Thorvaldsen estaba sentado con rigidez en la silla, aunque le costaba mantener la compostura. Allí estaba aquella mujer, explicando tranquilamente cómo un terrorista sacaba provecho del asesinato de miles de personas inocentes. Hablaba sin agravio, sin disgusto. Al contrario, Eliza Larocque sentía admiración por semejante gesta.
Graham Ashby también parecía impresionado. Eso no era ninguna sorpresa. Su personalidad amoral no tendría reparos en aprovecharse de la desgracia ajena. Thorvaldsen se preguntaba si Ashby había pensado alguna vez en los siete muertos de Ciudad de México. ¿O simplemente habría respirado hondo porque sus problemas al fin habían quedado resueltos? Desde luego, ignoraba el nombre de los muertos. De lo contrario, habría reaccionado cuando los presentaron. Pero no dio muestras de reconocerlo. ¿Por qué iba a conocer a las víctimas? ¿Por qué iban a importarle? Amando Cabral había recibido la orden de arreglar el agravio y cuantos menos detalles conociera Ashby, mejor.
—¿Por qué no hemos oído hablar nunca de esto? —preguntó Ashby.
—En Internet circulan rumores desde hace años —dijo Larocque—. Les Echos, un periódico económico francés que goza de bastante reputación, publicó un artículo sobre el tema en 2007. Varios periódicos estadounidenses han recogido esa historia. Algunas personas próximas al gobierno de Estados Unidos a las que conozco personalmente, aseguran que esta cuestión se ha clasificado como confidencial. Imagino que los estadounidenses no quieren que esos rumores sean corroborados. Oficialmente, la Comisión de Bolsa y Valores ha declarado que no hubo transferencia de información privilegiada.
Ashby soltó una carcajada.
—Típico de los yanquis. Entierran las cosas con la esperanza de que desaparezcan.
—Cosa que ocurrió —dijo otro miembro del grupo.
—Pero podemos aprender de esa iniciativa —repuso Larocque—. De hecho, llevo algún tiempo estudiándola.
Malone bajó el arma mientras los hombres de seguridad se abalanzaban sobre la mujer como un enjambre. Le inmovilizaron los brazos y las manos y la sacaron del patio de honor.
—¿Cómo sabías que era un farol? —preguntó Stephanie.
—Esa bomba no era nada. Podrían haber hecho estallar toda la iglesia. Lyon contaba con una red de seguridad y la aprovechó —Malone señaló con la Beretta el detonador que descansaba sobre el pavimento—. Ese trasto no activa nada.
—¿Y si llegas a estar equivocado?
—No lo estaba.
Stephanie meneó la cabeza.
—Lyon no nos trajo hasta aquí para matarnos —dijo Malone—. Sabía que Ashby juega a dos bandas. Lo hizo porque quería que estuviésemos aquí.
—Esa mujer no sabía nada. Su mirada lo decía todo. Estaba dispuesta a hacer saltar algo por los aires.
—Siempre hay un tonto dispuesto a hacer el trabajo sucio. Lyon la utilizó para ganar tiempo. Quiere mantenernos ocupados, al menos hasta que esté preparado para nosotros.
Desde el interior del patio, rodeados por los edificios de cuatro plantas de los Inválidos, no podían ver la Torre Eiffel. ¿Qué estaría ocurriendo allí con Sam y Henrik? Malone pensó de nuevo en la cúpula y el transpondedor.
—Supongo que cuando apagamos ese dispositivo de búsqueda dimos la señal para que comenzara el espectáculo.
La radio de Stephanie se activó.
—¿Está ahí? —la voz tenía un registro de barítono grave reconocible al instante. Era el presidente Danny Daniels.
Stephanie se mostró sorprendida.
—Sí, señor, aquí estoy —respondió.
—¿Cotton está con usted?
—Sí.
—El Estado Mayor pretendía comunicarse con usted, pero me ha parecido más oportuno hablarle yo mismo. No tenemos tiempo para interpretaciones. Hemos estado realizando un seguimiento y tiene usted un buen problema ahí. Aquí va otro contratiempo: hace seis minutos, un pequeño avión se ha apartado de su ruta y no ha aterrizado en el Aeropuerto de París-Le Bourget como estaba previsto.
Malone conocía el aeródromo. Estaba situado al noroeste a unos once kilómetros de allí. Durante décadas fue el único aeropuerto de París, famoso por ser el lugar donde tomó tierra Charles Lindbergh a su regreso de la travesía transatlántica de 1927.
—Ese avión se dirige hacia ustedes —dijo Daniels.
Malone ató todos los cabos y dijo:
—Para eso quería ganar tiempo Lyon.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Stephanie.
—Mientras hablamos, un helicóptero de la OTAN está aterrizando al norte de los Inválidos. Súbanse a él. Me pondré en contacto con ustedes cuando hayan llegado.
Eliza estaba disfrutando del momento. La impresión que causaban sus palabras en el público constataba que había elegido bien. Todos ellos eran audaces e intrépidos empresarios.
—Bin Laden fracasó porque permitió que el fanatismo se impusiera al buen criterio. No fue cuidadoso. Quería transmitir su mensaje y deseaba que el mundo supiera cómo lo había hecho. No puedes generar beneficios a largo plazo siendo tan estúpido.
—A mí no me interesa matar gente —espetó Robert Mastroianni.
—A mí tampoco. Y no es necesario. Solo hace falta una amenaza creíble que la ciudadanía tema. Nosotros sacaremos tajada de ese miedo.
—¿No tiene miedo suficiente el mundo? —preguntó otro de los asistentes.
—Desde luego —respondió ella—. Lo único que tenemos que hacer es utilizarlo en nuestro provecho.
Eliza recordó algo que le había enseñado su madre: «La mejor manera de ganarse la confianza de quien te escucha es hacerle creer que le has confiado un secreto».
—Contamos con la sabiduría de los papiros. Estos papiros le enseñaron a Napoleón muchas cosas y, créanme, también pueden guiarnos a nosotros.
La oradora adoptó un semblante reflexivo.
—El mundo ya está asustado. El terrorismo es real. Nadie puede cambiar eso. La cuestión es cómo puede utilizarse esa realidad.
—Cui bono —dijo uno de ellos.
Eliza sonrió.
—Eso es. ¿Quién se beneficia? Ese principio latino describe a la perfección esta empresa —en ese momento alzó un dedo para dar más énfasis a su discurso—. ¿Alguna vez se han planteado quién se beneficia del terrorismo? Se produce un incremento inmediato de la seguridad en los aeropuertos y edificios. ¿Quién controla todas esas instalaciones, el tráfico aéreo y, por supuesto, la información? Los beneficios los cosechan quienes proporcionan esos servicios esenciales. La economía de las aseguradoras se ve afectada de manera directa. La militarización de nuestro aire, tierra, agua, océanos y espacio se intensifica. Nada es demasiado caro para protegernos de una amenaza. El negocio del apoyo logístico, la ingeniería y los servicios de construcción relacionados con la guerra contra el terrorismo es enorme. En esta guerra, combaten más los contratistas privados que el propio ejército. En ella se obtienen unos beneficios casi impensables. Desde 2001 hemos visto cómo el valor de las acciones de las empresas que ofrecen servicios de apoyo a la guerra se ha incrementado entre un quinientos y un ochocientos por ciento.
Eliza sonrió y arqueó levemente la ceja.
—Soy consciente de que algunas de esas cosas resultan obvias, pero hay otras maneras más sutiles de sacar provecho. De ellas les hablaré después de comer.
—¿Qué tiene planeado? —preguntó Ashby—. Me mata la curiosidad.
Eliza no puso en duda esa observación. Ella también sentía curiosidad. Se preguntaba si Ashby era un amigo o un enemigo.
—Permítanme que lo explique de este modo. A finales de los años noventa, Corea del Sur, Tailandia e Indonesia experimentaron lo que prácticamente era una debacle económica. El Fondo Monetario Internacional acabó sacándolos del apuro. Nuestro Roben Mastroianni trabajaba para el FMI por aquel entonces y sabe a qué me refiero.
Mastroianni asintió.
—Mientras tenía lugar esa operación de rescate, los inversores saquearon esas tres economías y cosecharon grandes beneficios. Si posees la información adecuada en el momento adecuado, puedes ganar millones incluso en los arriesgados mercados de los derivados y los futuros sobre acciones. He realizado algunas proyecciones preliminares. Con los casi trescientos millones de euros de que disponemos ahora mismo, cabe esperar un rendimiento de entre cuatro mil cuatrocientos y ocho mil millones de euros en los próximos veinticuatro meses. Y eso siendo precavidos. Todas esas cifras son libres de impuestos, claro está.
Eliza comprobó que al grupo le había gustado esa predicción. A una persona con dinero nada la atraía más que la posibilidad de ganar más dinero. Su abuelo tenía razón cuando decía: «Gana todo el dinero que puedas y gástalo, porque se puede ganar mucho más».
—¿Y cómo vamos a salir airosos de todo esto? —preguntó uno de ellos.
Eliza se encogió de hombros.
—¿Por qué no íbamos a hacerlo? El gobierno es incapaz de gestionar el sistema. Dentro del gobierno, pocos entienden el problema y mucho menos cómo encontrar una solución. Y la ciudadanía es absolutamente ignorante. Si no, mire lo que hacen los nigerianos cada día. Envían millones de correos electrónicos a incautos en los que aseguran que pueden obtener grandes beneficios a través de unos fondos no reclamados siempre que abonen una pequeña tasa administrativa. Gran cantidad de gente en todo el mundo cae en esta estafa. Cuando se trata de dinero, pocos piensan con claridad. Yo propongo que pensemos con claridad cristalina.
—¿Y cómo se hace eso?
—Se lo explicaré todo después de comer. Baste decir que estamos garantizando una fuente de financiación que debería proporcionarnos muchos más billones en recursos no declarados. Se trata de una riqueza no documentada que puede invertirse y utilizarse para nuestro provecho colectivo. Ahora es el momento de que subamos a lo alto de la torre para disfrutar de la vista.
El grupo se levantó.
—Les garantizo que el viaje valdrá la pena.