Ashby bajó como una exhalación las escaleras hacia la planta baja. Había calculado su huida con escaso margen, consciente de que dispondría de solo unos preciados minutos. El plan era cruzar la avenida Gustave Eiffel y abrirse paso por el Champ de Mars hasta la Place Jacques Rueff, el núcleo de la antigua plaza de armas. Justo al este, en la avenida J. Bouvard, le aguardaba un auto, en el que viajaba Caroline. Al final, Ashby tendría que dar ciertas explicaciones, habida cuenta de lo que su compañera estaba a punto de presenciar, pero tenía preparadas algunas mentiras.
Continuó bajando las escaleras.
Su acuerdo con Peter Lyon había sido muy claro. No había contratado al surafricano para hacer lo que Larocque quería: estrellar un avión contra la iglesia del Domo y perpetrar otros dos atentados simultáneos en Aviñón y Burdeos. Por el contrario, Ashby había limitado su acuerdo a París y había convertido la Torre Eiffel en su objetivo. Nunca había entendido cuáles eran las pretensiones de Larocque, aunque, tras escuchar su presentación, comprendía algunas cosas. Al parecer, el terror podía resultar provechoso.
Ashby llegó al último tramo de escaleras. Se había quedado sin resuello, pero se alegraba de pisar tierra firme. Se convenció de que debía tranquilizarse y caminar a paso lento. Varios hombres de aspecto viril vestidos de camuflaje y empuñando rifles automáticos patrullaban el asfalto. Bajo la base de hierro, centenares de personas formaban largas colas, a la espera de que los ascensores abrieran a la una del mediodía. Por desgracia, eso no iba a suceder. La Torre Eiffel estaba a punto de desaparecer.
En su versión alterada del plan de Eliza Larocque, había pactado con Lyon que los Inválidos fuese una distracción, una manera de generar tanta confusión como fuese posible. A Lyon se le había dicho en todo momento que la torre era su objetivo primordial. No necesitaba saber que acabaría con el Club de París por completo, Larocque incluida. Eso no era importante. ¿Y qué más le daba a Lyon? Él tan solo proporcionaba los servicios que un cliente solicitaba. Y, para él, Ashby era el cliente. Culpar a Lyon de lo que estaba a punto de ocurrir sería tarea fácil. Justificar su ausencia en la torre ante los estadounidenses también. Larocque lo había excusado de la reunión para el resto del día. Le había encargado una misión. ¿Quién iba a contradecirla?
Ashby pasó por debajo del arco suroeste y abandonó la torre. Siguió andando, contando los segundos en su cabeza. Consultó su reloj. Era mediodía. No tenía ni idea de la ruta que seguiría el avión, tan solo que estaría allí en cualquier momento. Cruzó la avenida Gustave Eiffel y se adentró en el Champ de Mars.
Ya se había alejado bastante, así que se relajó. Peter Lyon era uno de los asesinos más experimentados del mundo. Sí, a pesar de la intervención de los estadounidenses, nunca llegarían hasta Lyon. Y ahora, con la tragedia que estaba a punto de acontecer, tendrían que lidiar con muchas más cosas. Él había informado sobre los Inválidos, había cumplido su parte del trato. El carro en llamas que había visto enfrente de la iglesia del Domo sin duda formaba parte del espectáculo de Lyon, que también había de proporcionarle la excusa perfecta que daría a los estadounidenses. Lyon había cambiado de planes. Por lo visto, el surafricano los había engañado a todos, incluido él.
¿Y cuál sería el resultado? Se libraría de los estadounidenses y de Eliza Larocque y, si todo seguía su curso, conservaría todos los depósitos del club y encontraría el tesoro perdido de Napoleón, con el que también se quedaría. Era una buena recompensa. Su padre y su abuelo estarían orgullosos de él.
Ashby no dejó de andar, esperando la explosión, preparado para reaccionar como lo haría cualquier transeúnte sobrecogido. Oyó el rumor cada vez más fuerte de un avión y el zumbido de unos rotores. ¿Un helicóptero?
Se detuvo, dio media vuelta y miró al cielo justo cuando un monomotor que volaba casi en perpendicular al suelo erraba el impacto contra la plataforma del tercer piso por varios centenares de metros. Un helicóptero militar seguía al aparato a toda velocidad. Ashby abrió los ojos alarmado.
Thorvaldsen salió del ascensor con los demás miembros del Club de París. Ahora todos habían regresado a la plataforma del primer piso. Los agentes de seguridad que abrieron las puertas de cristal de la planta superior no habían ofrecido explicación alguna sobre el motivo por el que quedaron atrapados, pero él conocía la respuesta. Graham Ashby había planeado otro asesinato en masa.
El danés vio a los otros entrar en la sala de reuniones. La mayoría estaban agitados, pero mantenían una apariencia de tranquilidad. Mientras habían estado en lo alto, Thorvaldsen no se había guardado sus comentarios y había percibido la reacción de los demás al escuchar sus observaciones sobre Graham Ashby. También había notado el enfado de Larocque, tanto con él como con Ashby.
Thorvaldsen se hallaba cerca de la barandilla exterior, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, y vio que Larocque se dirigía hacia él.
—Acabemos de una vez con esta farsa —dijo Thorvaldsen—. Se me ha agotado la paciencia para complacerla.
—¿Es eso lo que ha estado haciendo?
—Graham Ashby ha intentado asesinarnos a todos.
—Lo sé. ¿Era necesario decírselo a todo el mundo?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
—Debían saber lo que les deparaba el futuro. Y yo me pregunto: ¿qué planeaba usted? No subimos allí simplemente para disfrutar de la vista.
Larocque le dedicó una mirada burlona.
—No pensará en serio que yo iba a tomar parte de esta locura. Lo que está insinuando es ridículo.
Larocque parecía a un tiempo asombrada, horrorizada, repugnada y fascinada por la indignación de Thorvaldsen.
—He venido por Graham Ashby —confesó el danés—. La he utilizado para acercarme a él. Al principio creí que lo que estaba maquinando usted merecía la pena. Quizá sea así, pero ya no me importa. No después de lo que acaba de intentar Ashby.
—Le aseguro, Herre Thorvaldsen, que no se puede jugar conmigo, como pronto descubrirá lord Ashby.
Thorvaldsen adoptó un tono de fría determinación.
—Madame, permítame aclararle algo. Debería estar agradecida de que ya no sienta interés alguno por sus planes. De lo contrario, me interpondría en su camino, pero me da absolutamente igual. No es asunto mío. Sin embargo, usted tiene varios problemas. El primero es Ashby. El segundo es el gobierno estadounidense. Ese avión iba pilotado por un exagente del Departamento de Justicia llamado Cotton Malone. Su jefa, que pertenece a ese mismo departamento, está aquí y supongo que conoce al detalle sus intrigas. Sus planes ya no son ningún secreto.
El danés se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.
Ella lo agarró del brazo.
—¿Quién se ha creído que es? A mí no se me puede despreciar a la ligera.
Thorvaldsen se aferró a la ira que agitaba su fuero interno. La gravedad de lo que había sucedido había supuesto un duro golpe para él. Cuando el avión se aproximó a la cúspide de la torre se dio cuenta de que su falta de atención podría haberle impedido cumplir su objetivo último. En cierto sentido, se alegraba de que Malone hubiese impedido la colisión. Por otro lado, la enfermiza y paralizante idea de que su amigo le había traicionado le dolía más de lo que nunca hubiese imaginado.
Necesitaba encontrar a Malone, a Stephanie y a Ashby y terminar con todo aquello de una vez. El Club de París ya no era parte de la ecuación, ni tampoco aquella ridícula mujer que le miraba con un odio irrefrenable.
—Suélteme —le dijo apretando los dientes.
Larocque hizo caso omiso. Thorvaldsen se zafó.
—Apártese de mi camino —la exhortó.
—No pienso aceptar órdenes suyas.
—Si quiere seguir viva, será mejor que lo haga, porque si interfiere de cualquier manera, la mataré.
Entonces el danés se marchó.
Ashby vio el carro esperando en la acera con Caroline dentro. El tráfico empezaba a colapsar en los bulevares paralelos al Champ de Mars. Las puertas de los vehículos se abrían y la gente señalaba al cielo.
La preocupación lo invadió. Necesitaba irse. El avión no había destruido la Torre Eiffel. Peor aún, Eliza Larocque sabía que había intentado matarlos a todos. ¿Cómo no iba a saberlo?
¿Qué había ocurrido? ¿Lo había traicionado Lyon? Había pagado la primera mitad de sus honorarios. El surafricano tenía que saberlo. ¿Por qué no había cumplido, sobre todo teniendo en cuenta que había sucedido algo en la iglesia del Domo, donde el humo que emanaba de la cara este confirmaba que el fuego seguía ardiendo? Y luego estaba la cuestión del pago restante. Tres veces los honorarios habituales. Era mucho dinero. Ashby entró en el carro. Caroline iba sentada frente a él en la parte posterior y Guildhall al volante. Necesitaba mantener a Guildhall cerca de él.
—¿Has visto lo cerca que ha pasado ese avión de la torre? —preguntó Caroline.
—Sí, lo he visto —Ashby se alegró de no tener que dar más explicaciones.
—¿Has acabado con tus negocios?
Eso quisiera él.
—Por ahora —Ashby miró el rostro sonriente de Caroline—. ¿Qué pasa?
—He resuelto el acertijo de Napoleón.