en la mano. Kaywerbrimmis dudó, pero al no salir nada de entre los pastos, resolvió seguirlo. Foranayeedli asomó su rostro soñoliento por la ventana y dio un respingo; era una joven de unos dieciséis falans, apenas entrando a la edad reproductiva.

—Igual que anoche —comentó Kay.

El hálito de podredumbre no era demasiado fuerte aún. Dado que los Chacales no habían llegado antes que las aves, entonces esas víctimas habrían muerto aproximadamente al anochecer del día anterior.

—¿Cómo morirían? Si ésta es una práctica común de los Gigantes, no me gustará acercarme a ellos —dijo Barok.

—Puede haber sido faena de las aves —comentó Kay—. ¿Ves los huesos rotos? Los han partido con los picos, para buscar el tuétano. Éstos son Recolectores, Jefa. Mira, esas deben ser sus vestiduras: plumas. Siguen a los herbívoros, quienes al comer los pastos exponen las madrigueras de smerps, bolas de fuego, cualquiera de esos roedores pequeños.

Plumas, claro… Las plumas eran negras, rojas, púrpuras y verdes. No había sólo negras.

—Pero, ¿qué habrá sucedido aquí? —preguntó Vala.

—Conozco ese aroma —dijo Forn.

Por detrás del hedor, algo familiar, no tan desagradable…, pero que inquietó a Foranayeedli.

Valavirgillin había contratado a Kaywerbrimmis para guiar la caravana porque era local y parecía ser competente. Los demás eran de su propia gente. Ninguno de ellos había estado tan lejos a estribor.

Pero Vala sabía más de este sitio que ninguno de ellos…, si es que era realmente el lugar que creía.

—Bueno, ¿dónde están?

—Observándonos a nosotros, probablemente —dijo Kay.

Vala podía ver bastante lejos desde su puesto en la proa del crucero. El campo se veía liso, y el pasto estaba cortado bajo. Los Gigantes herbívoros medían de dos metros a dos metros y medio. ¿Podrían esconderse en un pastizal de la mitad de su altura?

Los traficantes acomodaron sus coches en triángulo; su almuerzo provino de los depósitos de a bordo: frutas y raíces. Cocinaron algo de la gramínea local para acompañar las raíces; no tenían carne fresca.

Se tomaron su tiempo. La mayoría de los homínidos se vuelve más amigable con el estómago lleno. Si los Gigantes herbívoros pensaban como el Pueblo de la Máquina, dejarían que los extraños comieran antes de hacer el primer contacto.

Pero no hubo embajadores esa vez. La caravana siguió su rumbo.

Los tres carromatos rodaban perezosamente por la llanura, sin animales que tiraran de ellos: grandes plataformas rectangulares de madera con cuatro ruedas, una en cada esquina. El motor, colocado detrás, transmitía su potencia a dos de ellas; las dos delanteras servían para guiar el crucero. Una carrocería hecha de planchas de hierro fundido estaba dispuesta por delante del motor, similar a una cocina de leña con una gruesa chimenea: la cabina de carga. Había grandes resortes de ballesta bajo la proa, y bajo el banco de conducción. Un salvaje que viera el conjunto quizá se preguntaría por la torre encima de la cabina, pero ¿qué podría conjeturar si jamás había visto un cañón?

Inofensivo.

De repente, Vala distinguió unas formas del color de los dorados pastos, demasiado grandes para ser hombres: dos humanoides los observaban desde la cima de una colina lejana. Pudo verlos sólo porque uno de ellos se dio la vuelta y corrió a grandes zancadas a través del pastizal. El otro avanzó a lo largo de la elevación, yendo hacia el punto por donde ellos cruzarían.

El Gigante los esperó en su camino, viéndolos llegar. Tenía el color de los pastizales: dorada piel, melena de oro. Era grande, e iba armado con una gigantesca espada curva.

Kaywerbrimmis se apeó del vehículo y caminó al encuentro del gigante. Valavirgillin dirigió el crucero tras de él, como si fuera una bestia amigable.

La distancia hacía sonar extraños algunos tramos del dialecto de comercio. Kaywerbrimmis había intentado enseñarle algunas de las variaciones en la pronunciación, nuevas voces y significados. Ella escuchaba ahora, intentando seguir el parlamento de Kay.

—Venimos en paz… comerciar… Oteadores… rishathra…

Los ojos del gigante iban de un lado al otro mientras Kay hablaba. Sus mandíbulas de un lado al otro también, diciendo Forn y Vala y Kay y Barok. Parecía divertido.

Su cara tenía más cabello que cualquiera del Pueblo de la Máquina. Las lindas mandíbulas de Forn mostraban una pequeña línea de barba apenas crecida lo suficiente para que las puntas comenzaran a rizarse. La barba de Vala viraba ya a un elegante blanco, en dos puntos del mentón. Otros homínidos se habían mostrado sorprendidos por las barbas del Pueblo de la Máquina, especialmente en las mujeres.

El gigante soportó la charla de Kay, y luego lo eludió, acercándose al carromato y sentándose en la tabla que formaba su plataforma. Apoyó las espaldas contra la cabina de hierro, e inmediatamente saltó dando un grito, apartándose del caliente metal. Recuperó su dignidad a poco, e indicó hacia delante.

El gran Barok aún estaba a una altura superior a la del gigante, por estar sobre la cabina. Forn trepó al lado de su padre; ella era alta también, pero el Pastor les hacía parecer enanos.

—Tu gente, ¿está para ese lado? —le preguntó Kaywerbrimmis.

El dialecto del gigante era menos comprensible.

—Sí. Vamos. Buscáis abrigo. Nosotros buscamos guerreros.

—¿Cómo practicáis el rishathra?

Era la primera cosa que todo comerciante debería saber, y cualquier macho también, sobre todo si eran como los Gigantes.

—Vamos rápido, o aprenderemos demasiado sobre el rishathra.

—¿Qué quieres decir?

—Hay vampiros.

Los ojos de Forn se abrieron.

—¡Ese olor!

Kay sonrió, considerándolo más una oportunidad que una amenaza.

—Yo soy Kaywerbrimmis. Aquí están mi patrona Valavirgillin, Sabarokaresh y Foranayeedli. En los otros cruceros también hay Gente de la Máquina. Esperamos persuadirlos de que se unan a nuestro Imperio.

—Yo soy Paroom. Nuestro líder es conocido como Thurl.

Vala dejó que Kay llevara el peso de la conversación. Las guadañas de mano de los Gigantes herbívoros tenían muy corto alcance. A los cañones de los Oteadores les costaría poco trabajo repeler un ataque de los Vampiros. Eso impresionaría al Toro, y luego… a negociar.

Docenas de gigantes empujaban carros repletos de pasto a través de la abertura hecha en una pared de tierra amasada y apisonada.

—Eso no es normal —dijo Kaywerbrimmis—. Los Gigantes de las praderas no levantan muros.

Paroom lo escuchó.

—Tuvimos que aprender. Hace cuarenta y tres falans estuvimos en guerra con los Rojos; aprendimos de ellos a levantar muros.

Cuarenta y tres falans eran 430 rotaciones del patrón estelar, que volvía a repetirse cada siete días y medio. En cuarenta falans Valavirgillin se había hecho rica, había formado pareja, tenido cuatro hijos y luego resuelto seguir su vida en otro sitio. Los últimos tres falans los había pasado en travesía.

Cuarenta y tres falans era mucho tiempo. Intentó hacerse entender.

—¿Eso fue cuando vinieron las nubes?

—Sí, cuando el antiguo Thurl hizo hervir un mar.

¡Bravo! Éste era el sitio que había estado buscando.

Kaywerbrimmis se encogió de hombros, tomándolo por una superstición local.

—¿Cuánto hace que tienen vampiros?

—Siempre hubo algunos —respondió Paroom—. Pero en estos últimos falans están por dondequiera, y más cada noche. Esta mañana hallamos unos doscientos Recolectores, todos muertos. Esta noche tendrán hambre otra vez. Las paredes y las ballestas los mantendrán fuera.

—Aquí —dijo el centinela—. Entren los carros y prepárenlos para la lucha.

¿Tenían ballestas?

Y se fue la luz.

Estaba atestado allí dentro. Gigantes machos y hembras descargaban los carros, haciendo frecuentes pausas para comer de los pastos. Miraban a los de la Máquina mientras éstos se paseaban, tragaban y volvían al trabajo. ¿Habrían visto antes carros autopropulsados? Pero los vampiros eran un asunto más urgente.

Un grupo de machos vestidos con armaduras de cuero se alineaba contra la pared. Otros apilaban tierra y piedras para cerrar la abertura.

Vala podía sentir en sí la mirada de los Gigantes, que examinaban su barba con sorpresa.

Parecía haber un centenar de ellos: machos y hembras en número semejante. Pero lo común en todas partes era que las hembras de los Gigantes fueran mucho más numerosas, y no podía ver niños por ningún sitio. Habría que agregar unos cientos más, entonces: mujeres atendiendo a los niños, ocultos en algún lugar de la construcción.

Una enorme forma plateada se acercó a ellos y se quitó el yelmo adornado con una cresta, para revelar una dorada melena. El Thurl era el macho más grande de entre los Gigantes. La armadura que vestía se abultaba en cada articulación, y no parecía pertenecerle; Vala nunca había visto un homínido con tal aspecto como para usarla.

—Thurl —dijo Kaywerbrimmis cuidadosamente—, los Comerciantes Oteadores han venido en vuestra ayuda.

—Bien. ¿Qué sois, de la Máquina? Hemos oído acerca de vosotros.

—Nuestro Imperio es poderoso, pero crecemos gracias al comercio, no a la guerra. Esperamos persuadir a vuestro pueblo para que fabrique combustible para nosotros, y pan, y otras cosas. Las gramíneas de las que os alimentáis hacen un buen pan; debiera ser sabroso incluso para vosotros. A cambio, les podemos mostrar maravillas. Cuando menos, nuestras armas. Estas pistolas tiene mayor alcance que vuestras ballestas. Para lucha cercana tenemos lanzallamas y…

—Son cosas para matar, ¿verdad? Tenemos suerte de que hayáis venido, entonces. Vosotros también, al haber encontrado refugio. Deberíais colocar vuestras armas sobre el muro.

—No podemos. Están montadas en los carros.

El muro era del doble de altura de una persona del Pueblo de la Máquina. Sin embargo, Valavirgillin recordó una palabra del dialecto local.

—Rampa. Thurl, ¿hay alguna rampa que lleve a la cima de la pared? ¿Podrían nuestros cruceros trepar por ella?

Los colores del día se estaban volviendo grises. Había vuelto a llover. Muy por encima de las nubes, las sombras de la noche estarían comenzando a cubrir el sol.

Y no había ninguna rampa, pero el Thurl gritó unas órdenes. Todos los enormes herbívoros dejaron sus labores y empezaron a mover tierra.

Vala notó que una hembra trepaba, guiaba y daba órdenes a los gritos. Grande y madura, con una voz que podría partir roca. Captó su nombre: Moonwa. Tal vez la primera esposa del Thurl.

Carrocería y motor de metal, y una plataforma de madera de un palmo de espesor: los cruceros eran pesados. La rampa tendía a hundirse bajo su peso. Los carromatos treparon uno a uno, rozando la pared del lado derecho; diez grandes machos alzaban y balanceaban el lado izquierdo. ¿Cómo harían para bajarlos luego?

La coronación del muro era apenas más ancha que el ancho de los cruceros. Los centinelas los guiaron.

—Dirijan las armas hacia giro y estribor; los Vampiros vienen de allí.

Los conductores emplazaron sus vehículos; luego se reunieron en conferencia. Kay tomó la palabra:

—Whand, Anth, ¿qué opináis? ¿Cargamos con metralla? Suelen atacar en grupos. Lo he visto a menudo.

—Hagamos que los gigantes busquen grava —sugirió Anthrantillin—. Eso servirá para los cañones, y nos ahorrará munición. De todas formas, ¿hemos de separar los coches?

—Eso es lo que ellos quieren —dijo Whandernothtee.

—Yo estoy de acuerdo —aseveró Kaywerbrimmis.

—Los Gigantes tiene ballestas —hizo notar Vala—. ¿Por qué están preocupados? No tienen el alcance de nuestras pistolas, pero aún así ha de ser mayor que el de la esencia de los Vampiros.

Se miraron entre ellos. Anth dijo:

—No son más que unos miedosos comedores de hierba…

—Oh, no. En todos lados son considerados como temibles guerreros —arguyó Whand.

Nadie respondió.

Los cruceros de Whandernothtee y Anthrantillin se alejaron en direcciones opuestas. Se habían hecho invisibles en la lluvia y la oscuridad, antes de que los guerreros Gigantes los detuvieran.

—Barok, tú al cañón —dijo Kay—, pero mantén las manos libres. Yo manejaré las pistolas. Forn, tú las cargas —ella era demasiado joven para confiarle algo más duro—. Jefa, ¿se haría cargo del lanzallamas?

—Nunca se acercarán tanto —protestó Vala—. Y soy buena lanzando.

—Lanzallamas y granadas, entonces. Confío en que podamos hacer uso del lanzallamas. Ayudaría que podamos mostrar otro uso para el alcohol. Los gigantes no necesitan el combustible; tiran de sus carros ellos mismos. ¿Son inteligentes los vampiros?

—Los que están cerca de Ciudad Central no, al menos.

Forn comentó:

—En la mayoría de las lenguas se los llama «vampiros», no «Vampiros». No usan las mayúsculas para los animales.

Los idiomas no eran cosa del interés de Kay.

—¿Cargarán todos juntos, jefa? ¿En una gran ola?

—Sólo luché con ellos una vez.

—Eso es una vez más que yo. He oído relatos. ¿Cómo fue aquello?

—Yo fui la única que sobrevivió —respondió ella—. Kay, ¿sólo conoces por relatos? ¿Sabes de los paños y el combustible?

Kay frunció el ceño.

—¿Qué?

Pero giraron sus cabezas al oír el alerta en voz de bajo de un centinela.

Todo era sombras ahora, y el sonido de las cuerdas al tensarse, y el suspiro de los dardos. Los gigantes eran parcos con sus municiones. Las balas tampoco serían fáciles de conseguir, allí donde no había nadie que las fabricara.

Vala seguía sin poder ver nada. Los gigantes quizá no estuviesen tan ciegos, porque esas eran sus tierras. Una ballesta silbó, y algo pálido se alzó y rodó a un lado. El viento se levantó… No, no era el viento.

Era un canto.

—Disparen a lo blanco —avisó Forn, innecesariamente. Kay disparó, cambió de arma. Disparó.

Había sido correcto separar los carromatos. Los fogonazos eran cegadores. Vala pensó en ello, mientras se apagaban los globos de fuego en sus ojos. Rodó y se colocó debajo del crucero, arrastrando detrás de sí el lanzallamas y la mochila llena de granadas. El carro cubriría sus ojos de la luz de las armas.

¿Y el cañón?

Disparaban todos a su alrededor. Su vista volvía poco a poco a ser nítida. Allí, una pálida forma homínida. Otra. ¡Podía ver veinte, o más! Una cayó, y las demás retrocedieron. La mayoría debía estar aún fuera del alcance de las ballestas. Su canto crispaba los nervios.

—¡Cañón! —gritó Barok, y ella tuvo el tiempo justo de entrecerrar los ojos.

El fuego pareció prender en los rastrojos. Había cuerpos pálidos caídos, seis… ocho. Y treinta o cuarenta de pie a plena vista, aún al alcance de las armas, calculó.

¿Porqué un grupo armado de ballestas temería a los vampiros? ¡Porque nunca se habían visto tantos vampiros juntos!

Era macabro, insano. ¿Cómo podían conseguir suficiente alimento, saliendo en tal cantidad?

El grupo de comercio Altos Guardianes había fenecido en una ciudad desierta, cuarenta y tres falans atrás. Los Altos Guardianes se habían encontrado con unos quince vampiros esa noche, matando a no más de la mitad de ellos. Ahora todos los Guardianes estaban muertos, y sólo una casualidad había salvado a Valavirgillin de tener el mismo destino.

Recordó el canto, trepando por el aire desde la calle. Recordó a los vampiros, pálidos, desnudos, bellos. El terror. Los Guardianes se habían refugiado en un edificio en torre, disparando desde las ventanas del piso décimo. Colocaron centinelas a lo largo de las escaleras. Uno a uno los centinelas fueron desapareciendo, y luego…

—El viento sopla desde la derecha —dijo Kay.

—¡Cañón! —ladró Barok.

Ella entrecerró nuevamente los ojos para evitar el deslumbramiento. El cañón bramó, y luego se escuchó otro disparo, más alejado.

—Podrían rodearnos… —la voz de Barok se oía débilmente.

—No son inteligentes —recalcó Kay.

A la izquierda, un cañón bramó. Otro, lejos a la derecha.

Los vampiros no usan herramientas, ni visten ropas. Si uno se acerca al cadáver de un vampiro, verá mucho cabello en la hermosa cabeza, pero escaso cráneo. No construyen ciudades, no forman ejércitos. No inventan movimientos envolventes.

Pero los guerreros a lo largo de la pared cuchicheaban entre ellos, mientras apuntaban y disparaban sus dardos en la oscuridad, hacia giro, estribor y antigiro.

—¡Kay! ¡Ellos tienen olfato!

Barok miró hacia abajo.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Kay.

—No tienen un plan de batalla —dijo Valavirgillin—. Simplemente evitan el tufo de cientos de gigantes, y de sus primitivos sistemas de cloaca. ¡Es el mismo olor que los atrajo hasta aquí! Buscarán ponerse a favor del viento, simplemente para evitar olerlo. Y entonces, ¡nosotros estaremos recibiendo el aroma de ellos!

—Le diré a Whandernothtee que mueva su crucero hacia allí —dijo Barok, y salió disparado. Vala le gritó:

—¡Lleva trapos y alcohol!

Él volvió sobre sus pasos.

—¿Para qué?

—Moja con el combustible un trapo, sólo un poco, y póntelo sobre la nariz, atándolo a tu nuca. Eso evita que te domine la esencia. Explícale a Whand.

Kay protestó desde arriba:

—Todavía tenemos enemigos aquí, Jefa, y no están al alcance de tus granadas. Ve tú y dile a Anth que se mueva. Háblale de los paños mojados en alcohol. Los Gigantes también deberían enterarse, imagino. ¿Recuerdas que queríamos mostrarles otros usos para el combustible?

Maldito idiota.

Enjuagó un paño para sí y se llevó otros dos con ella. Así podría volver a toda prisa.

En la oscuridad, cayó en la cuenta que a ambos lados de la negrura había una caída de cuatro metros, al menos. Debía vigilar dónde pisaba, de modo que frenó su carrera. La canción de los vampiros flotaba en el viento. Respiró las fumarolas de alcohol que brotaban del paño alrededor de su cara. Eso la mareó.

Escuchó a la distancia: «Cañón», y entrecerró los ojos, aguardando el rugido y marchando luego a toda prisa hacia la sombra cuadrada que se insinuó entonces. Llamó a toda voz:

—¡Anthrantillin!

—¡Está ocupado, Vala! —era la voz de Taratarafasht.

—¡Pronto estará más que ocupado! Los vampiros están rodeando hacia este lado. Buscad unos trapos, mojadlos con alcohol y atáoslos como barbijos. Luego moved el crucero unos sesenta grados más hacia la derecha.

—Valavirgillin, yo recibo mis órdenes de Anthrantillin.

Qué mujer más imbécil, pensó Vala.

—Ubica el carro donde te he dicho, ¡o irás a charlar con los Chacales, maldita sea! Alcánzale un trapo mojado a Anth, rápido. Pero primero dame un bidón lleno de alcohol, para llevar a los gigantes.

Pausa.

—Claro, Valavirgillin. ¿Tienes suficientes trapos?

El recipiente era pesado, y Valavirgillin estaba terriblemente consciente de que había dejado sus armas sobre la pared. Cuando al fin descubrió la gran forma de uno de los centinelas, se sintió vergonzosamente aliviada.

El Gigante no se volvió al decir:

—¿Cómo va la defensa, Valavirgillin?

—Nos están rodeando a favor del viento —dijo ella—. Los olerás en minutos. Ata esta tela…

—¡Puaj! ¿Qué infecto olor es ése?

—Es alcohol. Es lo que hace mover a nuestros carros, pero ahora nos salvará. Ata esto alrededor de tu cara.

El gigante no se movió, ni la miró. No era correcto insultar a un invitado. Por eso dijo:

—Valavirgillin no ha hablado.

No había tiempo para juegos.

—Indícame dónde está el Thurl.

—Dame el paño.

Ella se lo arrojó. El gigante resopló de disgusto, pero lo ató a su cuello. Señaló entonces, pero Vala ya había paseado la vista y había descubierto el brillo de la armadura del Toro.

El Thurl miró la toalla en sus manos, alejándola a medida que sentía el olor del alcohol.

—Pero… ¿para qué?

—¿No has oído nada acerca de los vampiros?

—Nos han llegado comentarios. Son fáciles de matar, y no piensan… Pero por lo demás… ¿Tengo que cubrirme las orejas con esto?

—¿Cómo? ¿Porqué lo dices?

—Para que sus cantos no nos traigan la muerte, claro.

—¡No son sus cantos! Es su aroma.

—¿Aroma?

Los gigantes no eran idiotas, pero no habían tenido la suerte de ella. Para descubrir el truco de los vampiros, primero algún adulto debía sobrevivir a uno de sus ataques. Si el que sobrevivía era un niño, jamás podría contar por qué los adultos se perdían. Alguien debía develar el misterio, más allá de la urgencia que ahora tenían.

—Los vampiros lanzan un perfume sexual, Thurl. Tu lujuria crece, tu mente se apaga y te vas con ellos.

—¿Y el tufo del combustible resuelve el problema? Pero, ¿no agrega otro problema eso? Hemos escuchado acerca de vosotros, los de la Máquina, y de vuestro Imperio del combustible. Vosotros convencéis a otras especies para que hagan ese líquido para vuestros carros. Entonces ellos aprenden a beberlo. Pierden interés en el trabajo, en el juego y en la vida, y sólo les interesa el combustible. Mueren jóvenes.

Vala rio.

—El perfume de los vampiros te hace lo mismo, pero te condena a muerte con la primera respiración.

Sin embargo, el Thurl había dado en el clavo: ¿se pondrían beodos los ballesteros mientras los vampiros los rodeaban?

—¿No hay otra cosa? Hierbas olorosas, por ejemplo.

—Pero, ¿cuándo vas a buscar esas hierbas? El combustible lo tienes ahora mismo.

El Toro se dio la vuelta y empezó a ladrar órdenes. La mayoría de los machos estaba ahora sobre las paredes, pero las hembras rompieron a correr. Fardos de ropas aparecieron; las mujeres treparon por las paredes y fueron por la cima hacia los cruceros. Vala aguardó, con toda la paciencia que pudo reunir. Luego el Toro se volvió hacia ella:

—Ven —bramó.

Lo siguió a un segundo edificio de tierra, algo más pequeño. Estaba techado con telas, que iban de las sucias paredes a una columna central. Había altas pilas de pastos secos, pero también otros vegetales, que exhalaban mil aromas. El Toro aplastó unas hojas contra la nariz de ella; el olor la hizo huir. Otras hojas, que olió ahora con más cuidado. Otras.

—Bien, pruébalas todas, pero no desprecies el alcohol. Encontraremos lo que mejor funcione. ¿Para qué guardan estas hierbas?

Ahora el Thurl se rio.

—Éstas como aderezo: pimentena y minch. Ésta otra la comen las mujeres, mejora su leche. ¿Crees que sólo comemos pasturas? Las gramíneas amargas o algo marchitas requieren algo que les dé sabor.

El Toro reunió un fardo de plantas con diferentes olores y salió dando grandes zancadas y llamando a gritos. Se podría oír su llamado desde Ciudad Central, supuso Vala. Su voz y la de las mujeres, e incluso el arrastrarse de los enormes pies mientras trepaban.

Recuperó su bidón con alcohol y lo siguió.

Desde la cima, miró las grandes sombras: los guerreros quietos, y las hembras moviéndose, distribuyéndoles trapos impregnados. Interceptó a una mujer enorme y madura.

—¿Moonwa? —preguntó.

—Valavirgillin, ¿ellos matan con el olor?

—Así es. No sabemos cuál aroma protege mejor. Algunos hombres ya tienen paños mojados en alcohol; probad las plantas en los otros. Veremos qué sucede.

—Veremos quién muere antes, ¿eso quieres decir?

Vala se puso en marcha. Los vapores del alcohol la habían mareado. Podía manejarlo, pero descubrió que su toalla estaba casi seca.

Esa misma mañana había estado pensando que Forn pronto estaría madura ya para practicar rishathra, e incluso para pensar en emparejarse. Pero la chica había dado por tierra con su suposición. Ella no podía conocer el aroma de los vampiros, ¡pero reconocía el de un amante!

Y de repente, aquel viejo aroma de lujuria y muerte estaba de nuevo en sus narices, y se abría paso hacia su cerebro.

Los guerreros eran todavía sombras quietas entre las móviles de las hembras. Pero… eran menos ahora.

Las hembras también se dieron cuenta: brotaron alaridos de furia y pavor. Varias de ellas corrieron hacia el fondo del terraplén, llamando a gritos al Thrurl. Otras equivocaron el camino, y gimiendo fueron a dar al campo de rastrojos.

Vala se movió hacia los que quedaban, remojando trapos en alcohol. Machos, hembras, lo que encontrara. En la oscuridad, la prisa podía matar. El combustible protegería. ¿Las hierbas? Bien, el olor de las hierbas quizá durara más.

Podía ver homínidos pálidos en cualquier dirección que mirara, aunque con muy poco detalle. Había que imaginar cómo se verían; pero con la esencia cosquilleando el cerebro, hubiera visto gloriosas fantasías.

Se acercaban. ¿Porqué no escuchaba los disparos? Llegó hasta el crucero de Anthrantillin y trepó a la plataforma, gritando:

—¡Hola! ¿Anth?

La cabina parecía vacía en su negrura.

Abrió la poterna y entró al carro. Se habían ido. No había daños, ni rastros de lucha.

Remojó la toalla; luego trepó hacia el cañón.

Los vampiros se agrupaban a giro. ¿Alrededor de quiénes? ¿Anth, Forn, Himp? No importaba ya. Disparó el cañón, y vio caer a la mitad de ellos.

Varias veces, durante esa noche, pudo escuchar un llamado, como en susurros:

—¿Anthrantillin?

—Se ha ido —contestó, pero no pudo oír su propia voz—. ¡Se ha ido! —aulló—. ¡Soy Valavirgillin! —pero igual apenas pudo oírse, su alarido convertido en susurros por el estruendo del cañón al disparar.

Era tiempo de mover el carromato. Los vampiros se habían retirado de esta zona, e incluso habían aprendido a no agruparse, pero encontraría presas donde fuera. El cañón no sería necesario a estribor, ni a giro. A favor del viento respecto de ellos, las ballestas serían suficiente.

—Aquí Kay. ¿Todos se han ido?

—Sí.

—Estamos bajos de municiones. ¿Y tú?

—Bastante bien.

—No tendremos combustible en la mañana.

—No, es cierto. Yo entregué el que tenía aquí; les dije a las mujeres cómo sacarlo. Creo que… Moonwa, la hembra que ponía trapos en la cara de los guerreros… ¿Le enseñaremos a usar el cañón? ¿Necesitamos…?

—No, Jefa, no. Esos son secretos.

—Tomaría mucho enseñarle, de todas maneras…

El rostro de Kay se asomó por el acceso de la cámara del cañón. Alcanzó un bote de pólvora y lo alzó en vilo con un gruñido.

—Bien, de vuelta al trabajo…

—¿Necesitas perdigones?

—Tengo bastante quincalla… —él la miró y se pasmó. Dejó caer el bote, que impactó sobre el piso del carromato con un ruido sordo.

Ella se deslizó hacia la cabina inferior. Se movieron al unísono.

—Tenemos que remojar las toallas… —dijo ella, en forma insegura.

Fue su último pensamiento coherente por algún tiempo.

Kay se deslizó por la poterna hacia afuera, aterrizando sobre el barro, en medio de la lluvia. Vala lo siguió, y lo sujetó fuertemente por las espaldas.

Él se desgarró la camisa. Vala se apretó contra él, pero Kay la apartó aullando y terminó de romper la tela. Se fue hacia un lado, y regresó con dos medias camisas empapadas. Le plantó una en la cara, y se puso la otra.

Vala aspiró profundamente los vahos del alcohol, ahogándose.

—Ah… Ya estoy bien…

Kay le ató la tela alrededor de su cuello; luego hizo lo propio.

—Tengo que volver allá —dijo—. Habrás de manejarte sola, dadas las… circunstancias —ambos rieron nerviosos, a las sacudidas—. ¿Estarás bien… sola?

—Tendré que hacerlo.

Lo vio irse.

Ella jamás lo hubiera hecho. Nunca. Nunca había estado con otro hombre. Su mente y su personalidad habían sido lavadas en una marea de lujuria. ¿Qué hubiera pensado Tarb de ella?

Juntarse con Tarablilliast nunca había sido tan intenso.

Pero ahora su cabeza se le iba. Estaba excitada.

Se cubrió la cara con la tela. El alcohol se introdujo en su mente y la aclaró, a menos que fuera sólo una ilusión. Miró a lo largo del muro y aún vio sombras grandes, aunque pocas. Los cuerpos pálidos en los campos también habían decrecido en número, pero se los veía más cerca ahora. Eran más altos y esbeltos que la Gente de la Máquina. Cantando y rogando, empezaban a acumularse en las cercanías del carromato.

Trepó a la torreta y cargó el cañón.