LXXVII

París

Domingo 30 de diciembre

14.40 h

Malone entró en la basílica de Saint-Denis. La iglesia permanecía cerrada al público y a las cuadrillas de trabajo desde el día de Navidad, pues se había convertido en la escena de un crimen. Tres hombres habían muerto allí. Dos de ellos no le importaban lo más mínimo. La tercera muerte había sido más dolorosa de lo que nunca hubiera imaginado.

Su padre había fallecido hacía treinta y ocho años. Cuando sucedió él tenía diez años y la pérdida le supuso más soledad que dolor. La muerte de Thorvaldsen era distinta. El dolor anegaba su corazón con un implacable y profundo sentimiento de culpa.

Habían enterrado a Henrik junto a su esposa y su hijo en un oficio privado celebrado en Christiangade. Una nota manuscrita adjunta a sus últimas voluntades expresaba su deseo de que no hubiese un funeral público. Su muerte, no obstante, apareció en los noticieros de todo el mundo y llegaron numerosas muestras de condolencia. Se recibieron miles de tarjetas y cartas de empleados de sus varias empresas, un claro testimonio de lo que sentían por su jefe. Cassiopeia Vitt había asistido al oficio. Meagan Morrison también. Todavía tenía un moretón en el rostro, y mientras ella, Malone, Cassiopeia, Stephanie, Sam y Jesper echaban tierra sobre la sencilla caja de pino nadie pronunció ni una sola palabra.

Durante los últimos días Malone había ocultado su soledad, recordando los dos últimos años. Los sentimientos se arremolinaban en su fuero interno, alternando entre sueño y realidad. El rostro de Thorvaldsen estaba grabado indeleblemente en su cerebro y recordaría para siempre cada rasgo: los ojos oscuros y las pestañas pobladas, la nariz recta y ancha, la mandíbula robusta y la barbilla firme. La espalda encorvada no significaba nada. Aquel hombre siempre había caminado erguido.

Malone miró alrededor de la nave. Formas, figuras y diseños proyectaban un efecto abrumador de serenidad. La iglesia estaba bañada en la radiante luz que entraba por las vidrieras. Admiró varias figuras de santos, vestidas de zafiro oscuro, iluminadas con tonos turquesa; manos y cabezas hábilmente talladas emergían de las sombras con colores sepia, verde oliva, rosa y blanco. Era difícil no pensar en Dios, en la belleza de la naturaleza, en las vidas perdidas, terminadas prematuramente, como la de Henrik. Pero se obligó a no pensar en ello.

Encontró el papel en el bolsillo y lo desplegó.

CXXXV II CXLII LII LXIII XVII
II VIII IV VIII IX II

El profesor Murad le había indicado exactamente qué buscar; las pistas que urdió Napoleón y que luego dejó a su hijo. Empezó con el salmo 135, verso 2: «Tú, que estás en la casa del Señor, en la sala de la casa de nuestro Dios». Luego el salmo 2, verso 8: «Yo haré de las naciones tu legado». Típica grandilocuencia napoleónica. A continuación venía el salmo 142, verso 4: «Mira a mi derecha y verás». El punto de partida era difícil de determinar. Saint-Denis era enorme; tenía la extensión de un campo de fútbol y casi la mitad de anchura. Pero el siguiente verso resolvía ese dilema. Salmo 52, verso 8: «Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios».

La rápida lección de salmos que le había ofrecido Murad hizo pensar a Malone en uno que describía perfectamente lo que había ocurrido aquella última semana. Salmo 144, verso 4: «El hombre es como un suspiro, como una sombra efímera». Esperaba que Henrik hubiese encontrado la paz.

«Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios».

Malone miró a la derecha y vio un monumento. Diseñado en la tradición gótica, en su escultura destacaban elementos de un templo de estilo antiguo, y la plataforma superior estaba decorada con figuras en posición de rezo. Dos efigies de piedra, retratadas en los últimos momentos de su vida, yacían en lo alto. La base estaba ornamentada con relieves de inspiración italiana.

Malone se acercó con paso firme y sin hacer ruido. Justo a la derecha del monumento, en el suelo, vio una losa de mármol con un solitario olivo tallado. Una anotación explicaba que la tumba databa del siglo XI. Murad le había dicho que su ocupante era supuestamente Guillaume du Chastel. Carlos VII quería tanto a su sirviente que le concedió el honor de ser enterrado en Saint-Denis.

El salmo 63, verso 9, era el siguiente: «Quienes intenten destruir mi vida descenderán a las profundidades de la tierra. Serán entregados a la espada y serán comida para los chacales».

Ya había obtenido permiso del gobierno francés para hacer cuanto fuese necesario para resolver el acertijo. Si eso significaba destruir algo dentro de la iglesia, que así fuera. Al fin y al cabo, la mayoría eran restauraciones y reproducciones de los siglos XIX y XX. Había pedido que le dejaran herramientas y utensilios dentro, previendo lo que podía necesitar, y los vio cerca del muro oeste. Malone cruzó la nave y cogió una almádena.

Cuando el profesor Murad le facilitó las pistas, la posibilidad de que lo que buscaban estuviera debajo de la iglesia se convirtió en algo factible. Entonces, cuando leyó los versos, se convenció. Malone volvió al olivo tallado en el suelo.

La pista final, el último mensaje de Napoleón a su hijo. Salmo 17, verso 2: «Que mi justificación venga de ti; que tus ojos vean lo que está bien».

Malone balanceó el martillo. El mármol no se rompió, pero sus sospechas se confirmaron. El sonido hueco le indicaba que debajo no había piedra sólida. Tres golpes más y la roca se resquebrajó. Otros dos y el mármol se rompió para revelar un rectángulo negro que se abría bajo la iglesia. De él brotaba una fría corriente de aire.

Murad le había contado que, en 1806, Napoleón puso freno a la profanación de Saint-Denis y la proclamó, una vez más, camposanto imperial. También restauró la abadía contigua, fundó una orden religiosa que supervisaría las reformas de la basílica y encargó a los arquitectos que repararan los daños. Para él habría sido fácil adaptar el lugar a sus directrices personales. Era fascinante que aquel hueco en el suelo hubiera permanecido en secreto, pero tal vez el caos de la Francia posnapoleónica era la mejor explicación, ya que nada ni nadie gozó de estabilidad una vez que el emperador fue desterrado a Santa Elena.

Malone dejó la almádena y cogió un rollo de cuerda y una linterna. Enfocó el interior con ella y vio que se trataba más bien de un conducto de un metro por un metro y medio aproximadamente, con una pendiente de unos seis metros de largo. En el suelo de roca estaban esparcidos los restos de una escalera de madera. Había estudiado la planta de la basílica y sabía que antaño existía una cripta bajo la iglesia, partes de la cual seguían allí, abiertas al público, pero nada llegaba hasta aquel lugar tan cercano a la fachada oeste. Quizá fuera así hacía mucho tiempo y Napoleón hubiese descubierto esa rareza. Al menos eso es lo que creía Murad.

Enroscó la cuerda en torno a la base de una de las columnas, situada a unos pocos metros de distancia, y comprobó su resistencia. Arrojó el resto de cuerda en el conducto, seguida de la almádena, que podía ser necesaria. Se amarró la linterna al cinturón. Utilizando sus suelas de goma y la cuerda, descendió por el conducto hacia la oscura tierra.

Cuando llegó abajo, enfocó la roca, de color marrón añejo. El gélido y polvoriento lugar se extendía hasta donde llegaba el haz de luz. Sabía que París estaba plagada de túneles, kilómetros y kilómetros de pasajes subterráneos tallados en la piedra caliza, bloque a bloque, hasta la superficie. La ciudad había sido construida literalmente desde el suelo.

Malone palpó los contornos, las grietas, las esquirlas que sobresalían, y siguió el retorcido pasadizo a lo largo de unos sesenta metros. Un olor como a melocotones calientes, que le recordaba a su infancia en Georgia, le provocó náuseas. La arenisca crujía bajo sus pies. Solo el frío parecía colmar aquel vacío; era fácil perderse en el silencio.

Supuso que había salido de la basílica y que se encontraba al este del edificio, quizá bajo la explanada de árboles y hierba de la parte posterior de la abadía, en dirección al Sena.

Malone vio un oscuro hueco a su derecha. Los escombros llenaban el pasadizo, en el que alguien se había abierto paso a través de la piedra caliza. Se detuvo y escudriñó el lugar con su linterna. En la tosca superficie de un tramo rocoso había un símbolo grabado, que reconoció por el escrito que Napoleón había dejado en el libro merovingio. Era parte de las catorce líneas garabateadas.

Alguien había colocado la piedra sobre el montículo a modo de indicador, una señal que había aguardado pacientemente bajo tierra durante más de dos siglos. En el hueco vio una puerta metálica entreabierta. Un cable eléctrico serpenteaba en el umbral, describía un giro de noventa grados y desaparecía en el túnel. Se alegró al comprobar que tenía razón. Las pistas de Napoleón lo guiaron hasta abajo. Una vez allí, el símbolo grabado mostraba exactamente el lugar en el que lo esperaba el tesoro.

Enfocó el interior con la linterna, encontró un cuadro eléctrico y accionó el interruptor. Unos dispositivos incandescentes de color amarillo repartidos por el suelo revelaron una cámara de unos quince metros por doce con un techo de tres metros de alto. Contó al menos tres docenas de cofres de madera y vio que algunos estaban abiertos.

En su interior descubrió una variedad de lingotes de oro y plata. Todos ellos llevaban impresa una ene culminada con una corona imperial, el símbolo oficial del emperador Napoleón. En otro había monedas de oro. Otros dos contenían vajillas de plata. En tres de ellos rebosaban lo que parecían ser piedras preciosas. A todas luces, el emperador había elegido su tesoro con sumo cuidado y había optado por los metales nobles y las joyas.

Malone contempló la habitación y examinó las antiguas y abandonadas posesiones de un imperio derrocado. Era el tesoro de Napoleón.

—Usted debe de ser Cotton Malone —dijo una voz femenina.

Él se dio la vuelta.

—Y usted debe de ser Eliza Larocque.

La mujer, apoyada en el quicio de la puerta, era alta y majestuosa, y tenía un aire leonino que apenas intentaba ocultar. Llevaba un abrigo de lana que le llegaba a la altura de las rodillas, una prenda elegante. Junto a ella estaba un hombre delgado y nervudo con un vigor espartano. Ambos rostros eran inexpresivos.

—Y su amigo es Paolo Ambrosi —dijo Malone—. Un personaje interesante. Un sacerdote que durante un corto espacio de tiempo fue secretario de Pedro II, pero que desapareció cuando ese papado terminó de forma abrupta. Circularon muchos rumores al respecto de su moralidad —Malone hizo una pausa—. Ahora lo tenemos aquí.

Larocque se mostró impresionada.

—No parece sorprenderle nuestra presencia.

—Los estaba esperando.

—¿Ah, sí? Me han dicho que es un magnífico agente.

—He tenido mis momentos.

—Y sí, Paolo realiza ciertas tareas que le encargo de vez en cuando —dijo Larocque—. Me pareció que lo más oportuno sería que estuviese conmigo después de todo lo ocurrido la semana pasada.

—Henrik Thorvaldsen ha muerto por su culpa —afirmó Malone.

—¿De qué me está hablando? No conocía a ese hombre hasta que se interpuso en mis negocios. Me dejó en la Torre Eiffel y no volví a verlo nunca más —Larocque hizo una pausa—. No me ha dicho cómo ha averiguado que hoy estaría aquí.

—Hay gente más inteligente que usted en este mundo.

Malone vio que no le había gustado el insulto.

—He estado atento —añadió—. Encontró a Caroline Dodd más rápido de lo que imaginaba. ¿Cuánto tardó en descubrir este lugar?

—La señora Dodd fue bastante amable. Nos facilitó las pistas, pero decidí encontrar otro camino debajo de la basílica. Imaginé que habría otros accesos y salidas y estaba en lo cierto. Dimos con el túnel correcto hace unos días, abrimos la cámara y aprovechamos una línea eléctrica situada cerca de aquí.

—¿Y Dodd?

Larocque negó con la cabeza.

—Me recordaba demasiado a la traición de lord Ashby, así que Paolo se ocupó de ella.

Ambrosi empuñaba un arma en la mano derecha.

—Aún no ha respondido a mi pregunta —dijo Larocque.

—Cuando abandonó su residencia hace un rato —respondió Malone— supuse que venía hacia aquí. Había llegado el momento de reclamar su premio, ¿no es así? Ha contratado ayuda para sacar esta fortuna de aquí.

—Lo cual no ha resultado fácil —dijo ella—. Por suerte, hay gente en este mundo dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. Tendremos que repartir esto en cofres más pequeños y cerrados y luego sacarlos a mano.

—¿No le preocupa que puedan hablar?

—Los cofres estarán cerrados antes de que lleguen.

Asintiendo levemente, Malone reconoció la inteligencia de su previsión.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Larocque.

Malone señaló hacia arriba.

—Por la puerta principal.

—¿Todavía trabaja para los estadounidenses? —preguntó—. Thorvaldsen me habló de usted.

—Trabajo para mí —Malone señaló a su alrededor—. He venido por esto.

—No parece usted un cazatesoros.

Malone se sentó encima de un cofre y relajó unos nervios entumecidos por el insomnio y por su inseparable compañero, el desaliento.

—En eso se equivoca. Me encantan los tesoros. ¿Y a quién no? Disfruto sobre todo negándoselos a personas tan despreciables como usted.

Larocque se rió de aquel toque dramático.

—Diría que es usted el que se va a quedar sin él.

—Su juego ha terminado. Se acabó el Club de París. Se acabó la manipulación económica. Se acabó el tesoro.

—Lo dudo mucho.

Malone la ignoró.

—Por desgracia, no quedan testigos con vida y hay muy pocas pruebas para juzgarla por algún delito. Así que tómese esta conversación como su única manera de eludir la cárcel.

Larocque se rió de aquella ridiculez.

—¿Es siempre tan sociable cuando lo acecha la muerte?

Malone se encogió de hombros.

—Soy una persona despreocupada.

—¿Cree en el destino, señor Malone? —preguntó ella.

—La verdad es que no.

—Yo sí. De hecho, mi vida se rige por el destino. Mi familia ha hecho lo mismo durante siglos. Cuando supe que Ashby había muerto, consulté un oráculo que poseo y formulé una sencilla pregunta: «¿Se verá inmortalizado mi nombre y lo aplaudirá la posteridad?». ¿Le gustaría saber la respuesta?

—Claro —respondió Malone siguiéndole el juego.

—«Tu alegre compañero será un tesoro, que tus ojos se deleitarán en contemplar» —hizo una pausa—. Al día siguiente encontré esto.

Larocque señaló la caverna iluminada. Malone ya había escuchado suficiente. Levantó el brazo derecho, señaló con el índice hacia abajo e indicó a Larocque que se diera la vuelta. Ella captó el mensaje y miró por encima de su hombro derecho. Tras ella se encontraban Stephanie Nelle y Sam Collins, ambos empuñando una pistola.

—¿Olvidé mencionar que no había venido solo? —dijo Malone—. Esperaron a que usted llegara para bajar.

Larocque lo miró. La ira que irradiaban sus ojos constataba lo que él ya sabía, así que dijo lo que probablemente estaba pensando:

—Deléitese contemplándolo, madame, porque es lo único que podrá hacer.

Sam le arrebató la pistola a Ambrosi, que no opuso resistencia.

—Mejor así —le dijo Malone a Ambrosi—. Sam resultó herido de bala. Le dolió mucho, pero está bien. Fue él quien disparó a Peter Lyon. Fue su primer asesinato. Le dije que el segundo sería mucho más fácil.

Ambrosi no dijo nada.

—También vio morir a Henrik Thorvaldsen. Todavía está deshecho. Stephanie y yo también. Los tres podríamos matarlos en cualquier momento. Por suerte para ustedes, no somos asesinos. Es una lástima que ustedes no puedan decir lo mismo.

—Yo no he matado a nadie —dijo Larocque.

—No, usted sólo anima a otros a hacerlo y se aprovecha de sus actos —Malone se levantó—. Ahora lárguense de aquí.

Larocque no se movió.

—¿Qué pasará con esto?

Malone suprimió cualquier rastro de emoción en su voz.

—Eso no lo decidiremos ni usted ni yo.

—¿Se da cuenta de que esto es un derecho legítimo de mi familia? El papel de mi antepasado fue esencial para destruir a Napoleón. Buscó este tesoro hasta el día de su muerte.

—Le he dicho que se largue.

Malone quería pensar que así es cómo Thorvaldsen habría afrontado la situación, y ese pensamiento le proporcionó cierto consuelo. Larocque pareció aceptar sus órdenes, sabedora de que poseía escaso poder de negociación, de modo que, con un gesto, indicó a Ambrosi que saliera de allí. Stephanie y Sam se hicieron a un lado y los dejaron marcharse.

En el umbral, Larocque titubeó y se dio la vuelta.

—Puede que nuestros caminos se crucen de nuevo.

—Sería divertido.

—Sepa que ese encuentro será bastante distinto al de hoy —afirmó antes de irse.

—Esa mujer no se rinde nunca —dijo Stephanie.

—Imagino que tienes gente ahí fuera.

Stephanie asintió.

—La policía francesa los acompañará fuera del túnel y lo cerrará.

Malone se dio cuenta de que por fin todo había terminado. Las últimas tres semanas habían sido unas de las más terribles de su vida. Necesitaba un descanso.

—Supongo que tienes una nueva carrera —dijo a Sam.

El joven asintió.

—Ahora trabajo oficialmente para el Magellan Billet como agente. Según tengo entendido, debo agradecérselo a usted.

—Tienes que agradecértelo a ti mismo. Henrik estaría orgulloso de ti.

—Eso espero —Sam señaló los cofres—. ¿Qué pasará con este tesoro?

—Los franceses se lo quedarán —respondió Stephanie—. No hay manera de conocer su procedencia. Está en su terreno, así que es suyo. Además, dicen que es una compensación por todos los daños que Cotton ha causado a sus propiedades.

Malone no estaba escuchando. Tenía la mirada clavada en la puerta. Eliza Larocque había pronunciado su última amenaza en un tono muy educado, una pausada declaración según la cual, si sus caminos volvían a cruzarse algún día, las cosas serían distintas. Pero no era la primera vez que recibía amenazas. Larocque era en parte responsable de la muerte de Henrik y del sentimiento de culpa que temía que se alojara para siempre en su interior. Tenía una deuda con ella y él siempre saldaba sus deudas.

—¿Estás bien por lo de Lyon? —le preguntó a Sam.

El joven asintió.

—Todavía veo su cabeza estallando, pero podré vivir con ello.

—Nunca dejes que te resulte fácil. Matar es algo serio, aunque se lo merezcan.

—Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión.

—¿Él también era un tipo inteligente?

—Más de lo que imaginaba hasta hace poco.

—Tenías razón, Sam —dijo Malone—. El Club de París, todas esas conspiraciones. Al menos algunas cosas eran ciertas.

—Por lo que recuerdo, me tenía usted por un loco.

Malone soltó una carcajada.

—La mitad de la gente a la que conozco también me considera un chiflado.

—Meagan Morrison no dudó en hacerme saber que ella tenía razón —dijo Stephanie—. Es un verdadero problema.

—¿La volverás a ver? —le preguntó Malone a Sam.

—¿Quién ha dicho que me interesa?

—Lo noté en su voz cuando me dejó el mensaje en el contestador. Volvió allí por ti. Vi cómo la mirabas después del funeral de Henrik. Te interesa.

—No lo sé, tal vez sí. ¿Tiene algún consejo que darme al respecto?

Malone levantó las manos en un gesto de rendición.

—Las mujeres no son mi fuerte.

—Y que lo digas —apostilló Stephanie—. Arrojas a tus exmujeres de los aviones.

Malone sonrió.

—Debemos irnos —dijo Stephanie—. Los franceses quieren tener esto controlado.

Los tres se dirigieron hacia la salida.

—Tengo una curiosidad —le dijo Malone a Sam—. Stephanie me dijo que te criaste en Nueva Zelanda, pero no hablas como ellos. ¿Por qué?

Sam sonrió.

—Es una larga historia.

Eso fue exactamente lo que él contestó el día anterior cuando Sam le preguntó por qué se llamaba Cotton. Era la misma respuesta que le había dado a Henrik varias veces, prometiéndole siempre que se lo explicaría más tarde. Pero, por desgracia, ya no podría hacerlo.

Le caía bien Sam Collins. Le recordaba mucho a él hacía quince años, cuando empezaba en el Magellan Billet. Ahora Sam era un agente hecho y derecho a punto de afrontar los incalculables riesgos asociados a ese peligroso trabajo. Cualquier día podía ser el último.

—Le propongo un trato —dijo Sam—. Yo se lo cuento si usted me lo cuenta.

—Trato hecho.