Sam vio cómo se acercaba un pequeño avión. Echó a correr por las escaleras y se dirigió a los ventanales de la cara sur. El aparato pasó a toda velocidad por delante con un helicóptero siguiéndolo de cerca.
En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y de él salieron hombres uniformados. Uno de ellos era el jefe de seguridad al que había conocido antes.
—Las puertas de acceso al piso superior están cerradas —les informó—. Necesitamos una llave.
Thorvaldsen se fijó en la cabina del Cessna que pasó a escasos metros de él. Solo necesitó un instante para reconocer al piloto. Era Cotton Malone.
—Me he hecho con el control —dijo Malone.
Estaba ganando altitud. Decidió nivelar el aparato a 3000 pies.
—Ha sido por un pelo —dijo.
—Por un pelo es poco —repuso Stephanie—. ¿Está respondiendo?
—Necesito un aeropuerto.
—Estamos en ello.
Malone no quería correr el riesgo de aterrizar en Orly o en el Charles de Gaulle.
—Busquen un aeródromo en otro lugar. ¿Qué tengo por delante?
—Me han dicho que una vez que salgas de la ciudad hay un bosque y un pantano a unos pocos kilómetros. Hay un aeródromo en Créteil, otro en Lagney y otro en Tournan.
—¿Cuánto falta para llegar a campo abierto?
—Unos treinta kilómetros.
Malone verificó el combustible. La aguja marcaba cincuenta litros, los tanques estaban casi llenos. Al parecer, quienquiera que hubiese planeado aquello pretendía que la carga de gasolina ayudara al C-83.
—Encuéntrame una pista de aterrizaje —dijo a Stephanie—. Este avión tiene que tomar tierra.
—Hay una pista privada en Evry, a cuarenta kilómetros de distancia. Está aislada, no hay nada allí. Los hemos alertado para que despejen la zona. ¿Cómo está el avión?
—Suave como una mujer.
—Ya te gustaría.
De repente, la hélice hizo un extraño ruido. Malone miró a través del parabrisas, por encima de la capota del motor, y vio cómo se detenía. El motor volvió a arrancar por sí solo. La palanca de mando se le escapó de las manos y el avión viró bruscamente a la derecha. El motor alcanzó su velocidad máxima y se desplegaron los flaps. Algo o alguien trataba de recobrar el control.
—¿Qué sucede? —preguntó Stephanie.
—Supongo que a este cacharro no le ha gustado mi comentario despectivo. Tiene un cerebro propio.
Malone se revolvió en el asiento mientras la cabina se nivelaba y entonces el avión viró a la izquierda. Quizá su sistema electrónico estuviera dañado y el transceptor buscaba la señal que había seguido antes hacia la Torre Eiffel.
El Skyhawk buscaba altitud e inició un ascenso, pero se detuvo con la misma rapidez. La estructura del avión se sacudía como un caballo desbocado. La palanca de mando vibraba con fuerza. Los pedales oscilaban arriba y abajo.
—Esto no va a funcionar. Que el caza se prepare para disparar. Voy a levantar este trasto tanto como pueda y luego saltaré. Dile que me deje cierto margen y que abra fuego.
Por una vez, Stephanie no discutió.
Malone inclinó el morro hacia arriba. Forzó el retroceso de los flaps y resistió con brío, obligando al Skyhawk a ascender contra su voluntad. El motor empezó a funcionar, como un carro subiendo a duras penas una empinada cuesta. Sus ojos se clavaron en el altímetro. 4000 pies. 5000. 6000. Sus oídos estallaron.
Decidió que 8000 pies serían suficientes y cuando la aguja superó esa marca, soltó la palanca. Mientras esperaba que el avión se estabilizara, se quitó los auriculares y se puso de nuevo el gorro de lana. No le hacía ninguna gracia lo que podía pasar en los próximos minutos.
Malone giró el picaporte y abrió la puerta. Una ráfaga de aire frío entró en la cabina. Sin dar tiempo a que el miedo se apoderara de él, salió empujándose con los pies para que el impulso lo alejara del fuselaje.
Sólo había saltado de un avión en dos ocasiones, una de ellas en la escuela de pilotos y una segunda el año anterior, sobre el Sinaí, pero recordaba lo que le había enseñado la Armada. Debía arquear la espalda, extender brazos y piernas y no permitir que el cuerpo girara sin control. No llevaba altímetro y decidió calcular la caída libre contando. Debía abrir el paracaídas a unos 5000 pies. Se llevó la mano derecha al pecho. «Nunca esperes», le advertía siempre su instructor de vuelo, y tardó unos aterradores instantes en encontrar la anilla. Malone miró hacia arriba y vio que el Skyhawk proseguía su errático viaje, buscando su objetivo a una altura siempre cambiante. El tiempo pareció ralentizarse mientras caía. Un collage de campos y bosques se extendía a sus pies. Vio el helicóptero a su derecha, vigilándolo. Contó hasta diez y tiró de la anilla.
Eliza oyó pasos y, al darse la vuelta, vio a los agentes de seguridad doblando la esquina del mirador.
—¿Están todos bien? —preguntó en francés el hombre que iba a la cabeza.
Eliza asintió.
—Sí. ¿Qué ha ocurrido?
—No estamos seguros. Al parecer alguien bloqueó las puertas de acceso a esta plataforma y ese pequeño avión ha estado a punto de estrellarse aquí.
Aquello no hacía más que confirmar las palabras de Thorvaldsen. Eliza miró al danés, pero éste no prestaba atención. El anciano se encontraba al borde de la plataforma, con las manos en los bolsillos de su abrigo y mirando hacia el sur, donde el avión había estallado en el cielo. El piloto había saltado unos minutos antes y ahora descendía en paracaídas, mientras un helicóptero lo vigilaba atentamente describiendo círculos. Algo iba mal, e iba mucho más lejos que la traición de Graham Ashby.
El paracaídas se abrió bruscamente y Malone miró las cuerdas con la esperanza de que ninguna se enmarañara. Una potente ráfaga de viento se vio reemplazada al instante por el batir de la tela cuando la campana se llenó de aire. Todavía estaba a gran altura, probablemente a más de 5000 pies, pero no le importaba. El paracaídas se había abierto y ahora descendía con suavidad hacia tierra firme.
A unos cuatrocientos metros de distancia divisó la estela de un misil y siguió su trayectoria. Momentos después se formó una enorme bola de fuego en el cielo, como una estrella convirtiéndose en supernova, y el C-83 destruyó el Skyhawk. La gran envergadura de la deflagración confirmó sus sospechas: aquel avión era el problema real.
El Tornado pasó por encima de su cabeza y vio que el helicóptero lo seguía a unos ochocientos metros de distancia.
Malone intentó elegir el mejor lugar para el aterrizaje. Agarró los tensores e inclinó el casquete rectangular hacia abajo, como unos flaps cerrándose sobre las alas, lo cual precipitó un descenso en espiral e incrementó la velocidad. Treinta segundos después, sus pies tomaban contacto con un sembrado y empezaba a rodar por el suelo. Sus orificios nasales se colmaron del olor mohoso de la tierra revuelta. No le importó. Estaba vivo.
Thorvaldsen observó el paracaídas en la distancia. No había necesidad de guardar las apariencias por más tiempo. Graham Ashby había mostrado su auténtica cara, pero Malone también lo había hecho. Lo que acababa de acontecer era obra de algún gobierno, lo cual significaba que Malone trabajaba con Stephanie, con los franceses o con ambos. Y esa traición tendría represalias.