París
Martes, 25 de diciembre
10.30 h
Malone exploró la iglesia del Domo, situada en el Hotel des Invalides. Seis capillas nacían de un núcleo central, cada una de las cuales albergaba a sus respectivos héroes militares y estaba dedicada bien a la Virgen María, bien a uno de los padres de la Iglesia católica romana. Se encontraba seis metros por debajo del nivel principal, bordeando la tumba de Napoleón. Todavía no había llamado a Gary y estaba enojado consigo mismo por ello, pero la noche anterior había sido larga.
—¿Hay algo? —oyó que decía desde arriba Stephanie, que lo miraba apoyada en una balaustrada de mármol.
—En este mausoleo no hay lugar donde esconder nada y mucho menos una bomba.
Los perros ya habían rastreado todos los nichos sin encontrar nada. Ahora se estaba registrando los Inválidos, hasta el momento sin éxito. Pero puesto que Ashby había asegurado que la iglesia era el blanco principal, se estaba escudriñando de nuevo hasta el último centímetro cuadrado.
Malone se detuvo en la entrada de una pequeña galería iluminada con lámparas de cobre antiguas. En su interior, un monumento identificaba la cripta de Napoleón II, rey de Roma, 1811-1832. Sobre la tumba se erguía una estatua de mármol de su padre, engalanada con una túnica de coronación y sosteniendo un cetro y un orbe con una cruz.
Stephanie consultó su reloj.
—Se acerca la hora de la cita. Este edificio está limpio, Cotton. Algo va mal.
Habían entrado en el hangar de Heathrow la noche anterior, después de que Peter Lyon huyera de la terminal, y habían registrado el avión. El Cessna pertenecía a una empresa belga no identificada, propiedad de una compañía checa ficticia. La Europol intentó contactar a alguna persona, pero todos los nombres y direcciones seguían un rastro que no conducía a ninguna parte. El hangar había sido alquilado a la misma empresa checa y se habían abonado tres meses por anticipado.
—Lyon se enfrentó a mí por una razón —dijo Malone—. Quería demostrarnos que sabía de nuestra presencia. Dejó aquellas pequeñas Torres Eiffel para nosotros. Maldita sea, ni siquiera se puso unas gafas para cubrirse los ojos. La cuestión es si Ashby es consciente de que lo sabemos.
Stephanie negó con la cabeza.
—Está en la Torre Eiffel. Ha llegado hace unos minutos. Si así fuera, a estas horas ya lo sabríamos. Me han dicho sus mediadores que nunca se ha mostrado reacio a airear sus opiniones.
Malone barajó mentalmente todas las posibilidades. Thorvaldsen había intentado telefonearle tres veces, pero no le había devuelto las llamadas. La noche anterior se había quedado en Londres para evitar las numerosas preguntas sobre el libro que sencillamente no podía responder. Ya hablarían más adelante. El Club de París se había reunido. La Torre Eiffel permanecería cerrada hasta la una del mediodía. Solo los miembros del club, el personal de servicio y los vigilantes ocuparían la primera plataforma. Malone sabía que Stephanie había decidido no introducir a miembros del espionaje francés en el personal de seguridad. En lugar de eso, había infiltrado a dos personas en la sala de reuniones.
—¿Están Sam y Meagan en sus puestos? —preguntó Malone.
Stephanie asintió.
—Y ambos bastante nerviosos, por cierto.
—Eso siempre es un problema.
—Dudo que corran ningún peligro. Larocque insistió en que se registrara a todo el mundo por si llevaban armas o dispositivos de escucha.
Malone contempló la enorme tumba de Napoleón.
—¿Sabes que ni siquiera está hecha de pórfido rojo? Es venturina de Finlandia.
—No se lo digas a los franceses —respondió ella—. Pero creo que es como lo del cerezo y George Washington.
En ese momento sonó el teléfono móvil de Stephanie, que atendió la llamada y colgó instantes después.
—Otro problema —dijo.
Malone la miró.
—Henrik está en la Torre Eiffel y se dispone a entrar en la reunión del club.
Sam llevaba la chaquetilla y los pantalones negros del personal de servicio, todo ello cortesía de Stephanie Nelle. Meagan lucía un atuendo similar. Eran dos de las once personas que montarían la sala de banquetes con solo un par de mesas circulares, ambas vestidas con hilo dorado y adornadas con porcelana fina. La sala debía de medir unos veinte metros por quince y había un escenario en un extremo. Tenía capacidad para unos doscientos comensales, así que aquellas dos mesas parecían solitarias.
Sam estaba preparando tazas de café y condimentos y asegurándose de que un humeante samovar siguiera funcionando sin problemas. Desconocía los mecanismos de aquel artilugio, pero lo mantenía cerca de los miembros del club, que empezaban a entrar a la reunión. A su derecha, un extenso tabique de cristal brindaba una espectacular panorámica del Sena.
Tres hombres mayores y dos mujeres de mediana edad ya habían llegado. Otra imponente mujer enfundada en un traje gris salió a su encuentro. Era Eliza Larocque.
Tres horas antes, Stephanie Nelle le había mostrado fotografías de los siete miembros del club y él había relacionado cada rostro con su correspondiente imagen. Tres de ellos controlaban importantes instituciones de préstamo y otro pertenecía al Parlamento europeo. Todos habían pagado veinte millones de euros por formar parte de aquello, lo cual, según Stephanie, les había reportado ya más de ciento cuarenta millones en beneficios ilícitos.
Allí estaba la personificación viviente de algo cuya existencia había intuido durante mucho tiempo.
Él y Meagan debían limitarse a observar y escuchar. Sobre todo, les advirtió Stephanie, no debían correr riesgos innecesarios que pudieran desenmascararlos.
Sam terminó de manipular la cafetera y dio media vuelta. En ese momento llegó otro invitado, vestido de forma similar a los demás. Lucía un lujoso traje gris marengo, camisa blanca y corbata amarillo pálido. Era Henrik Thorvaldsen.
Thorvaldsen entró en la Salle Gustav Eiffel y la anfitriona le dio la bienvenida de inmediato. Él le tendió la mano y Larocque se la estrechó suavemente.
—Me alegro mucho de que haya venido —dijo ella—. Lleva un traje muy elegante.
—Rara vez los llevo, pero me pareció lo más apropiado para una ocasión como la de hoy.
Larocque asintió en señal de gratitud.
—Agradezco su consideración. Es un día importante.
Thorvaldsen no había apartado la mirada de Larocque. Era importante que ella le creyese interesado. El danés aguzó el oído para captar la intrascendente conversación que mantenían los demás miembros, agrupados en otra parte de la sala. En el pasado había aprendido una valiosa lección: dos minutos después de entrar en cualquier lugar, averigua si estás entre amigos o enemigos.
El danés reconoció al menos la mitad de las caras, hombres y mujeres de los negocios y las finanzas. En un par de casos, la sorpresa fue mayúscula, pues jamás hubiese imaginado que fueran conspiradores. Todos eran ricos, pero no desmesuradamente, desde luego no tanto como él, así que tenía cierto sentido que se aferraran a un plan que posiblemente generaría beneficios rápidos y fáciles con los que no contaban.
Antes de que pudiera sondear a fondo aquel entorno, se acercó un hombre alto y atezado con una barba entreverada de canas e intensos ojos grises. Larocque sonrió y extendió el brazo con la intención de que se acercara más y dijo.
—Me gustaría que conociera a alguien.
Larocque lo miró.
—Henrik, le presento a lord Graham Ashby.