Malone siguió al Skyhawk con la mirada y vio que el aparato cambiaba el rumbo una vez más. Esta vez se dirigía al sur, como si buscara algo.
—¿Está aquí ese caza? —dijo a través del micrófono, preguntándose si todavía había alguien al otro lado.
—Está en posición —repuso Daniels.
Malone tomó una decisión.
—Derríbenlo. Abajo solo hay sembrados, pero nos estamos acercando a la ciudad.
Malone golpeó la ventana y dijo al piloto:
—Dé media vuelta, rápido.
El Skyhawk se alejó a gran velocidad mientras el helicóptero ralentizaba.
—Ya he dado la orden —dijo Daniels.
Thorvaldsen salió al exterior, donde le azotó el frío aire de diciembre. Nunca había visitado la cima de la Torre Eiffel. No había ninguna razón en particular. Lisette quiso ir hacía años, pero los negocios impidieron el viaje. «Iremos el verano que viene», le dijo. Pero el verano transcurrió y después de aquel otros, hasta que Lisette falleció y ya no hubo más. Cai había visitado el lugar en varias ocasiones y le gustaba detallarle las vistas que, había que reconocerlo, eran increíbles. Una placa fijada en la barandilla, bajo una jaula que rodeaba el mirador, indicaba que en un día despejado, la vista se extendía sesenta kilómetros.
Aquél sin duda podía calificarse de despejado. Era uno de esos centelleantes días de invierno coronados por un cielo azul sin una sola nube. Se alegraba de llevar su abrigo de lana más grueso, guantes y bufanda, aunque los inviernos franceses no eran nada comparados con sus homólogos daneses.
París siempre le había desconcertado. Nunca le había causado una gran impresión. En realidad, le gustaba una frase de Pulp Fiction que decía el personaje de Travolta con desenfado: «Allí tienen las mismas cosas, pero con pequeñas diferencias». Él y Jesper habían visto la película años atrás, intrigados por su premisa, pero a la postre sintieron rechazo por su violencia. Hasta hace dos días no se había planteado el uso de la violencia más que en defensa propia. Pero había disparado a Amando Cabral y a su cómplice sin un ápice de remordimiento, y eso le preocupaba. Malone tenía razón. No podía andar por ahí matando gente.
Pero al mirar a Graham Ashby, que se encontraba cerca de Larocque, contemplando París desde el gélido mirador, se dio cuenta de que asesinar a aquel hombre sería un placer. Era curioso cómo su mundo había llegado a definirse por el odio. Se obligó a pensar en cosas agradables. Su rostro y su estado de ánimo no debían dejar entrever lo que tenía en mente. Había llegado hasta allí. Ahora había que ir hasta el final.
Ashby sabía lo que esperaba Eliza Larocque. Quería que un pequeño avión cargado de explosivos se estrellara contra la iglesia del Domo, en el extremo sur de los Inválidos. Un gran espectáculo.
A los fanáticos que se habían ofrecido voluntarios para aceptar una responsabilidad absoluta sobre los hechos les encantaba la idea. Aquel gesto sería un macabro recuerdo del 11-S, aunque a menor escala y sin cobrar vidas humanas. Por eso se había elegido el día de Navidad: los Inválidos y la iglesia estarían cerrados.
Simultáneamente al atentado de París, otros dos monumentos nacionales, el Musée d’Aquitaine en Burdeos y el Palais des Papes en Aviñón, serían bombardeados. Ambos también estaban cerrados. Los tres actos eran puramente simbólicos.
Cuando dieron la vuelta al mirador, deleitándose con la vista, Ashby divisó un carro en llamas y una columna de humo elevándose delante de la iglesia de los Inválidos. Parecían haber acudido al lugar numerosos vehículos de policía, bomberos y emergencias. No fue el único que lo vio. Pudo oír algunos comentarios, pero nadie se mostró muy preocupado. La situación parecía controlada. Sin duda, Lyon tenía algo que ver con el fuego, pero ignoraba los planes del surafricano. No le había dado detalles y tampoco quería saberlos. El único requisito era que ocurriese a mediodía.
Ashby miró su reloj. Había llegado el momento de marcharse.
Se alejó de los demás mientras Larocque guiaba al grupo por el mirador. Observó que Larocque había empezado por la cara norte y que luego se había dirigido hacia la plataforma que daba al oeste. Cuando el grupo dio la vuelta en dirección sur, salió rápidamente por la puerta que conducía a la sala de observación cerrada. Lentamente, cercó el panel de cristal y colocó el candado en la parte inferior. Guildhall había efectuado un exhaustivo reconocimiento del piso superior y había descubierto que las dos puertas que llevaban arriba desde la parte cerrada estaban equipadas con cerrojos que se accionaban con un simple empujón y se abrían con una llave que solo llevaba el personal de seguridad.
Pero aquel día no.
Larocque había negociado que el club dispusiera de una hora en las alturas sin que nadie los molestara y esa hora terminaría hacia las 12.40, veinte minutos antes de que abrieran las taquillas situadas doscientos setenta y cinco metros por debajo y los visitantes empezaran a subir en tropel.
Ashby descendió rápidamente catorce escalones metálicos y cruzó hasta el lado este. Larocque y los demás se encontraban todavía en la cara sur, disfrutando de la vista. Subió las escalera metálicas hasta el segundo piso, movió silenciosamente el grueso panel de vidrio y echó el cerrojo.
El Club de París estaba encerrado arriba.
Bajó las escaleras, entró en uno de los ascensores y pulsó el botón.
—Tengo la información que me pediste —le comunicó Daniels a Malone—. En este momento seis aviones sobrevuelan el espacio aéreo parisino. Cuatro son aviones comerciales que se aproximan a Orly y al Charles De Gaulle. Los otros dos son privados —el presidente hizo una pausa—. Ambos actúan de forma extraña.
—¿Qué significa eso? —preguntó Stephanie.
—Uno de ellos no responde a las órdenes que se le han dado por radio. El otro sí, pero no ha seguido las indicaciones.
—Y ambos se dirigen hacia aquí —dedujo Malone adivinando la respuesta.
—Uno desde el sureste y el otro desde el suroeste. Podemos ver el que se acerca desde el suroeste. Es un Beechcraft.
Malone golpeó la ventana de la cabina.
—Rumbo al sureste —ordenó al piloto, que había escuchado la conversación.
—¿Está seguro? —preguntó Daniels.
—Lo está —respondió Stephanie.
En ese momento, Malone vio una explosión aérea a su derecha, a unos ocho kilómetros de distancia. El Skyhawk había saltado por los aires.
—Me informan que el primer avión ha sido derribado —dijo Daniels.
—Y apuesto a que hay otro Skyhawk —repuso Malone—. Al sureste. Y viene hacia aquí.
—Correcto, Cotton —dijo Daniels—. Acabamos de verlo. Los colores y las insignias son iguales a los que llevaba el que acabamos de derribar.
—Ése es el objetivo —dijo Malone—. El que protege Lyon.
—Y tienen otro problema —dijo el presidente.
—Ya lo sé —repuso Malone—. No podemos derribar este avión. Está sobrevolando la ciudad.
Oyó a Daniels suspirar.
—Parece que ese hijo de puta lo ha planeado todo a conciencia.
Eliza oyó una explosión lejana al otro lado de la torre. Se encontraba en el tramo sur de la plataforma, mirando hacia el Champ de Mars. A ambos lados de la vieja plaza de armas había viviendas privadas, bloques de pisos de lujo y amplias avenidas.
A su izquierda vio los Inválidos y la cúpula dorada de la iglesia todavía intacta. Se preguntó qué había sido aquel ruido, consciente de que todavía faltaban unos minutos para lo que había planeado durante tanto tiempo. Ashby le había dicho que el avión llegaría del norte y sobrevolaría el Sena siguiendo un localizador oculto en la cúpula unos días atrás. El avión iría cargado de explosivos y, sumados a los tanques de combustible casi llenos, las explosiones resultantes prometían ser todo un espectáculo. Ella y los demás gozarían de una fantástica panorámica a casi trescientos metros de altura.
—¿Vamos a la cara este a dar un último vistazo antes de bajar? —preguntó Larocque.
El grupo dobló una esquina. Larocque había planeado cuidadosamente su ruta por la plataforma para que fueran contemplando lentamente la vista de aquel precioso día y acabaran orientados a los Inválidos, situado al este.
Larocque miró a su alrededor.
—¿Alguien ha visto a lord Ashby?
Algunos negaron con la cabeza.
—Iré a buscarlo —dijo Thorvaldsen.
El Westland Lynx voló en dirección al Skyhawk. Malone miró por la ventanilla y localizó el avión.
—Está en posición de las once en punto —le dijo al piloto—. Acérquese.
El helicóptero viró y no tardó en rebasar al avión monomotor. Malone examinó la cabina con los prismáticos y vio que los dos asientos estaban vacíos y que la palanca de dirección se movía, como en el otro avión, con golpes calculados. Igual que antes, había algo en el asiento del copiloto. La zona de popa estaba abarrotada de paquetes envueltos en papel de periódico.
—Es igual que el otro —dijo mientras bajaba los prismáticos—. Vuela automáticamente. Solo que éste es el de verdad. Lyon lo ha calculado todo para que apenas tengamos ninguna posibilidad de detener el avión —Malone miró hacia tierra firme. Solo calles y edificios se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros—. Tenemos pocas opciones.
—Mira de qué nos han servido sus mensajes —observó Stephanie.
—No nos lo ha puesto fácil.
Por la ventanilla del helicóptero vio una cabria de salvamento con cable de acero. Tenía claro lo que debía hacer, pero no anhelaba que llegara ese momento. Malone se volvió hacia el soldado.
—¿Tiene un arnés de cuerpo entero para ese torno?
El hombre asintió.
—Cójalo.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Stephanie.
—Alguien tiene que bajar a ese avión.
—¿Cómo piensas hacerlo?
Malone señaló el exterior.
—Con un suave descenso.
—Ni lo sueñes.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—No, pero yo estoy al mando y es una orden.
—Cotton tiene razón —dijo Daniels—. Es la única opción. Tiene que hacerse con el control de ese avión. No podemos abatirlo.
—¿No querías mi ayuda? —dijo Malone a Stephanie—. Pues déjame ayudar.
Stephanie lo miró como diciendo: «¿Es realmente necesario?».
—No hay otra alternativa —repuso Malone.
Ella asintió.
Malone se quitó los auriculares y se enfundó un overol de vuelo térmico que le facilitó el soldado. Se subió la cremallera y se colocó un arnés alrededor del pecho. El soldado comprobó que estuviera bien ajustado con unos tirones bruscos.
—Sopla mucho viento —dijo el joven—. El cable dará algunas sacudidas. El piloto mantendrá la distancia adecuada para minimizar la oscilación.
El soldado le dio un paracaídas, que Malone se echó a la espalda por encima del arnés.
—Me alegro de que tengas sentido común —gritó Stephanie imponiéndose al ruido de las turbinas.
—No te preocupes, no es la primera vez que lo hago.
—Mientes muy mal —respondió ella.
Malone se puso un gorro de lana que, por fortuna, le cubría todo el rostro como si fuera un ladrón de bancos. Unas gafas tintadas de amarillo le protegían los ojos.
El soldado le preguntó con un gesto si estaba preparado. Malone asintió.
La puerta del compartimento se abrió y entró un aire gélido. Malone se puso unos gruesos guantes térmicos. Oyó un chasquido cuando el gancho de la cabria se fijó al arnés. Entonces contó hasta cinco y saltó.