Thorvaldsen esperó a que Caroline Dodd se acercara más. Estaba aprovechando con destreza los recovecos de la pared, protegiendo su avance hacia el portal sur de la basílica. El danés se agachó y se colocó en posición esperando a que pasara. Con una mano sostenía la pistola; la otra estaba lista para agarrar a su presa. No podía permitir que se fuera. Durante el año anterior había escuchado montones de cintas en las que ella y Ashby conspiraban. Aunque posiblemente no conociera todos los ardides de Ashby, Caroline no era inocente.
Thorvaldsen se aferró al flanco corto de un sarcófago de mármol coronado por una elaborada escultura renacentista. Dodd bordeó la cara más larga de la tumba, el monumento y una de las enormes columnas que les impedían verse. El danés aguardó hasta que Caroline trató de dirigirse hacia el siguiente monumento y entonces le rodeó el cuello con un brazo y le tapó la boca con la mano.
Derribándola, le puso la pistola en el cuello y susurró:
—Silencio, o dejaré que ese hombre sepa dónde estás. Haz un gesto si me has entendido.
Caroline asintió y Thorvaldsen la soltó. Ella retrocedió.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó en voz baja.
Thorvaldsen notó que tenía la esperanza de que fuese un amigo. Decidió aprovecharlo.
—La persona que puede salvarle la vida.
Ashby se mantuvo firme y miró la pistola, preguntándose si sus días acabarían allí mismo. Lyon no tenía ningún motivo para mantenerlo con vida.
—¡Caroline! —gritó Ashby—. ¡Tienes que volver, te lo ruego! ¡Este hombre me matará si no lo haces!
Thorvaldsen no podía permitir que Peter Lyon hiciera lo que él había venido a hacer.
—Dígale a Lyon que venga por usted —susurró.
Caroline Dodd negó con la cabeza.
Necesitaba un argumento tranquilizador.
—No vendrá, pero Ashby ganará tiempo.
—¿Cómo sabe usted quiénes somos?
Thorvaldsen no tenía tiempo para explicaciones, así que le apuntó con la pistola.
—Hágalo o disparo.
Sam decidió moverse. Debía comprobar si Meagan se encontraba bien. No veía actividad en lo alto de las escaleras, por detrás del altar. Lyon parecía más preocupado por Caroline Dodd y obligó a Ashby a hacerla regresar al extremo oeste de la nave. Mientras Lyon estuviese distraído podía ser el momento de actuar.
—¡Eh, hijo de puta! —gritó Meagan en medio de la oscuridad—. ¡Estás acabado!
¿Qué demonios era aquello?
—¿Y tú quién eres? —preguntó Lyon.
Ashby también quería conocer la respuesta a esa pregunta.
—No le gustará saberlo.
El eco que rebotaba en las paredes de piedra hacía imposible ubicar a la mujer, pero Ashby dio por sentado que era la misma figura que habían visto subir las escaleras hacia el deambulatorio.
—Voy a matarte —dijo Lyon.
—Primero tendrás que encontrarme. Y eso significa que tendrás que matar a lord Ashby.
Sabía su nombre. ¿Quién era?
—¿También sabes quién soy yo?
—Peter Lyon. Terrorista extraordinario.
—¿Estás con los estadounidenses? —preguntó Lyon.
—Estoy conmigo.
Ashby miró a Lyon. Estaba claramente desconcertado. Seguía apuntándole con la pistola, pero su atención se centraba en la voz.
—¿Qué quieres? —preguntó Lyon.
—Tu pellejo.
Lyon se echó a reír.
—Muchos codician ese trofeo.
—Eso me han dicho. Pero yo soy la única que va a conseguirlo.
Thorvaldsen escuchó la conversación entre Meagan y Lyon y se dio cuenta de que la joven estaba creando confusión, obligando a Lyon a cometer un error. Era una imprudencia por su parte, pero tal vez hubiese hecho lo correcto. Ahora, la atención de Lyon se debatía entre tres posibles amenazas: Ashby, Caroline y la voz desconocida. Tendría que elegir.
Thorvaldsen continuaba apuntando a Caroline Dodd. No podía permitir que Meagan corriera el riesgo que sin duda había asumido. Señaló con la pistola hacia adelante y susurró.
—Dígale que va a entregarse.
Caroline negó con la cabeza.
—No va a hacerlo de verdad. Sólo necesito que venga hacia aquí para dispararle.
Caroline pareció considerar la propuesta. Después de todo, él tenía una pistola.
—¡De acuerdo, Lyon! —gritó finalmente Dodd—. ¡Voy hacia allí!
Malone se abrió paso en el banco más próximo, ocupado por varios fieles. Conjeturó que dispondría de al menos un minuto o dos. Por lo visto, el narigudo planeaba sobrevivir al ataque, lo cual significaba que se había dado tiempo suficiente para abandonar la iglesia. Pero la buena samaritana que intentó devolverle la mochila había consumido parte de ese tiempo.
Malone encontró el pasillo central y se dirigió hacia el altar. Se dispuso dar la voz de alarma, pero no logró emitir ningún sonido. Cualquier aviso seria fútil. Su única posibilidad era sacar la bomba de allí.
Mientras estudiaba a la multitud, analizó también la geografía del lugar. Una escalera adyacente al gran altar conducía a lo que parecía ser una cripta. En todas las iglesias viejas había una. En aquel momento, vio al sacerdote interrumpir el oficio, consciente de la conmoción.
Malone llegó adonde se encontraba la mochila. No había tiempo para saber si tenía razón o no. Cogió el pesado bulto del suelo y se fue a la izquierda para lanzarlo escaleras abajo, donde, a tres metros de distancia, una puerta de hierro daba acceso a un espacio mal iluminado. Tenía la esperanza de que no hubiera nadie allí.
—¡Todo el mundo al suelo! —gritó en francés—. ¡Es una bomba! ¡Al suelo, detrás de los bancos!
Muchos se agazaparon, otros permanecieron en pie, perplejos.
—¡Agáchense!
Entonces, la bomba estalló.