París
Thorvaldsen estudió las dos páginas de caligrafía del libro merovingio. Esperaba que Malone entregara el libro a Murad cuando se reunieron en el Louvre, pero, por alguna razón, no había sido así.
—Solo me fotocopió dos páginas —le dijo Murad—. Se llevó el libro.
Se encontraban de nuevo en el Ritz, en el atestado Bar Hemingway.
—¿Por casualidad mencionó adónde iba?
—Ni media palabra. He pasado el día en el Louvre comparando más muestras caligráficas. Esta página, con las catorce líneas de letras, sin duda fue escrita por Napoleón. Deduzco que los números romanos también son de su puño y letra.
Thorvaldsen miró el reloj de pared que había detrás de la barra. Eran casi las once. No le gustaba que le ocultaran cosas. Él se lo había hecho a otros, pero cuando le llegaba su turno era otra cosa.
—La carta de la que me habló —dijo Murad—. La que Ashby encontró en Córcega con las letras más altas y codificada siguiendo el salmo treinta y uno. Cualquier carta escrita por Napoleón a su familia habría sido un ejercicio de futilidad. En 1821, su segunda esposa, María Luisa, dio a luz a un hijo que tuvo con otro hombre mientras seguía casada con Napoleón. Desde luego, el emperador no llegó a saberlo, porque conservaba un retrato de ella en su casa de Santa Elena. La idolatraba. Por supuesto, ella estaba en Austria con su padre, el rey, que se alineó con el zar Alejandro y ayudó a derrotar a Napoleón. No existen pruebas de que la carta que Napoleón escribió llegara alguna vez a su destinataria o a su hijo. De hecho, tras su muerte, un emisario viajó a Viena llevando algunos de los últimos mensajes del emperador y ella ni siquiera se dignó a recibirlo.
—Por suerte para nosotros.
Murad asintió.
—Napoleón era un bobo en lo que a mujeres se refiere. Abandonó a la que verdaderamente podría haberle ayudado, Josefina. Era estéril y Napoleón necesitaba un heredero, así que se divorció de ella y se casó con María Luisa —el profesor agitó las dos fotocopias—. Sin embargo, aquí lo tenemos, enviando mensajes secretos a su segunda esposa, considerándola todavía una aliada.
—¿Alguna pista sobre lo que significa la referencia al salmo treinta y uno que contiene la carta que encontró Ashby? —preguntó Thorvaldsen.
El erudito negó con la cabeza.
—¿Ha leído ese salmo? Parece su manera de lamentarse de su situación. Sin embargo, esta tarde he descubierto algo interesante en uno de los textos que venden en el Louvre. Después de que Napoleón abdicara en 1814, el nuevo gobierno de París envió emisarios a Orleans para confiscar la ropa de María Luisa, sus cuberterías imperiales, diamantes y cualquier objeto de valor. La interrogaron largo y tendido sobre la riqueza de Napoleón, pero ella les dijo que no sabía nada, cosa que probablemente fuese cierta.
—¿De modo que la búsqueda del tesoro comenzó en ese momento?
—Eso parece.
—Y continúa hasta hoy.
Ello le hizo pensar en Ashby. Al día siguiente se encontrarían por fin cara a cara. ¿Y Malone? ¿Qué estaría haciendo?
Malone se bajó del tren y siguió a Lyon hasta la Terminal 2 de Heathrow. Le preocupaba que estuviese a punto de abandonar Londres, pero aquel hombre no se acercó a ningún mostrador o control de seguridad. Por el contrario, atravesó la terminal y se detuvo en una puerta de acceso para mostrar lo que parecía ser una identificación fotográfica. No había manera de que Malone pudiera seguirlo sin correr riesgos, ya que el pasillo estaba vacío y al fondo había una solitaria puerta, de modo que se escondió en un rincón, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su abrigo y marcó el número de Stephanie.
—Estoy en el Aeropuerto de Heathrow, en el control 46-B. Necesito pasarlo y rápido. Solo hay un guardia con una radio.
—No te muevas. Lo soluciono en un momento.
A Malone le gustaba la habilidad de Stephanie para asumir un problema sin preguntas ni discusiones y encontrar una solución.
Malone salió de su escondite y se acercó al joven guardia. Lyon había desaparecido por la puerta que se encontraba al final del pasadizo. Le dijo al guardia quién era, le mostró su pasaporte y le explicó que necesitaba pasar.
—De ninguna manera —dijo el hombre—. Tiene que figurar usted en la lista —con un huesudo dedo tamborileaba en un cuaderno abierto sobre la mesa.
—¿Quién era el hombre que acaba de pasar? —preguntó.
—¿Por qué iba a decírselo? ¿Quién demonios es usted?
En ese preciso instante, la radio crepitó. Un pinganillo impedía a Malone oír nada, pero por el modo en que lo miraba el guardia, supuso que aquello le concernía. El guardia terminó su conversación.
—Yo soy quien ha hecho esa llamada —dijo Malone—. Dígame, ¿quién era el hombre que acaba de pasar por aquí?
—Robert Pryce.
—¿A qué se dedica?
—Ni idea, pero ya ha estado aquí antes. ¿Qué necesita, señor Malone?
A Malone no le quedó más remedio que admirar el respeto que mostraban los ingleses por la autoridad.
—¿Adónde va Pryce?
—Sus credenciales lo asignan al hangar 56-R.
—Indíqueme cómo llegar hasta allí.
El guardia bosquejó rápidamente un mapa en un trozo de papel y señaló la puerta que se encontraba en la otra punta de la sala.
—Por ahí se llega a la pista.
Malone echó a andar y salió fuera, en mitad de la noche. No tardó en encontrar el hangar 56-R, en el que tres de sus ventanas estaban bañadas de una luz naranja y blanca. Motores de avión rugían en la distancia, por encima del bullicioso Heathrow. Malone estaba rodeado de edificios de varios tamaños. Aquella zona parecía el territorio de empresas privadas de aviación y jets corporativos.
Decidió que asomarse rápidamente a una de las ventanas era el camino más seguro. Rodeó el edificio y franqueó la puerta retráctil. Cuando llegó al otro lado, trepó hasta una ventana, miró a través de ella y vio un Cessna Skyhawk monomotor. El hombre que se hacía llamar Robert Pryce, pero que sin duda era Peter Lyon, estaba ocupado inspeccionando las alas y el motor. El fuselaje era blanco, con rayas azules y amarillas, y Malone memorizó los números de identificación impresos en la cola. No había nadie más en el hangar y Lyon parecía concentrado en su inspección. La bolsa de Selfridges descansaba sobre el suelo de cemento, cerca de una puerta de salida.
Malone vio cómo Lyon se subía al avión, permanecía allí unos minutos y a continuación salía y cerraba la puerta de la cabina. Lyon cogió la bolsa y apagó las luces del hangar.
Malone debía batirse en retirada mientras pudiese. De lo contrario era muy posible que lo descubrieran. Oyó cómo se abría y se cerraba una puerta metálica. Permaneció inmóvil, con la esperanza de que su presa fuera hacia la terminal. Si venía hacia él, no habría escapatoria.
Malone se aproximó a la esquina y lanzó una rápida mirada. Lyon regresaba a la terminal, pero antes se desvió hacia un contenedor de basura situado entre unos oscuros hangares y arrojó en su interior la bolsa de Selfridges.
Malone quería aquella bolsa, pero no podía perder a su objetivo, de modo que esperó a que Lyon entrara de nuevo en la terminal y fue corriendo hacia el contenedor. No había tiempo de meterse dentro, así que se precipitó hacia la puerta, vaciló unos momentos y luego giró el pomo con sumo cuidado. Solo se divisaba al guardia, todavía sentado a su mesa.
Malone entró y preguntó:
—¿Adónde ha ido?
El guardia señaló la terminal principal.
—Fuera hay una bolsa de Selfridges en un contenedor. Guárdela en un lugar seguro. No la abra ni manipule el contenido. Volveré. ¿Entendido?
—No hay problema.
Le gustó la actitud de aquel joven.
Malone no veía a Peter Lyon en el corazón de la terminal. Corrió hacia la estación de metro y comprobó que no estaba prevista la llegada de otro tren hasta al cabo de diez minutos. Malone desanduvo el camino y buscó en los varios mostradores de alquiler de vehículos, en las tiendas y en la ventanilla de cambio de divisas. Para ser las diez y Nochebuena, había bastante gente por allí.
Malone se dirigió a los baños de caballeros. Nadie ocupaba la docena de orinales y las baldosas blancas relucían bajo la intensa luz de los fluorescentes. El cálido aire olía a lejía. Malone utilizó uno de los retretes y se lavó las manos y la cara con jabón. El agua fría le sentó bien. Se aclaró la espuma y cogió una toalla de papel para secarse las mejillas y la frente y enjugarse el agua jabonosa de los ojos. Cuando los abrió, vio en el espejo a un hombre situado detrás de él.
—¿Quién es usted? —preguntó Lyon con una profunda voz gutural, más estadounidense que europea.
—Alguien a quien le gustaría meterle una bala en la cabeza.
El intenso color ámbar de sus ojos le llamó la atención, como si su brillo oleaginoso lanzara un sortilegio. Lyon sacó lentamente la mano del bolsillo de su abrigo y mostró una pistola de pequeño calibre.
—Es una lástima que no pueda hacerlo. ¿Ha disfrutado de la visita? Jack el Destripador es fascinante.
—Entiendo que para usted lo sea.
Lyon soltó una carcajada contenida.
—También me gusta el ingenio cáustico. Y ahora…
Un niño entró a toda prisa a los baños y volvió a cruzar la puerta que conducía a la terminal llamando a su padre. Malone aprovechó aquella inesperada distracción para golpear con el codo derecho la mano con la que Lyon empuñaba la pistola. El arma se disparó con gran estruendo y la bala impacto en el techo.
Malone se abalanzó sobre Lyon y ambos chocaron contra un tabique de mármol. Con la mano izquierda le agarró la muñeca y apuntó la pistola hacia arriba. Oyó al niño gritar y después más voces. Malone intentó propinarle un rodillazo en el abdomen, pero su contrincante pareció adivinar el movimiento y lo esquivó.
Al parecer, Lyon se vio acorralado y se dirigió a la puerta. Malone salió corriendo detrás de él y le rodeó el cuello con el brazo, cubriéndole el rostro con la mano y tirando hacia atrás, pero, de repente, la culata de la pistola lo golpeó en la frente. La sala empezó a centellear.
Le fallaron el equilibrio y las fuerzas. Lyon se zafó y desapareció por la puerta.
Malone se puso en pie con dificultad e intentó ir detrás de él, pero un intenso mareo lo obligó a tumbarse en el suelo. A través de una neblina vio a un guardia uniformado que entró corriendo a los baños. Malone se masajeó las sienes y trató de recobrar el equilibrio.
—Hace un momento había un hombre aquí. Pelirrojo, de mediana edad, armado —Malone notó que tenía algo en la mano, algo que había cedido cuando intentaba frustrar la huida de Lyon—. Será fácil encontrarlo.
En la mano llevaba un trozo de silicona, modelado y coloreado como una fina nariz humana. El guardia estaba boquiabierto.
—Lleva una máscara. Aquí tengo un trozo.
El guardia salió corriendo y Malone entró tambaleándose en la terminal. Se había congregado una multitud y aparecieron otros guardias. Uno de ellos era el joven de antes.
Malone se le acercó y le dijo:
—¿Tiene la bolsa?
—Sígame.
Dos minutos después, el guardia y él se hallaban en una pequeña sala de entrevistas situada cerca de la oficina de seguridad. La bolsa de Selfridges yacía sobre una mesa laminada. Malone la sopesó. Era ligera. Metió la mano dentro y sacó una bolsa de plástico verde que al parecer contenía varios objetos de formas extrañas que hacían ruido al chocar entre sí. Dejó el bulto sobre la mesa. No le preocupaba que fueran explosivos, ya que Lyon había desechado claramente lo que había en su interior. Dejó que el contenido rodara sobre la mesa y se asombró al ver cuatro pequeñas réplicas metálicas de la Torre Eiffel, la clase de recuerdo que se puede comprar en cualquier rincón de París.
—¿Qué demonios significa esto? —preguntó el joven guardia.
Justo lo que Malone estaba pensando.