Eliza caminó hacia el estrado situado en un extremo del salón. Una rápida mirada a su reloj confirmó la hora; eran las 11.35. Faltaban veinticinco minutos.
—Subiremos muy pronto, pero antes quiero exponer mi propuesta a corto plazo —dijo mirando al grupo—. Durante la última década hemos presenciado numerosos cambios en los mercados financieros de todo el mundo. Los futuros sobre acciones, que en su día eran una herramienta que empleaban los fabricantes para proteger sus productos, ahora son simplemente un juego de azar en el que los bienes no existen y se venden a precios que no guardan ninguna relación con la realidad. Lo comprobamos hace unos años cuando el petróleo alcanzó un máximo de más de ciento cincuenta dólares el barril. Ese precio no tenía nada que ver con el suministro, que por entonces había alcanzado unas cotas históricas. Al final, ese mercado estalló y los precios cayeron en picado.
Eliza vio que muchos asistentes coincidían con su valoración.
—La culpa de ello la tiene sobre todo Estados Unidos —precisó—. En 1999 y 2000 se aprobó una legislación que allanó el terreno para una ofensiva especuladora. En realidad, esa legislación derogaba estatutos anteriores ratificados en los años treinta y concebidos para impedir otra debacle del mercado bursátil. Ahora que habían desaparecido las salvaguardas, se reproducían los mismos problemas de los años treinta. Las devaluaciones del mercado bursátil global que sobrevinieron no deberían haber sorprendido a nadie.
La oradora advirtió expresiones de curiosidad en algunos rostros.
—Es elemental. Las leyes que anteponen la avaricia y la irresponsabilidad al trabajo duro y el sacrificio tienen un precio —hizo una pausa—. Pero también generan oportunidades.
En la sala reinaba el silencio.
—Entre el 26 de agosto y el 11 de septiembre de 2001, un grupo de especuladores vendieron al descubierto una lista de treinta y ocho valores cuya cotización podía bajar a consecuencia de un ataque contra Estados Unidos. Trabajaban en las bolsas canadiense y alemana. Las empresas incluían a United Airlines, American Airlines, Boeing, Lockheed Martin, Bank of America, Morgan Stanley Dean Witter y Merrill Lynch. En Europa, sus objetivos eran compañías de seguros como Munich Re, Swiss Re y AXA. El viernes anterior a los atentados, se vendieron diez millones de acciones de Merryll Lynch. En un día normal no se venden más de cuatro millones. Tanto United Airlines como American Airlines vivieron una actividad inusual en los días previos al atentado. Ninguna otra aerolínea experimentó algo semejante.
—¿Qué insinúa? —preguntó un miembro del grupo.
—Solo lo que un grupo de expertos antiterroristas de Israel concluyó cuando estudió las cuentas de Bin Laden. Con los atentados del 11-S, Bin Laden obtuvo casi veinte millones de dólares de beneficios.
Malone oyó el estruendo de un helicóptero sobre su cabeza y vio un Westland Lynx de la Armada Real británica volando a baja altura.
—La OTAN —dijo Stephanie.
Siguiendo sus instrucciones, los hombres que rodeaban a la terrorista en el patio habían bajado las armas.
—He hecho lo que quería —gritó Stephanie en francés.
La terrorista no respondió. Se encontraba a diez metros de distancia y no apartaba la vista de los soportales que cercaban el patio de honor. Seguía nerviosa, vacilante, y no dejaba de mover las manos.
—¿Qué quiere? —le preguntó Stephanie.
Malone no dejaba de mirar a la mujer y aprovechó unos segundos de confusión para buscar en su cazadora la Beretta que Stephanie le había proporcionado horas antes.
—He venido a demostrar una cosa —gritó la mujer en francés—. A todos aquéllos que quieren tratarnos con odio.
Malone sujetó la pistola con firmeza. La terrorista no paraba de mover las manos y, con ellas, el detonador, y sacudía la cabeza de un lado a otro.
—¿A quiénes se refiere? —preguntó Stephanie.
Malone sabía que su exjefa estaba actuando según el manual. Mantener al atacante ocupado, ser paciente y esperar a que cometiera un error.
La mujer y Stephanie intercambiaron una mirada.
—Francia debe saber que no nos puede ignorar.
Malone esperó a que la terrorista mirara de nuevo el adoquinado, como había hecho antes.
—¿A quién…? —dijo Stephanie.
La mano que sostenía el detonador se balanceó hacia la izquierda. Justo cuando la terrorista volvió la cabeza hacia los soportales del otro extremo del patio, Malone desenfundó la pistola y apuntó.
Sam se escondió detrás del escenario de la sala de reuniones, donde nadie pudiera verlo. Había logrado quedarse dentro mientras el resto del personal salía. La idea era que uno de los dos se situara en un lugar desde el que pudiera escuchar. Meagan lo había intentado, pero se vio acorralada por los demás camareros, que le pidieron que los ayudara a retirar unos carros. Su mirada de frustración le indicó que todo quedaba en sus manos y Sam entró en acción.
En el interior no quedaba ni un solo vigilante de seguridad. Todos se habían apostado fuera. Era imposible que alguien entrara por las puertas que daban al mirador, pues éste se hallaba a casi sesenta metros de altura.
Sam había escuchado el discurso de Eliza Larocque y comprendido todas y cada una de sus palabras. Una venta al descubierto se producía cuando alguien vendía un activo que no era de su propiedad con la esperanza de recomprarlo más adelante por un precio más bajo. La idea era aprovecharse de una caída inesperada del precio.
Era una empresa arriesgada en muchos aspectos. En primer lugar, los valores que en principio han de venderse al descubierto deben tomarse prestados de su propietario y luego venderlos al precio actual. Una vez que el precio ha caído, se compran de nuevo por un valor menor, se devuelven al propietario y el vendedor se queda con los beneficios. Si el precio sube en lugar de bajar, las acciones deben adquirirse a un precio más elevado, lo cual genera pérdidas. Por supuesto, si el vendedor sabe que el precio de unas acciones determinadas va a caer e incluso el momento exacto en que eso ocurrirá, el riesgo de pérdida es nulo y los beneficios potenciales, enormes. Era uno de los ardides financieros de los que advertían las páginas web de Sam y Meagan.
En el Servicio Secreto, Sam había oído rumores sobre la posible manipulación de Bin Laden, pero esas investigaciones eran confidenciales y se gestionaban muchos escalafones por encima del suyo. Quizá sus publicaciones sobre el tema fueron lo que motivó a sus superiores a presionarlo. Oír a Eliza Larocque mencionar muchos argumentos sobre los que él había especulado públicamente no hicieron sino confirmar lo que sospechaba desde hacía tiempo: estaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.
Ashby escuchó con sumo interés las palabras de Larocque y empezó a dilucidar lo que ésta maquinaba. Aunque le había pedido que negociara con Peter Lyon, Larocque no le había hecho partícipe de la esencia del plan.
—El problema de la maniobra de Bin Laden —afirmó— es que no previo dos cosas. En primer lugar, el mercado de valores estadounidense permaneció cerrado cuatro días después de los atentados. Y, en segundo lugar, existen procedimientos automáticos para detectar la venta al descubierto. Uno de ellos, los «informes azules», analiza los volúmenes de negocio e identifica amenazas potenciales. Esos cuatro días de cierre dieron tiempo a que las autoridades del mercado se percataran de la maniobra, al menos en Estados Unidos. Pero en el extranjero, los mercados continuaron funcionando y se obtuvieron beneficios rápidamente antes de que nadie pudiera detectar la manipulación.
Ashby rememoró los días posteriores al 11 de septiembre de 2001. Larocque tenía razón. Munich Re, la segunda compañía reaseguradora más importante de Europa, perdió casi dos mil millones de dólares por la destrucción del World Trade Center y sus acciones cayeron en picado después de los ataques. Un vendedor al descubierto con conocimientos podría haber ganado millones.
También recordó lo ocurrido en otros mercados. El Dow Jones cayó un 14 por ciento, el Standard & Poor’s 500 Index se contrajo un 12 por ciento y el NASDAQ Composite un 16 por ciento: esos mismos resultados se reflejaron en todos los mercados extranjeros durante las semanas posteriores a los atentados. Su propia cartera había sufrido una sacudida y, de hecho, fue el comienzo de una espiral descendente que empeoró de manera progresiva.
Y lo que decía Larocque sobre los derivados era cierto. No eran más que apuestas arriesgadas con dinero prestado. Tipos de interés, divisas extranjeras, acciones, fracasos empresariales: los inversores, los bancos y los corredores de bolsa jugaban con todo ello. Sus analistas financieros le dijeron en una ocasión que cada día se ponían en riesgo ochocientos billones de euros en todo el mundo. Ahora se daba cuenta de que tal vez pudiera sacar rédito de todo aquel riesgo. De haberlo sabido antes…
La mujer había visto la pistola y Malone lo sabía. Los ojos de la terrorista se clavaron en los suyos.
—Adelante —gritó en francés—. Hazlo.
La mujer pulsó el detonador. No ocurrió nada.
Lo hizo una vez más. Nada.
El desconcierto se apoderó de su rostro.