Malone ascendió desde la cripta de Napoleón por una escalera de mármol, flanqueada en el tramo superior por dos estatuas funerarias de bronce. Una llevaba la corona y la mano de la justicia y la otra una espada y un orbe. Stephanie lo esperaba ante el gran altar de la iglesia, con su dosel de columnas retorcidas que recordaban a las de Bernini en la basílica de San Pedro.
—Por lo visto, los esfuerzos de Henrik no han sido en vano —dijo Stephanie—. Ha conseguido una invitación para entrar en el club.
—Tiene una misión. Tienes que entenderlo.
—Sí, pero yo también tengo una, como comprenderás. Quiero a Peter Lyon.
Malone barrió con la mirada la iglesia desierta.
—Todo esto pinta mal. Lyon sabe que vamos por él. Desde el principio ese avión en Heathrow era una pista falsa.
—Pero también sabe que no podemos mostrar nuestras cartas.
Ése era el motivo por el que la iglesia del Domo no estaba cercada de policías y el hospital y el centro de retiro de los Inválidos no habían sido evacuados. Su ultramoderna unidad quirúrgica atendía a excombatientes y aproximadamente un centenar vivían allí de forma permanente, en unos edificios situados a uno y otro lado de la iglesia. La búsqueda de explosivos había comenzado con discreción la noche anterior, sin alertar a nadie de que pudiese haber algún problema. Había sido una búsqueda discreta. Una alarma a gran escala habría dado al traste con la caza de Lyon y el Club de París. Pero hasta el momento las tareas habían resultado desalentadoras. Los Inválidos abarcaba cientos de miles de metros cuadrados repartidos en docenas de edificios de varias plantas. Había demasiados lugares donde esconder un explosivo.
Stephanie oyó su nombre por radio y una voz anunció:
—Tenemos algo.
—¿Dónde? —respondió ella.
—En la cúpula.
—Vamos para allá.
Thorvaldsen le estrechó la mano a Graham Ashby, forzó una sonrisa y dijo:
—Un placer conocerle.
—Lo mismo digo. Conozco a su familia desde hace muchos años. También admiro su porcelana.
Thorvaldsen asintió en un gesto de agradecimiento por el cumplido. En ese momento se percató de que Eliza Larocque vigilaba cada uno de sus movimientos, analizándolos a él y a Ashby, así que echó mano de todo su encanto y siguió interpretando su papel.
—Eliza me ha dicho que quiere usted unirse a nosotros.
—Parece que merecerá la pena el esfuerzo —repuso Thorvaldsen.
—Creo que le gustará el grupo. Estamos empezando, pero en estas reuniones lo pasamos muy bien.
Thorvaldsen examinó de nuevo la sala y contó siete miembros, incluidos Ashby y Larocque. Los camareros deambulaban como fantasmas extraviados. Cuando terminaron sus quehaceres, desaparecieron uno a uno por una puerta situada al fondo de la sala.
La intensa luz del sol entraba a raudales por un tabique de cristal e impregnaba de un brillo dorado la alfombra roja y el lujoso entorno.
Larocque animó a todos a tomar asiento. En ese momento, Ashby se ausentó.
Thorvaldsen se dirigió a la mesa más cercana y entonces vio a un camarero guardando sillas detrás del escenario que tenía a su derecha. Al principio creyó que era un error, pero cuando el joven regresó para cargar más sillas, sus dudas se disiparon. Sam Collins estaba allí.
Malone y Stephanie subieron una escalera metálica que conducía a un espacio situado entre los muros interiores y exteriores. La cúpula no era de una sola pieza. Por el contrario, desde dentro solo se apreciaba una de las dos hileras de ventanas visibles desde el exterior del cilindro. Una segunda cúpula, completamente cercada por la primera y visible a través de la abertura superior de la bóveda más baja, capturaba los rayos de sol por una segunda fila de ventanas e iluminaba el interior. Era un ingenioso diseño de encajes, solo evidente desde arriba.
Encontraron una plataforma apoyada en la cúpula superior, entre el dermatoesqueleto zigzagueante de vigas de madera y los tirantes de acero más recientes del edificio. Otra escalera metálica se inclinaba hacia el centro, entre los soportes, hasta alcanzar una segunda plataforma que anclaba una última escalera que conducía a la linterna. Se hallaban cerca de la cima de la iglesia, a unos noventa metros de altura. En la segunda plataforma, por debajo de la linterna, vieron a un miembro del personal de seguridad francés, que había entrado en los Inválidos hacía unas horas, señalando hacia arriba.
—Ahí.
Eliza estaba encantada. Habían asistido los siete miembros, además de Henrik Thorvaldsen. Todo el mundo buscaba asiento. Ella había insistido en que hubiera dos mesas para que nadie se sintiera agobiado. Odiaba sentirse agobiada. Quizá era porque había vivido sola durante toda su vida adulta. No es que un hombre no pudiera ofrecerle de vez en cuando una agradable distracción, pero le repugnaba la idea de una relación personal íntima, alguien con quien deseara compartir sus pensamientos y sensaciones y que quisiera que ella hiciese lo mismo.
Había observado sin perder detalle el encuentro entre Thorvaldsen y Graham Ashby. Ninguno de los dos había mostrado reacción alguna. Sin duda, eran dos extraños que se veían por primera vez.
Eliza consultó su reloj. Era hora de empezar.
Antes de que pudiera atraer la atención de todo el mundo, Thorvaldsen se le acercó y le dijo en voz baja:
—¿Ha leído Le Parisién esta mañana?
—Lo haré más tarde. He tenido una mañana ajetreada.
Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico.
—Entonces debería ver esto. Desde la página 12A. Columna superior derecha.
Eliza echó un vistazo rápido al artículo, que recogía un robo que se había producido el día anterior en el Hotel des Invalides y su Musée de l’Armée. De una de las galerías en proceso de remodelación, los ladrones habían sustraído un objeto de la exposición dedicada a Napoleón. Se trataba de un libro, Los reinos merovingios 450-751 d. C., importante por el mero hecho de que el emperador lo mencionaba en su testamento, aunque por lo demás carecía de excesivo valor, lo cual explicaba su presencia en la galería. El personal del museo estaba confeccionando un inventario con los objetos restantes para averiguar si faltaba algo más.
Eliza miró a Thorvaldsen.
—¿Cómo sabe usted que esto podría ser relevante para mí?
—Como dejé claro en su château, los he estudiado a usted y a él con sumo detalle.
La advertencia que había lanzado Thorvaldsen el día anterior resonó en los oídos de Eliza.
«Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa».
Y eso era exactamente lo que le había dicho Graham Ashby.