LIX

Malone estaba tumbado sobre la hierba, que el frío invernal había teñido de marrón, y vio aterrizar el helicóptero. La puerta del compartimento trasero se abrió y Stephanie bajó de un brinco seguida del soldado. Malone se soltó el arnés, se puso en pie y vio que Stephanie lo miraba con inquietud.

—Dile a los franceses que estamos empatados.

Stephanie sonrió.

—O, mejor aún —agregó—. Diles que me deben una.

Malone vio cómo el soldado recogía el paracaídas, todavía inflado.

—Lyon ha sido muy arrogante dándoselas de listo en nuestra cara —dijo Malone—. En Londres fue muy agudo con las torres en miniatura y no se esforzó en ocultar sus ojos ámbar. De hecho, se tomó la molestia de enfrentarse a mí. En cualquier caso, no tenía nada que perder. Si impedíamos el ataque, le endosaba el muerto a Ashby. Si fallábamos, hacía feliz al cliente. Dudo que le importara realmente el resultado final —eso explicaba las distracciones de los Inválidos y los otros aviones—. Tenemos que encontrar a Ashby.

—Hay un problema más urgente —repuso Stephanie—. Cuando pasamos junto a la cúspide de la torre vi a Henrik.

—Ha tenido que verme en la cabina.

—Eso mismo pienso yo.

El soldado llamó a Stephanie y señaló su radio portátil. Ella respondió a la llamada y volvió a toda prisa.

—Tenemos algo —dijo haciendo un gesto en dirección al helicóptero—. Han triangulado las señales enviadas a esos aviones. Tenemos una localización en tierra.

Sam escapó de lo alto de la torre cuando un destacamento de seguridad desbloqueó las salidas del mirador, cumpliendo las instrucciones de Stephanie, que le había ordenado que no corriera peligros innecesarios. Regresó a la primera plataforma mucho antes de que el Club de París bajara y de que los miembros entraran de nuevo en la sala de reuniones. Había presenciado el enfrentamiento entre Eliza Larocque y Henrik. Aunque no alcanzó a escuchar lo que decían, no era difícil percibir la tensión, sobre todo cuando el danés se zafó de las garras de Larocque. No había recibido noticias de Stephanie y no había manera de colarse otra vez en la sala de reuniones, de modo que decidió marcharse.

Alguien había intentado estrellar un avión contra la Torre Eiffel y había estado a punto de conseguirlo. El ejército obviamente estaba al corriente, como demostraba el helicóptero que volaba por encima del aparato. Necesitaba contactar con Stephanie.

Sam se quitó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Su ropa y su abrigo estaban en la comisaría de policía, debajo del pilón sur, donde él y Meagan se habían cambiado.

El joven se detuvo en el centro de la primera plataforma y miró a la gente que se agolpaba abajo. Centenares de personas hacían cola. Una explosión doscientos setenta y cinco metros por encima de sus cabezas habría sido terrible. Era curioso que las autoridades no estuviesen evacuando el lugar. De hecho, el caos que reinaba arriba se había visto reemplazado por una calma absoluta, como si nada hubiese ocurrido. Sam intuyó que Stephanie Nelle había influido en esa decisión.

Sam se apartó de la barandilla e inició el descenso por los escalones metálicos. Henrik Thorvaldsen había desaparecido. El joven había decidido no enfrentarse a él. No podía, allí no.

A medio camino, el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo empezó a vibrar. Stephanie les había entregado uno a cada uno y había introducido en la agenda los números de Sam y Meagan, además del suyo. Sam cogió el aparato y respondió.

—Estoy en un taxi —dijo Meagan—. Siguiendo a Ashby. He tenido suerte de encontrar uno. Huyó, pero se entretuvo el tiempo suficiente para ver pasar el avión. Estaba alterado, Sam.

—Todos lo estábamos.

—No me refiero a eso —su voz denotaba sorpresa—. Parecía no creer que el avión hubiese errado el blanco.

Eliza miró al grupo, pero en su mente se arremolinaban tantos pensamientos contradictorios que era difícil concentrarse.

—¿Qué ha pasado ahí arriba? —preguntó uno de los miembros.

—El personal de seguridad está investigando, pero parece que el avión ha sufrido una falla mecánica. Por suerte, el problema ha podido rectificarse a tiempo.

—¿Por qué estaban cerradas las puertas de salida?

Eliza no podía decirles la verdad.

—Pronto sabremos la respuesta a eso también.

—¿A qué se refería Herre Thorvaldsen cuando dijo que aquel avión era nuestro destino, que íbamos a morir y que lord Ashby estaba implicado?

Eliza se temía aquella pregunta.

—Al parecer existe una enemistad personal entre lord Ashby y Herre Thorvaldsen que yo desconocía hasta hace unos momentos. Debido a esa animosidad, he pedido a Herre Thorvaldsen que renuncie a formar parte del grupo y ha aceptado. Se ha disculpado por el nerviosismo o los inconvenientes que haya podido ocasionar.

—Eso no explica lo que ha dicho en el mirador —espetó Robert Mastroianni.

—Creo que más bien estaba pensando en voz alta. Siente una gran aversión por lord Ashby.

Su miembro más reciente no parecía satisfecho.

—¿Dónde está Ashby?

Eliza inventó otra mentira.

—Se ha marchado, a petición mía, para hacerse cargo de otro asunto de vital importancia. Puede que no esté presente en lo que queda de reunión.

—Eso no es lo que ha dicho usted arriba —señaló uno de ellos—. Preguntó dónde estaba.

Eliza se dio cuenta de que aquellos hombres y mujeres no eran estúpidos. «No los trates como tales».

—Sabía que iba a marcharse. Simplemente, ignoraba que ya lo hubiese hecho.

—¿Adónde ha ido?

—Lord Ashby está buscando ese tesoro no documentado del que les he hablado y ha encontrado una nueva pista. Hace un rato pidió que lo excusaran para poder estudiar sus posibilidades.

Eliza se expresaba con tranquilidad y firmeza, pues había aprendido hacía mucho tiempo que no solo importaba lo que uno dijera, sino cómo lo dijera.

—¿Vamos a seguir adelante con el club? —preguntó otro miembro.

Eliza detectó el matiz de sorpresa que encerraba la pregunta.

—Por supuesto. ¿Por qué no?

—¿Quizá porque hemos estado a punto de ser asesinados? —apostilló Mastroianni.

Eliza tenía que aliviar sus temores y la mejor manera de acallar cualquier especulación era hablar del futuro.

—Estoy convencida de que todos ustedes experimentan riesgos a diario, pero ése es precisamente el motivo por el que estamos aquí: para minimizar ese riesgo. Todavía hay mucho de qué hablar y muchos millones de euros que ganar. ¿Qué tal si aunamos esfuerzos y nos preparamos para el futuro?

Malone se acomodó en el asiento trasero del helicóptero y disfrutó del chorro de aire de la calefacción.

—La señal enviada a los aviones procede de un tejado cercano a Notre Dame —le dijo Stephanie a través de los auriculares—. En la Île St. Louis, una isla situada detrás de la catedral. La policía parisina ha sometido el edificio a vigilancia. Hemos utilizado puestos de seguimiento de la OTAN para determinar con precisión el lugar.

—Lo cual nos lleva a hacernos una pregunta obvia.

Malone vio que Stephanie lo entendía.

—Lo sé —dijo ella—. Demasiado sencillo. Lyon va dos pasos por delante de nosotros. Estamos persiguiendo su sombra.

—No, peor aún. Las sombras nos persiguen a nosotros.

—Lo sé, pero es lo único que tenemos.

Sam se bajó del taxi y pagó al conductor. Se encontraba a una manzana de distancia de los Campos Elíseos, en un barrio comercial de lujo que acogía firmas como Louis Vuitton, Hermès, Dior y Chanel. Siguió las indicaciones que le había facilitado Meagan y ahora se hallaba frente al Four Seasons, un hotel de ocho plantas caracterizado por su arquitectura de los años veinte.

El joven miró alrededor y vio a Meagan al otro lado de la calle. No se había entretenido en cambiarse, aunque había recuperado el abrigo y su ropa antes de escapar de la Torre Eiffel. Ella todavía llevaba la camisa y los pantalones del uniforme de camarero. También había traído la ropa de Meagan.

—Gracias —dijo ella mientras se ponía el abrigo.

Estaba temblando. Cierto, el aire era frío, pero Sam intuyó que había algo más. Le pasó una mano por la espalda para tranquilizarla, cosa que ella pareció agradecer.

—¿Estabas arriba? —preguntó.

Sam asintió.

—Estuvo cerca, Sam.

El joven coincidió, pero todo había terminado.

—¿Qué está pasando aquí?

—Ashby y su séquito han entrado en el hotel.

—¿Qué se supone que debemos hacer ahora?

Meagan pareció reunir fuerzas y echó a andar hacia un estrecho callejón situado entre dos edificios.

—Piensa en ello, Sherlock, mientras me cambio.

Sam sonrió ante aquella muestra de confianza e intentó serenarse él también. Llamar a Stephanie o Malone podía ser un problema. Le habían ordenado que no siguiera a nadie. Por supuesto, Stephanie Nelle no había previsto que un avión estaría a punto de estrellarse contra la Torre Eiffel. Había hecho lo que le había parecido más adecuado y, hasta el momento, había pasado desapercibido. O tal vez no. Puede que Thorvaldsen lo viera en la sala de reuniones, pero nadie mencionó que el danés estaría allí. Sam tomó una decisión: pedir consejo a la única persona que se lo había pedido a él.

Malone saltó del helicóptero cuando el aparato aterrizó en tierra sobre un frondoso césped detrás de Notre Dame. Un oficial de policía uniformado los esperaba mientras ellos se alejaban del vendaval que levantaban las aspas.

—Tenía usted razón —le dijo el policía a Stephanie—. El propietario del edificio ha confirmado que un hombre de ojos ámbar dejó un apartamento de la cuarta planta hace una semana. Pagó tres meses por adelantado.

—¿El edificio es seguro? —preguntó ella.

—Lo tenemos rodeado. Con discreción, como usted pidió.

Malone percibió de nuevo los impedimentos que parecían frenarlos a él y a Stephanie. No iban por buen camino. Una vez más, Lyon no se había tomado la molestia de borrar sus huellas.

Malone ya no llevaba el sucio overol de vuelo. Se enfundó de nuevo su chaqueta de cuero y recuperó su Beretta. Tenía pocas opciones, así que echó a andar.

—Veamos qué nos tiene preparado ese hijo de puta esta vez.