Eliza Larocque deambulaba por su piso de París e intentaba ordenar sus caóticos pensamientos. Ya había consultado el oráculo, al que había formulado una pregunta específica: «¿Triunfarán mis enemigos?». La respuesta que arrojaron sus líneas verticales resultó desconcertante. «El prisionero pronto será recibido en casa, aunque ahora esté mortificado por el poder de sus enemigos».
¿Qué significaba aquello?
Paolo Ambrosi esperaba su llamada; estaba listo para actuar. Larocque quería a Graham Ashby muerto, pero no sin antes obtener respuestas a sus numerosas preguntas. Tenía que conocer el alcance de su traición. Solo entonces podría evaluar los daños potenciales. La situación había cambiado. La imagen de aquel avión abalanzándose sobre ella en lo alto de la Torre Eiffel seguía viva en su recuerdo. También necesitaba recuperar el control de los cientos de millones de euros del Club de París que Ashby conservaba en su banco. Pero aquel día era festivo. No había manera de conseguirlo. Se ocuparía de ello a primera hora de la mañana.
Había depositado demasiada confianza en Ashby. ¿Y Henrik Thorvaldsen? Le dijo que los estadounidenses estaban al corriente de lo sucedido. ¿Significaba eso que había quedado totalmente al descubierto? ¿Corría peligro todo? Si le habían seguido la pista a Ashby, sin duda llegarían hasta ella.
De repente sonó el teléfono fijo de la mesita. Pocos tenían el número, a excepción de algunos amigos y personal relevante. Y también Ashby. Larocque respondió.
—Madame Larocque, soy el hombre al que contrató lord Ashby para gestionar su exhibición de esta mañana.
Larocque no medió palabra.
—Yo de usted me andaría con cuidado —dijo la voz—. He llamado para informarle que tengo a lord Ashby bajo mi custodia. Él y yo tenemos algunos asuntos pendientes. Cuando hayamos terminado, pienso matarlo. Así que puede estar tranquila, su deuda quedará saldada.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Me gustaría poder ofrecerle mis servicios en el futuro. Sé quién paga realmente la factura. Ashby era tan solo su agente. Ésta es mi manera de disculparme por el desafortunado suceso. Baste decir que nuestro amigo británico también me mintió a mí. Pretendía matarla a usted y a sus socios y acusarme a mí. Por suerte, nadie ha salido herido.
Físicamente no, pensó Larocque. Pero sí hubo daños.
—No es preciso que hable, madame. Sepa que solucionaré el problema.
El teléfono enmudeció.
Ashby escuchó mientras Peter Lyon se mofaba de Larocque, paralizado por su amenaza de muerte. Caroline también lo oyó. Su temor devino instantáneamente en terror, pero Ashby la tranquilizó con una mirada.
Lyon cerró el teléfono móvil y sonrió.
—Si quería quitársela de encima, ya lo ha conseguido. Larocque no puede hacer nada y lo sabe.
—La subestima.
—En realidad, no. Lo subestimé a usted y no volveré a cometer ese error.
—No tiene por qué matarnos —dijo Caroline.
—Eso depende de su grado de cooperación.
—¿Y qué le impedirá eliminarnos si cooperamos? —preguntó Ashby.
El rostro de Lyon parecía el de un maestro ajedrecista, esperando con frialdad el próximo movimiento de su oponente, sabedor ya del suyo propio.
—Absolutamente nada. Pero, por desgracia para ustedes dos, cooperar es su única opción.
Henrik salió del taxi frente a la basílica de Saint-Denis, contempló la única torre lateral de la iglesia y se fijó en la ausencia de su gemela; el edificio parecía un amputado que había perdido un apéndice.
—La otra torre ardió en el siglo XIX —le dijo Meagan—. La alcanzó un relámpago y nunca fue sustituida.
De camino hacia el norte, Meagan le había explicado que allí era donde fueron enterrados los reyes franceses durante siglos. La iglesia, cuya construcción dio comienzo en el siglo XII, cincuenta años antes que Notre Dame, era un monumento nacional. La arquitectura gótica había nacido allí. Durante la Revolución Francesa, muchas de las tumbas fueron destruidas, pero después se restauraron. Ahora era propiedad del gobierno.
Los andamios cubrían los muros exteriores, envolviendo tres cuartas partes de lo que parecían ser la fachada norte y oeste. Una barrera de contrachapado erigida apresuradamente rodeaba la base e impedía el acceso a las puertas principales. Dos remolques de construcción estaban estacionados a cada lado de la improvisada valla.
—Parece que están trabajando —dijo Henrik.
—En esta ciudad siempre están trabajando en algo.
El danés miró hacia arriba. Unas oscuras nubes grises cubrían el cielo, proyectaban unas densas sombras y hacían bajar las temperaturas. Se avecinaba una tormenta de invierno.
El barrio se encontraba a unos diez kilómetros de París, surcado por el Sena y un canal. Al parecer, aquella zona de la periferia era un centro industrial, ya que habían pasado frente a varias fábricas. Empezó a formarse una neblina.
—El tiempo va a empeorar en breve —dijo Meagan.
En la plaza pavimentada que se extendía frente a la iglesia la gente empezó a acelerar el paso.
—Éste es un barrio obrero —señaló Meagan—. No es una zona de la ciudad que guste a los turistas. Por eso no se oye hablar a menudo de Saint-Denis, aunque a mí me parece más interesante que Notre Dame.
A Henrik no le interesaba la historia, a no ser que guardara relación con la búsqueda de Ashby. Murad le había contado lo que había podido descifrar, algo que probablemente Ashby también sabía, teniendo en cuenta que Caroline Dodd era tan experta como el profesor. La neblina se convirtió en lluvia.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Meagan—. La basílica está cerrada.
Henrik se preguntaba por qué Murad no había llegado todavía. El profesor había llamado hacía casi una hora y dijo que salía en ese momento.
El danés cogió el teléfono, pero éste sonó antes de que pudiera llamar. Miró la pantalla, creyendo que podía ser Murad, pero se trataba de Cotton Malone. Respondió.
—Henrik, tienes que escuchar lo que voy a decirte.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Solo quiero ayudarte.
—Tienes una extraña forma de hacerlo. Darle ese libro a Stephanie era innecesario. Lo único que has conseguido es ayudar a Ashby.
—Sabes que no es así.
—No, no lo sé.
Henrik alzó el tono de voz, lo cual sorprendió a Meagan, pero intentó guardar la compostura.
—Lo único que sé es que le entregaste el libro. Luego estabas en el barco, con Ashby, haciendo lo que tú y tu exjefa consideran correcto, lo cual no me incluía a mí. Estoy harto de hacer lo correcto, Cotton.
—Henrik, deja que nosotros nos ocupemos de esto.
—Cotton, creía que eras mi amigo. En realidad, te consideraba mi mejor amigo. Siempre he estado ahí cuando me has necesitado, para lo que fuese. Te lo debía —Henrik intentó contener la emoción—. Por Cai. Estuviste allí, detuviste a sus asesinos. Yo te admiraba, te respetaba. Hace dos años viajé a Atlanta para darte las gracias y encontré un amigo —hizo una nueva pausa—. Pero no me has tratado con el mismo respeto. Me has traicionado.
—He hecho lo que debía.
Henrik no quería oír ninguna explicación.
—¿Quieres algo más?
—Murad no vendrá.
La falsedad de Malone le cayó como un mazazo.
—Haya lo que haya en Saint-Denis, tendrás que encontrarlo sin él —aclaró Malone.
Henrik contuvo sus emociones.
—Adiós, Cotton. No volveremos a hablar nunca más.
Y colgó el teléfono.
Malone cerró los ojos.
Aquellas hirientes palabras —«no volveremos a hablar nunca más»— le ardían en las entrañas. Un hombre como Henrik Thorvaldsen no decía esas cosas a la ligera. Acababa de perder a un amigo.
Stephanie lo observaba desde el otro lado del asiento trasero del carro. Se alejaban de Notre Dame hacía la Gare du Nord, una concurrida terminal ferroviaria, siguiendo las primeras instrucciones que les había facilitado Lyon después de su contacto inicial. La lluvia salpicaba el parabrisas.
—Lo superará —dijo Stephanie—. No podemos preocuparnos por sus sentimientos. Ya conoces las normas. Tenemos trabajo.
—Es amigo mío. Y además, odio las normas.
—Le estás ayudando.
—Él no lo ve así.
El tráfico era denso y la lluvia se sumaba a la confusión. Los ojos de Malone oscilaban entre las barandillas, los balcones, los tejados y las majestuosas fachadas que se elevaban a ambos lados de la calle hacia el cielo grisáceo. Vio varias librerías de segunda mano, con escaparates llenos de carteles publicitarios, manidos grabados y títulos arcanos.
Malone pensó en su negocio, que le había comprado a Thorvaldsen, su casero, su amigo, en sus cenas de los jueves en Copenhague, en sus numerosos viajes a Christiangade, en sus aventuras. Habían pasado mucho tiempo juntos.
—Sam va a tener trabajo —murmuró.
Un torrente de taxis anunciaba la llegada a la Gare du Nord. Las instrucciones de Lyon eran llamar cuando divisaran la estación de ferrocarriles. Stephanie marcó el número.
Sam salió de la estación de metro y echó a correr bajo la lluvia, aprovechando los salientes de las tiendas para guarecerse. Se dirigía a una plaza identificada como Place Jean Jaurès. A su izquierda se encontraba la basílica de Saint-Denis, cuya armonía estética medieval se echaba a perder por la ausencia de la aguja. Había optado por el metro como el medio más rápido para llegar hasta el norte y evitar así el tráfico de última hora de la tarde.
Buscó a Thorvaldsen en la gélida plaza. El pavimento mojado, que parecía charol negro, reflejaba la luz amarilla de las farolas. ¿Habría entrado en la iglesia?
Sam paró a una pareja joven que se dirigía hacia el metro y preguntó por la basílica. Le dijeron que el edificio estaba cerrado desde el verano por una profunda remodelación, cosa que confirmaba el andamiaje que cubría el exterior. Entonces vio a Thorvaldsen y Meagan cerca de uno de los remolques estacionados unos doscientos metros a la izquierda y fue hacia ellos.
Ashby se subió el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia y recorrió la calle desierta con Caroline y Peter Lyon. El cielo encapotado envolvía el mundo en un manto de estaño. Habían utilizado la lancha y habían surcado el Sena en dirección oeste, hasta el tramo en que el río iniciaba su trayecto hacia el norte para alejarse de París. Al final se habían desviado a un canal y habían atracado en un muelle de cemento cercano a un paso elevado situado varias manzanas al sur de la basílica de Saint-Denis.
Pasaron frente a un edificio con columnas identificado como «Le Musée d’Art et d’Histoire», y Lyon los llevó por debajo del pórtico. En ese momento sonó su teléfono. Lyon contestó, escuchó unos momentos y dijo:
—Tomen el Boulevard de Magenta en dirección norte y giren en el Boulevard de Rochechouart. Llámenme cuando encuentren la Place de Clichy.
Lyon finalizó la conexión.
Caroline seguía aterrorizaba. Ashby se preguntaba si entraría en un estado de pánico e intentaría huir. Sería una estupidez. Un hombre como Lyon la mataría en un abrir y cerrar de ojos, aunque ello supusiera quedarse sin el tesoro. Lo más inteligente, lo único que podían hacer, era esperar que cometiera un error. Si eso no ocurría, tal vez podría ofrecer a aquel monstruo algo que le fuera de utilidad, como un banco a través del cual blanquear dinero sin que nadie hiciese preguntas.
Se ocuparía de ello cuando fuese necesario. Ahora mismo solo esperaba que Caroline conociera las respuestas a los interrogantes que le formulara Lyon.