Eliza se acercó a la puerta de cristal y movió el picaporte. Miró a través del grueso vidrio y vio que alguien había colocado un cerrojo por dentro. Era imposible que hubiese ocurrido de manera accidental.
Uno de los miembros del grupo apareció por la esquina.
—No hay ninguna otra salida en esta plataforma y no he visto ningún teléfono público.
Más arriba, cerca de la plataforma vallada, Larocque vio la solución al problema: una cámara de un circuito cerrado de televisión enfocada hacia ellos.
—Seguro que algún agente de seguridad nos está viendo. Solo tenemos que llamar su atención.
—Me temo que no será tan sencillo —observó Thorvaldsen.
Eliza lo miró, temiendo lo que pudiera decir, pero consciente de lo que se avecinaba.
—Sea lo que sea lo que ha planeado lord Ashby —dijo—, seguro que ha tenido eso en cuenta y también el hecho de que algunos de nosotros llevaríamos teléfonos. Tardarán algunos minutos en subir hasta aquí. Así que, ocurra lo que ocurra, será pronto.
Malone sintió cómo el avión descendía. Su mirada se clavó en el altímetro. Siete mil pies y bajando.
—¿Qué diablos…?
La caída cesó a 5600 pies.
—Propongo que envíen el caza —dijo—. Puede que sea necesario hacer estallar este avión en el aire —Malone miró los edificios, las carreteras y la gente—. Haré lo que pueda por variar el rumbo.
—Me informan que tendrá un caza escoltándolo en menos de tres minutos —dijo Daniels.
—¿No dijo que eso era imposible en zonas pobladas?
—Los franceses le tienen cariño a la Torre Eiffel. Y lo cierto es que no les preocupa…
—¿Lo que me pase a mí?
—Lo ha dicho usted, no yo.
Malone extendió el brazo hacia el asiento del pasajero, cogió la caja gris y estudió el exterior. Era una especie de dispositivo electrónico, como un computador portátil que no se abría. No se veían interruptores de control. Tiró de un cable que sobresalía pero no pudo arrancarlo. Dejó la caja en el suelo y, con ambas manos, desconectó el cable del panel de instrumentos. Una chispa eléctrica vino seguida de una violenta sacudida y el avión se inclinó primero a la derecha y luego a la izquierda.
Malone arrojó el cable a un lado y agarró la palanca. Puso los pies sobre los pedales e intentó recuperar el control, pero el alerón y la palanca de mando no funcionaban y el Skyhawk continuó su senda hacia el noroeste.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Stephanie.
—He matado al cerebro, o al menos a uno de ellos, pero este trasto sigue su curso y los controles no parecen funcionar.
Malone agarró de nuevo la palanca y trató de virar a la izquierda. El avión se resistía a su control. Entonces escuchó un cambio perceptible en el timbre de la hélice. Había pilotado suficientes monomotores para saber que aquello presagiaba problemas. De repente, el morro dio una sacudida y el Skyhawk inició un ascenso.
Malone manipuló la válvula de admisión e intentó cerrarla, pero el aparato no dejaba de elevarse. El altímetro indicaba 8000 pies cuando el morro por fin descendió. No le gustaba lo que veía. La velocidad estaba alcanzando índices impredecibles. Las superficies de control eran erráticas. El avión podía detenerse en cualquier momento y eso era lo último que necesitaba con una cabina llena de explosivos sobrevolando París.
Malone miró hacia adelante. Con el rumbo y la velocidad actuales, se encontraba como mucho a dos minutos de la torre.
—¿Dónde está ese caza? —preguntó.
—Mira a tu derecha —dijo Stephanie.
Un Tornado, con las alas retraídas y equipado con dos misiles aire-aire, se aproximaba al Skyhawk.
—¿Mantienes comunicación con él? —preguntó.
—Está a nuestra disposición.
—Dígale que descienda y que esté preparado.
El Tornado retrocedió y Malone centró de nuevo su atención en el avión poseído.
—Saquen ese helicóptero de aquí —le dijo a Stephanie.
Malone cogió la palanca de mando.
—Muy bien, cariño —susurró—. Esto te va a doler más a ti que a mí.
Thorvaldsen buscó en el cielo. Graham Ashby se había tomado muchas molestias para dejar encerrado al Club de París. Al este, la policía y los bomberos seguían combatiendo las llamas en los Inválidos.
El danés recorrió la plataforma, primero hacia el este y luego hacia el sur, y entonces los vio: un avión monomotor, seguido de cerca por un helicóptero militar, y un caza virando e iniciando el ascenso. La cercanía de los tres aparatos auguraba problemas.
El helicóptero se alejó para dar espacio al monomotor mientras éste balanceaba las alas. Thorvaldsen oyó a los otros acercarse por detrás.
—Ahí llega nuestro destino —dijo el danés señalando con el dedo.
Larocque miró hacia el cielo despejado. El avión descendía con el morro apuntando directamente a la plataforma en la que se encontraban. Thorvaldsen vio un rayo de sol reflejarse en el metal por encima del helicóptero y el avión. Era el caza militar.
—Parece que alguien se ocupa del problema —comentó Thorvaldsen con despreocupación. Pero se dio cuenta de que abatir el aparato no era una opción viable. Entonces, se preguntó: ¿cómo se decidiría su destino?
Malone tiró de la palanca hacia la izquierda y la mantuvo en posición, resistiendo la sorprendente fuerza que intentaba devolverla al centro. Al principio creyó que era la caja gris la que pilotaba el avión, pero al parecer el Skyhawk había sufrido numerosas modificaciones. En algún lugar había otro cerebro controlando la trayectoria, pues hiciera lo que hiciera, el avión mantenía el rumbo.
Malone pisó los pedales y trató de recuperar un poco el control, pero el avión no respondía. Ahora iba directo a la Torre Eiffel. Supuso que habían escondido otro dispositivo de autodirección allí, igual que en los Inválidos, y la señal era irresistible para el Skyhawk.
—Dígale al Tornado que prepare el misil —ordenó—. Y haga retroceder más ese maldito helicóptero.
—No vamos a derribar ese avión contigo dentro —dijo Stephanie.
—No sabía que te preocupara tanto.
—Hay mucha gente debajo de ti.
Malone sonrió con suficiencia. Entonces se le ocurrió una idea. Si el dispositivo electrónico que controlaba el avión no podía manipularse físicamente, quizá podría engañarlos para que soltaran las riendas. Malone pulsó el cierre de admisión. La hélice se detuvo por completo.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —le preguntó Stephanie.
—He decidido cortar el riego sanguíneo al cerebro.
—¿Crees que los computadores podrían desconectarse?
—Si no lo hacen, tenemos un grave problema.
Malone miró hacia el Sena, de un tono gris amarronado. Estaba perdiendo altura. Sin el motor alimentando los controles, la palanca era más holgada, pero todavía estaba rígida. El altímetro registraba 5000 pies.
—Si esto sale bien, será por poco.
Sam salió corriendo del ascensor en lo alto de la torre. No había nadie en el mirador vallado. Decidió actuar con cautela. Si se equivocaba con Ashby, tendría que dar unas explicaciones imposibles. Se arriesgaba a ser descubierto, pero algo le decía que había que correr ese riesgo.
Sam miró a través de las ventanas, primero al este, luego al norte y finalmente al sur, y vio un avión. Se acercaba a toda velocidad junto a un helicóptero militar. Al diablo con la cautela.
Subió dando zancadas una de las dos escaleras metálicas que conducían al último mirador. La puerta de cristal estaba cerrada a cal y canto. Vio el candado en la parte inferior. No había manera de abrirlo sin llave. Bajó los escalones de tres en tres, cruzó la sala y probó la otra ruta. Lo mismo. Propinó un puñetazo a la gruesa puerta de cristal. Henrik estaba fuera y no podía hacer nada.
Eliza vio cómo la hélice dejaba de girar y el avión perdía altitud. El aparato se hallaba a menos de un kilómetro de distancia e iba directo hacia ellos.
—El piloto está loco —dijo uno de los miembros del club.
—Eso está por verse —apostilló Thorvaldsen con tranquilidad.
A Eliza le impresionó el temple del danés. Parecía conservar la calma pese a la gravedad de la situación.
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó Robert Mastroianni—. No me uní al grupo para vivir esta experiencia.
Thorvaldsen se volvió hacia el italiano.
—Por lo visto, vamos a morir.
Malone probó los controles.
—Enciende otra vez ese motor —dijo Stephanie por radio.
—Eso intento.
Luego manipuló el conmutador. Se oyó un petardeo, pero el motor no arrancaba. Lo intentó de nuevo y se vio recompensado con una explosión. Seguía descendiendo y la cúspide de la Torre Eiffel se encontraba a menos de un kilómetro y medio de distancia.
Probó una vez más y, con un estallido, el motor se puso en marcha y la hélice empezó a generar velocidad. Malone no dio tiempo a que los aparatos electrónicos reaccionaran y aceleró al máximo. Entonces realizó un viraje y esquivó la torre, donde vio a gente señalándolo desde lo alto.