Ashby esperó a que Peter Lyon le dijera lo que quería oír.
—Puedo eliminar a Larocque —aseguró el surafricano en voz baja.
Se encontraban de cara al río, viendo cómo la estela espumosa del barco se disolvía en el agua gris amarronada. Les seguían dos barcos turísticos y varias embarcaciones privadas.
—Tiene que ser hoy mismo —aclaró Ashby—. Mañana como muy tarde. Larocque se va a poner muy desagradable.
—¿Ella también quiere el tesoro?
Ashby decidió mostrarse contundente.
—Más de lo que imagina. Es una cuestión de honor familiar.
—Quiero saber más acerca de ese tesoro.
Ashby no quería responder, pero no tenía elección.
—Son las riquezas perdidas de Napoleón, un tesoro incalculable. Lleva desaparecido doscientos años, pero creo haberlo encontrado.
—Tiene suerte de que su tesoro no me interese. Prefiero la moneda de curso legal.
La expedición pasó frente al Palais de Justice y por debajo de un puente atestado por el tráfico.
—Imagino que no tengo que pagar el resto hasta que termine con Larocque —dijo Ashby.
—Para demostrarle que soy un hombre de palabra, acepto. Pero estará muerta mañana —Lyon hizo una pausa—. Y debe saber algo, lord Ashby. Rara vez fallo, así que no me gustan los recordatorios.
Ashby captó el mensaje, pero él también quería poner énfasis en algo.
—Usted mátela.
Sam decidió sentarse en la última fila de asientos de la zona cubierta. Divisó la característica silueta de Notre Dame aproximándose a la izquierda. A su derecha estaban el Barrio Latino y Shakespeare & Company, donde había empezado todo el día anterior. El guía turístico, a quien solo se oía por los altavoces, hablaba en dos lenguas sobre la Conciergerie, situada en la orilla derecha, donde María Antonieta fue encarcelada antes de su ejecución.
Sam se levantó y se dirigió hacia la fila trasera mientras contemplaba la vista. Observó a los turistas charlando, haciendo fotos y señalando; todos excepto uno, sentado al final de un pasillo, en la antepenúltima hilera de asientos. Su rostro parecía marchito, blando; tenía las orejas grandes y una barbilla casi inexistente y llevaba un abrigo verde, pantalones téjanos negros y botas. Llevaba la oscura melena recogida en una coleta. Estaba sentado con las manos en los bolsillos, mirando al frente, desinteresado, disfrutando aparentemente del trayecto.
Sam se apoyó en la pared exterior y franqueó una barrera invisible donde el frío proveniente de la popa se imponía al aire cálido que se respiraba en el interior. Miró hacia adelante y vio otro puente que cruzaba el Sena. Algo empezó a rodar por la cubierta y golpeó el costado de la embarcación. Era un pote metálico.
Había recibido la suficiente instrucción sobre armamento durante su formación en el Servicio Secreto para saber que no se trataba de una granada. No, era una bomba de humo.
En ese momento miró al hombre del abrigo verde, que lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. De la lata empezó a brotar un humo púrpura.
Ashby sintió aquel olor.
Se dio la vuelta y vio que el espacio que cubría la bóveda de plexiglás estaba lleno de humo. Se oyeron gritos. La gente escapaba de aquel velo neblinoso en dirección a la parte abierta del puente donde él se encontraba, tosiendo por el humo que había inhalado dentro.
—¿Qué demonios pasa aquí? —murmuró.
Thorvaldsen pagó al taxista y se apeó en el Pont de l’Archevêché. Meagan Morrison tenía razón. No había demasiado tráfico en los dos carriles y solo un puñado de transeúntes se había detenido para disfrutar de la pintoresca vista de la parte posterior de Notre Dame.
El danés dio cincuenta euros de más al conductor y le dijo:
—Lleve a esta joven adónde ella quiera —Thorvaldsen miró hacia el asiento trasero—. Buena suerte. Adiós.
Y tras decir eso cerró la puerta.
El taxi reanudó la marcha y Thorvaldsen se acercó a la barandilla que separaba la acera de una caída de diez metros hasta el río. En el bolsillo del abrigo palpó la pistola, que Jesper le había enviado el día anterior desde Christiangade junto con algunas revistas.
Divisó a Graham Ashby y a otro hombre fuera de la bóveda del barco turístico, apoyados en la barandilla de popa, justo como Sam le había dicho. La embarcación se encontraba a doscientos metros de distancia y se dirigía hacia él a contracorriente. Tenía que disparar a Ashby, tirar la pistola al Sena y marcharse antes de que nadie se percatara de lo ocurrido. Estaba familiarizado con las armas. Podría cometer aquel asesinato. Entonces oyó un frenazo y se dio la vuelta. El taxi se había detenido. La puerta trasera se abrió y de ella salió Meagan Morrison. Se abrochó el abrigo y fue directa hacia él.
—¡Jefe! —gritó—. Está a punto de cometer una estupidez, ¿no?
—Para mí no lo es.
—Si es irrevocable, al menos déjeme ayudarle.
Sam se dirigió a toda prisa a la popa con el resto de pasajeros. Del barco se elevaba una columna de humo, como si estuviese en llamas. Pero no lo estaba. El joven salió de la zona cubierta y vio al hombre del abrigo verde abriéndose paso a codazos en medio del pánico y encaminándose hacia la barandilla en la que todavía estaban apoyados Ashby y su acompañante.
Thorvaldsen cogió la pistola que llevaba en el bolsillo y vio el humo que salía del barco.
—Eso no se ve todos los días —dijo Meagan.
El danés oyó más frenazos y al darse media vuelta vio dos vehículos bloqueando el tráfico a ambos extremos del puente. En ese momento pasó un auto a toda velocidad y se detuvo en seco a mitad de la estructura. Se abrió la puerta del acompañante.
Era Stephanie Nelle.
Ashby vio que un hombre enfundado en un abrigo verde aparecía entre la multitud y propinaba un puñetazo a Peter Lyon en la garganta. Oyó cómo el surafricano dejaba de respirar y se desplomaba sobre la cubierta.
El hombre del abrigo verde empuñaba una pistola y le ordenó a Ashby:
—Salte por la borda.
—Estará bromeando.
—Salte por la borda —el hombre señaló el agua.
Ashby se volvió y vio una pequeña embarcación, equipada con un solo motor fuera de borda y fondeada cerca del barco turístico con un hombre al timón. Ashby miró de nuevo al hombre del abrigo verde.
—No se lo volveré a repetir.
Ashby se encaramó a la barandilla y se descolgó un metro por la borda hasta caer sobre la otra embarcación. El hombre del abrigo verde se dispuso a seguirlo, pero no llegó abajo. Su cuerpo se precipitó hacia atrás.