LXIII

En el muelle del Pont de l’Alma, Ashby subió al barco turístico. Al este, un carillón daba las tres de la tarde. Nunca había navegado por el Sena, aunque imaginaba que los cruceros eran bastante populares. Aquel día, solo una veintena de extranjeros ocupaban los asientos bajo una fuliginosa bóveda de plexiglás, que tenía capacidad para el doble de pasajeros. Ashby no entendía por qué Peter Lyon había insistido en reunirse en un sitio tan vulgar. La llamada se había producido una hora antes y una voz ronca le había dado las instrucciones sobre la hora y el lugar. Le pidió a Caroline que siguiera trabajando en lo que había descubierto y le dijo que volvería pronto. Había barajado la posibilidad de ignorar la cita con Lyon, pero no era tan estúpido. Además, había sido Lyon quien había fracasado, no él. Y luego estaba la cuestión de los honorarios que ya había pagado y la suma que aún adeudaba.

Ashby se sentó en la última fila y esperó diez minutos hasta que los motores se pusieron en marcha y el barco empezó a deslizarse sobre el agua en dirección a la Île de la Cité, situada al este. A través de un altavoz, una mujer describía en inglés las dos orillas y la panorámica mientras se oía el ruido de las cámaras fotográficas.

Un golpecito en el hombro llamó su atención y, al darse la vuelta, vio a un hombre alto y rubio de apariencia cosmopolita. Parecía rondar los sesenta y cinco años y llevaba el rostro cubierto por una espesa barba y un bigote. Era un aspecto muy distinto al del otro día, pero los ojos eran del mismo color ámbar. El hombre iba vestido con un abrigo de tweed y pantalones de pana, lo cual le daba un aire bastante europeo, como era habitual en él. Ashby lo siguió hasta la popa, fuera del cercado de plexiglás, donde quedaron a merced del frío. La guía turística seguía atrayendo la atención del público.

—¿Cómo debo llamarlo hoy? —preguntó Ashby.

—¿Qué le parece Napoleón? —su voz era ronca, gutural, más estadounidense en esta ocasión.

El barco pasó frente al Gran Palais, sito en la orilla derecha.

—¿Puedo saber qué ha ocurrido?

—No, no puede —respondió Lyon.

Ashby no estaba dispuesto a aceptar aquella respuesta.

—Es usted el que ha fallado. Y no solo eso, sino que me ha delatado. Los estadounidenses están presionando. ¿Tiene idea de la situación que ha provocado?

—Son los estadounidenses los que han interferido,

—¿Y le sorprende? Ya sabía que estaban implicados. Le pagué el triple de sus honorarios para compensar la intervención de los estadounidenses —su exasperación era manifiesta, pero no le importaba—. Dijo que sería todo un espectáculo.

—Todavía no sé a quién culpar —dijo Lyon—. Había planificado hasta el último detalle.

Ashby percibió aquel tono condescendiente que había llegado a odiar. Puesto que no podía revelar que había utilizado a Lyon para que hiciera el trabajo sucio, preguntó:

—¿Qué se puede hacer para rectificar la situación?

—Eso es problema suyo. Yo ya he cumplido mi parte.

Ashby no podía creer lo que oía.

—Es usted…

—Quiero saber una cosa —le interrumpió Lyon—. ¿Qué esperaba conseguir matando a aquella gente en la torre?

—¿Cómo sabe que quería matarlos?

—De la misma manera que sé lo de los estadounidenses.

Aquel hombre había averiguado muchas cosas, pero notó que Lyon no se mostraba tan confiado como de costumbre. Era agradable saber que incluso el diablo fracasaba de vez en cuando. Ashby decidió no restregarle el desastre por la cara. Todavía necesitaba a Lyon.

—Nunca habría podido deshacerme de ellos —dijo—. De Larocque en especial, así que decidí terminar con la relación de un modo que ella apreciaría.

—¿Y cuánto dinero había de por medio?

Ashby se echó a reír.

—Le gusta ir al grano, ¿eh?

Lyon se levantó y se apoyó en la barandilla de popa.

—Siempre es una cuestión de dinero.

—Tengo acceso a varios millones en fondos del club depositados en mi banco. Así fue como le pagué. Me daba absolutamente igual cuánto cobrara. Por supuesto, ese dinero, o lo que queda de él, habría sido mío si su vuelo hubiese sido un éxito —Ashby dejó que sus palabras calaran, insinuando de nuevo quién era el responsable de la estafa. Se estaba cansando de aquel teatro y le molestaba la arrogancia de aquel hombre, y con cada segundo que pasaba ganaba aplomo.

—¿Qué había realmente en juego, lord Ashby?

No pensaba responder.

—Más de lo que pueda imaginarse. Lo suficiente para compensar los riesgos que conlleva matar a esa gente.

Lyon no dijo nada.

—Yo le he pagado —aclaró Ashby—, pero no he recibido el servicio como prometió. A usted le gusta hablar de reputación y de lo importante que es para usted. Cuando fracasa, ¿se queda con el dinero de la gente?

—¿Todavía quiere verlos muertos? —Lyon hizo una pausa—. Suponiendo que todavía me interese continuar con nuestra asociación.

—No tiene que asesinarlos a todos. ¿Qué tal solo a Larocque? Por lo que ya ha recibido y por el pago restante que le debo.

Thorvaldsen no había podido embarcar con Ashby. Sus agentes habían partido desde Inglaterra y llegarían en las próximas horas, así que no podía utilizarlos para seguirlo. En lugar de eso, optó por seguir a la lenta embarcación circulando en taxi por un concurrido bulevar paralelo al Sena.

En un primer momento consideró la opción de enviar a Sam o Meagan, pero le preocupaba que Ashby pudiera reconocerlos después de la reunión. Ahora tenía claro que no había elección.

—Quiero que subas en la próxima parada y averigües qué está haciendo Ashby. Entérate también de la ruta y llámame inmediatamente —le dijo a Sam.

—¿Por qué yo?

—Si has podido disfrazarte para Stephanie Nelle, seguro que también puedes hacer esto por mí.

Thorvaldsen vio que su respuesta había hecho mella en el joven, como él pretendía.

Sam asintió.

—Sí, pero puede que Ashby me viera en la sala de reuniones.

—Ése es un riesgo que debemos correr. Aun así, dudo que preste mucha atención al servicio.

La carretera pasaba entre el Louvre, a la izquierda, y el Sena, a la derecha. El danés vio que el barco turístico se dirigía hacia un muelle situado justo debajo de la carretera e hizo una señal al conductor para que se detuviera en la curva. Abrió la puerta y Sam se bajó.

—Ve con cuidado —le dijo. Después cerró la puerta e indicó al conductor que se pusiera en marcha lentamente y que no perdiera de vista el barco.

—Todavía no ha respondido a mi pregunta —le dijo Lyon a Ashby—. ¿Qué es lo que está en juego?

Ashby se dio cuenta de que si pretendía contar con la ayuda de Lyon tendría que ceder un poco.

—Un tesoro incalculable, mucho mayor que los honorarios que yo le he pagado.

Ashby quería que aquel demonio supiera que ya no le intimidaba.

—¿Y necesitaba que Larocque y los demás desaparecieran para conseguirlo?

Ashby se encogió de hombros.

—Solo ella. Pero pensé que, puestos a matar a gente, ¿por qué no acabar con todos?

—Le he subestimado, lord Ashby.

Hablaba en serio.

—¿Y qué hay de los estadounidenses? ¿También los ha engañado?

—Les conté lo que debía y, dicho sea de paso, jamás lo habría delatado. Si las cosas hubieran salido bien, yo habría tenido mi libertad, el tesoro y el dinero del club y usted hubiera servido a su próximo cliente con el triple de sus honorarios en el bolsillo.

—Los estadounidenses fueron más listos de lo que esperaba.

—Parece que fue un error por su parte. Yo he cumplido y estoy dispuesto a pagar el resto. Siempre que…

El barco atracó junto al Louvre. Nuevos pasajeros subieron a bordo y tomaron asiento bajo la bóveda. Ashby guardó silencio hasta que los motores se pusieron en marcha y devolvieron la embarcación a las rápidas aguas del Sena.

—Lo escucho —dijo.

Sam decidió no sentarse demasiado cerca de la popa. Por el contrario, optó por mezclarse entre los dispersos viajeros pertrechados con sus cámaras de fotos. Bajo la bóveda se disfrutaba de cierto confort que procuraba el aire cálido de la calefacción del barco. Ashby y el otro hombre, el extraño enfundado en lana inglesa que lucía un cabello rubio peinado majestuosamente, estaban fuera, donde, imaginaba, debía de hacer un frío terrible.

El joven centró su atención en las orillas mientras un guía hablaba por los altavoces sobre la Île de la Cité y sus numerosas atracciones, que se encontraban justo enfrente. Sam fingió contemplar el paisaje para vigilar lo que acontecía. El guía mencionó que tomarían la ruta de la orilla izquierda para bordear la Île, pasando por Notre Dame en dirección a la Bibliothéque Francois Miterrand. En ese momento, Sam cogió el teléfono e informó rápidamente sobre el trayecto.

Thorvaldsen escuchó, colgó el teléfono y estudió la carretera.

—Cruce el río —le dijo al conductor—, luego gire a la izquierda hacia el Barrio Latino. Pero sígalo de cerca.

No quería perder de vista el barco turístico.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Meagan Morrison.

—¿Cuánto hace que vives en París?

Meagan pareció sorprendida por la pregunta y se dio cuenta de que el danés estaba ignorando la suya.

—Varios años.

—Dime, ¿hay algún puente más allá de Notre Dame que lleve a la orilla izquierda?

Meagan vaciló. Thorvaldsen se percató de que la joven no desconocía la respuesta, sino que quería saber por qué era importante aquella información.

—Hay un puente pasada la basílica. El Pont de l’Archevêché.

—¿Hay mucha circulación?

Meagan negó con la cabeza.

—Sobre todo transeúntes y algunos carros que cruzan en dirección a la Île St. Luis, que queda detrás de la catedral.

—Vaya allí —indicó al conductor.

—¿Qué piensa hacer, jefe?

El danés ignoró la pulla y, sin inmutarse, dijo:

—Cumplir con mi deber.