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Malone trepó hasta la linterna por una abertura que había en el suelo. Al salir al exterior, lo recibieron un aire gélido y la luz de aquel radiante mediodía. La panorámica era espectacular dondequiera que mirara. El Sena serpenteaba a través de la ciudad en su periplo hacia el norte, el Louvre se alzaba al noreste y la Torre Eiffel unos tres kilómetros al oeste. Stephanie lo siguió. El vigilante subió de último, pero se quedó en la escalera, de modo que solo podían verle la cabeza y los hombros.

—Decidí registrar la cúpula personalmente —dijo—. No encontré nada, pero me apetecía un cigarrillo, así que trepé hasta aquí y lo vi.

Malone miró hacia donde apuntaba el dedo del vigilante y vio una caja azul de unos veinticinco centímetros cuadrados adosada al techo de la linterna. Una barandilla decorativa de cobre protegía cada uno de los cuatro arcos de la cúpula. Con cuidado, Malone se subió a una de las barandillas y se acercó a escasos centímetros de la caja. En un lateral de la caja vio un cable delgado, que mediría unos treinta centímetros de largo, balanceándose con la brisa.

Malone miró a Stephanie.

—Es un transpondedor, una baliza para atraer a ese avión hasta aquí —dijo mientras tiraba del artilugio, que estaba sujeto con un fuerte adhesivo—. Se activa por control remoto, no puede ser de otra manera. Pero colocarlo aquí les habrá supuesto un gran esfuerzo.

—Eso no es un problema para Peter Lyon. Ha logrado cosas más difíciles.

Malone se agachó, sosteniendo todavía el transpondedor, y lo apagó accionando un interruptor situado en un lateral.

—Eso debería complicarle las cosas —Malone le entregó el dispositivo a Stephanie—. Ha sido demasiado fácil. Lo sabes, ¿no?

Ella asintió.

Malone se acercó a otra barandilla y miró hacia el punto en el que dos calles confluían en una plaza vacía situada frente a la fachada sur de la iglesia. El día de Navidad había alejado buena parte del tráfico diario. Para no alertar a nadie en la cercana Torre Eiffel, desde la que se podía ver claramente los Inválidos, la policía había decidido no acordonar las calles.

Malone divisó una furgoneta de color claro que recorría el Boulevard des Invalides en dirección norte. Circulaba a una velocidad inusual. La furgoneta torció a la izquierda hacia la Avenue de Tourville, que discurría perpendicular a la entrada principal de la iglesia del Domo. Stephanie advirtió su interés.

La furgoneta aminoró la marcha, giró a la derecha, se salió de la calzada y subió una corta escalinata de piedra en dirección a las puertas principales de la iglesia.

Stephanie cogió su radio.

La furgoneta rebasó los escalones y continuó por la acera, entre las islas de césped, antes de detenerse en la base de otra escalinata. En ese momento se abrió la puerta del conductor.

Stephanie activó su radio para transmitir un mensaje de alerta, pero antes de que pudiese mediar palabra, un hombre salió del vehículo y echó a correr hacia un carro que había irrumpido en la calle. El hombre se metió en el carro y ambos se alejaron.

Entonces, la furgoneta saltó por los aires.

—Permítanme desearles a todos una feliz Navidad —dijo Eliza—. Me alegro mucho de tenerlos aquí. Este local me pareció excelente para la reunión de hoy. Un lugar distinto. La torre abre a la una, así que gozaremos de privacidad hasta entonces —hizo una pausa—. Y además tenemos preparado un delicioso almuerzo.

La anfitriona se alegraba especialmente de que Robert Mastroianni hubiese asistido a la reunión, cumpliendo así la promesa que le había hecho en el avión.

—Disponemos de aproximadamente una hora para nuestros negocios, y luego he pensado que podríamos subir hasta arriba antes de que llegue la multitud. Será maravilloso. No es frecuente tener la oportunidad de estar en la cima de la Torre Eiffel con tan poca gente. Me aseguré de que lo incluyeran en el contrato.

Su propuesta fue acogida con entusiasmo.

—También es un privilegio que nos acompañen nuestras dos últimas incorporaciones.

En ese momento presentó a Mastroianni y a Thorvaldsen.

—Es maravilloso que ambos formen parte de nuestro grupo. Con eso somos ocho y creo que nos quedaremos en esa cifra. ¿Alguna objeción?

Nadie dijo nada.

—Perfecto.

Eliza observó aquellos rostros ávidos y atentos. Incluso Graham Ashby parecía eufórico. ¿Había mentido a Eliza acerca del libro merovingio? Por lo visto sí. Se habían reunido antes de que llegaran los demás y Ashby le había reiterado que el libro no se hallaba en la vitrina. Ella había escuchado con atención, había valorado cada detalle y había concluido que, o bien decía la verdad, o bien era uno de los mayores embusteros que había conocido en su vida.

Pero, en efecto, alguien había robado el libro. El periódico más importante de la ciudad se hacía eco de ello. ¿Cómo sabía tanto Thorvaldsen? ¿Era realmente Ashby un problema de seguridad? No había tiempo para responder a aquellos interrogantes por el momento. Debía centrarse en la tarea que tenía entre manos.

—He pensado que empezaré contándoles una historia. El signore Mastroianni tendrá que excusar que me repita. Le expliqué esto mismo hace un par de días, pero para el resto de ustedes será aleccionador. Es sobre lo que le ocurrió a Napoleón en Egipto.

Malone y Stephanie salieron corriendo de la iglesia del Domo por la devastada entrada principal. La furgoneta continuaba ardiendo a los pies de la escalinata. Aparte de las puertas de cristal, la iglesia no había sufrido grandes daños. Malone se percató de que una furgoneta cargada de explosivos a tan corta distancia habría destruido toda la fachada sur, por no hablar de los edificios cercanos que albergaban el hospital y el centro de excombatientes.

—Esa bomba no era gran cosa —dijo—. Otra maniobra de distracción.

Las sirenas ulularon a los lejos. Los bomberos y la policía se dirigían hacia allí. El calor de la furgoneta en llamas templaba el gélido aire del mediodía.

—¿Es posible que algo haya salido mal? —preguntó Stephanie.

—Lo dudo.

Las sirenas rugían cada vez con más fuerza. En ese momento sonó la radio de Stephanie. Malone escuchó la información que proporcionó el hombre que se encontraba al otro lado.

—Tenemos una terrorista suicida en el patio de honor.

Thorvaldsen prestó atención mientras Larocque terminaba su historia sobre Egipto. La anfitriona explicó el concepto original del Club de París que había ideado Napoleón y resumió el contenido de los cuatro papiros. La oradora no mencionó que el danés había facilitado buena parte de la información, cosa que no le pasó por alto. Sin duda, Larocque quería que sus conversaciones fuesen privadas. Leer el recorte de prensa la había afectado. ¿Cómo no iba a hacerlo? Su reacción le dijo algo más. Ashby no había mencionado que, gracias a Stephanie y Cotton, ahora estaba en posesión del libro.

Pero ¿qué significaba el Magellan Billet en todo aquello?

Thorvaldsen había intentado establecer contacto con Malone por la noche y a lo largo de la mañana, pero su amigo no respondía al teléfono. Le había dejado mensajes y ninguno obtuvo respuesta. Malone no había pasado por su habitación del Ritz la noche anterior. Y aunque sus investigadores no alcanzaron a ver el título del libro que Stephanie le entregó a Ashby, sabía que era el de los Inválidos. ¿Qué podía ser si no?

Tenía que haber una buena razón para que Malone entregara el libro a Stephanie, pero no se le ocurría ninguna.

Ashby estaba sentado tranquilamente al otro extremo de la mesa, mirando a Larocque con atención. Thorvaldsen se preguntaba si los hombres y mujeres presentes en aquella sala sabían en qué se habían metido. Dudaba de que a Eliza Larocque le interesaran únicamente los beneficios ilícitos. Por las dos reuniones que habían mantenido dedujo que era una mujer con una misión, decidida a demostrar algo, tal vez a justificar la herencia que le fue negada a su familia. ¿O tal vez pretendía reescribir la historia? Fuese lo que fuese, ganar dinero no era su única aspiración. Había reunido a aquel grupo en la Torre Eiffel el día de Navidad por alguna razón.

Así, pues, decidió olvidarse por el momento de Malone y concentrarse en el problema que tenía ante él.

Malone y Stephanie llegaron a toda prisa al patio de honor y observaron la elegante plaza. En el centro había una joven de unos treinta y pocos años, con una melena oscura, pantalones de pana y una camisa roja desteñida bajo un abrigo negro. En una mano sostenía un objeto.

Dos vigilantes de seguridad armados con pistolas se hallaban apostados bajo los soportales del otro lado, cerca del andamio por el que Malone había entrado en el museo el día anterior. Otro hombre armado se encontraba a su izquierda, en los arcos que conducían al exterior a través de la fachada norte de los Inválidos, cuyas rejas de hierro estaban cerradas.

—¿Qué demonios es esto? —murmuró Stephanie.

Detrás de ellos apareció un hombre que se dirigió a los soportales por las puertas de cristal que daban acceso al museo. Llevaba un chaleco antibalas y el uniforme de la policía francesa.

—La mujer ha llegado hace un momento —les informó el agente.

—Creía que habían registrado estos edificios —repuso Stephanie.

Madame, son cientos de miles de metros cuadrados. Hemos ido lo más rápido que hemos podido sin llamar la atención, tal como usted ordenó. Si alguien quería esquivarnos, no iba a ser difícil.

El policía tenía razón.

—¿Qué quiere esa mujer? —preguntó Stephanie.

—Les ha dicho a los hombres que controla una bomba y que no se muevan. Fui yo quien avisó por radio.

—¿Ha aparecido antes o después de que la furgoneta estallara frente a la iglesia? —preguntó Malone

—Justo después.

—¿En qué piensas? —le preguntó Stephanie.

Malone la miró. Ella se volvió hacia los agentes que continuaban apuntando a la terrorista con sus armas. En una maniobra inteligente, la mujer no cesaba de mover la mano con la que sostenía el detonador.

—Gardez vos distances et baissez les armes —gritó.

Malone tradujo en voz baja. Mantengan la distancia y bajen las armas. Nadie siguió las instrucciones.

Ilse pourrait que la bombe soit a l’hôpital. Ou à l’hospice. Faut’ il pendre le risque? —exclamó la terrorista mostrando el detonador. «La bomba podría estar en el hospital o en el hogar de pensionistas. ¿Se arriesgarán?».

—Hemos registrado esos dos edificios palmo a palmo. No hay nada allí —susurró el policía a Malone y Stephanie.

Je ne le redirai pas —gritó la mujer. «No pienso repetirlo».

Malone se dio cuenta de que la decisión estaba en manos de Stephanie, y que no le gustaban las fanfarronerías. Sin embargo, ordenó a los agentes que bajaran las armas.