Londres
Malone vio que Stephanie desaparecía en la oscuridad y que otro hombre se acercaba de inmediato a Graham Ashby con una bolsa de Selfridges en la mano. Malone se había mezclado con el grupo de visitantes, camuflándose entre la parlanchina muchedumbre. Su misión era cubrirle las espaldas a Stephanie, vigilar de cerca, pero puede que ahora finalmente hubieran dado con algo importante.
Malone se fijó en los rasgos del compañero de Ashby. Cabello rojizo, nariz fina, estatura media y entre setenta y cinco u ochenta kilos. Iba vestido como todos los demás, con abrigo de lana, bufanda y guantes. Pero algo le decía que aquél era distinto.
Muchos de los turistas se dirigieron hacia el pub Ten Bells y el rumor de una multitud de conversaciones resonó en la quietud de la noche. En la calle, los comerciantes vendían camisetas y tazas conmemorativas de Jack el Destripador. Ashby y el pelirrojo callejeaban y Malone los acechaba a unos diez metros, con un torrente de bulliciosos transeúntes entre ellos. Las luces de los flashes iluminaban la penumbra cuando los integrantes del grupo hacían una foto ante la colorista fachada del pub.
Malone se unió al jolgorio y compró una camiseta a uno de los vendedores.
Ashby estaba preocupado.
—Creí que sería mejor que habláramos esta noche —le dijo Peter Lyon.
—¿Cómo supo que me encontraría aquí?
—Por la mujer. ¿Es una conocida suya?
Ashby recordó su conversación con Stephanie Nelle. Habían hablado en voz baja y se habían apartado del grupo. No había nadie cerca. ¿Habría oído algo Lyon?
—Tengo muchas conocidas.
Lyon soltó una carcajada.
—Estoy seguro de ello. Las mujeres procuran el mayor de los placeres y el peor de los problemas.
—¿Cómo ha dado conmigo? —insistió.
—¿De verdad creía que no descubriría lo que se trae entre manos?
A Ashby empezaron a temblarle las piernas, y no a causa del frío. Con un gesto, Lyon le indicó que echaran a andar y se alejaran del pub para ir a un lugar más oscuro donde hubiera menos gente. Ashby caminaba con inquietud, pero se dio cuenta de que Lyon no haría nada con tantos testigos. ¿O sí?
—Tengo constancia de sus contactos con los estadounidenses desde el primer momento —le dijo Lyon con voz grave y controlada—. Es curioso que se crea usted tan listo.
Era absurdo mentir.
—No tenía elección.
Lyon se encogió de hombros.
—Todos la tenemos, pero eso me da igual. Quiero su dinero y usted quiere un servicio. Imagino que eso sigue en pie.
—Más que nunca.
Lyon lo señaló con el dedo.
—Entonces le costará el triple de mis honorarios iniciales. El primer cien por cien es por su traición. El segundo por el embrollo en el que me ha metido.
Ashby no estaba en posición de discutir. Además, estaba utilizando dinero del club de todos modos.
—Podré arreglarlo.
—Ella le entregó un libro. ¿Qué es?
—¿Eso es parte del nuevo trato? ¿Quiere conocer todos mis negocios?
—Debería usted saber, lord Ashby, que me ha costado resistir la tentación de meterle una bala entre los ojos. Detesto a los hombres sin carácter y usted, señor, no tiene ninguno.
Era una actitud interesante para tratarse de un asesino de masas, pero Ashby se guardó su opinión para él.
—Si no fuera por su dinero… —Lyon hizo una pausa—. Le aconsejo que no siga poniendo a prueba mi paciencia.
Ashby aceptó el consejo y respondió la pregunta.
—Es un proyecto en el que he estado trabajando. Un tesoro perdido. Los estadounidenses me confiscaron una pista vital para que obedeciese. Ella me lo ha devuelto.
—¿Un tesoro? Me dijeron que en su día fue usted un ávido coleccionista, que robaba objetos ya robados y se los quedaba. Es usted bastante listo, pero la policía le paró los pies.
—Temporalmente.
Lyon se echó a reír.
—De acuerdo, lord Ashby, céntrese usted en su tesoro. Pero transfiérame el dinero al amanecer. Lo comprobaré antes de que ocurra lo que usted y yo sabemos.
—Lo tendrá.
Ashby oyó que el guía reunía al grupo para anunciar que había llegado el momento de seguir adelante.
—Creo que terminaré la visita —dijo Lyon—. Jack el Destapador es bastante interesante.
—¿Y mañana qué? Sabe que los estadounidenses lo estarán vigilando.
—En efecto. Será todo un espectáculo.
Malone se mezcló con el grupo cuando sus integrantes, incluido el pelirrojo, siguieron al guía y se perdieron en la oscuridad. Mantuvo al pelirrojo dentro de su campo de visión, pues le pareció mucho más interesante que Ashby.
La visita continuó otros veinte minutos por unas calles negras como el carbón y terminó en una estación de metro. En su interior, el pelirrojo utilizó una tarjeta para franquear el torniquete. Malone se dirigió a toda prisa a una máquina expendedora para comprar cuatro tiquetes y se abrió paso hasta el acceso a las escaleras mecánicas justo cuando su presa llegaba al final. No le gustaba la intensa iluminación y la escasez de viajeros, pero no tenía elección.
Malone salió de la escalera y recorrió el andén. El pelirrojo se encontraba a diez metros de distancia y aún tenía la bolsa en la mano.
Una pantalla electrónica indicaba que faltaban setenta y cinco segundos para la llegada del tren. Malone estudió un mapa del metro de Londres colgado en la pared y vio que aquella estación enlazaba con la línea de District, que discurría en paralelo al Támesis y recorría toda la ciudad de este a oeste. Aquel andén era para trenes con destino al oeste y la ruta los llevaría hasta Tower Hill, por debajo de Westminster, pasando por Victoria Station y más allá de Kensington.
Cuando llegó el tren descendió más gente desde el piso superior.
Malone mantuvo la distancia, se posicionó muy por detrás de su presa y la siguió hasta el vagón. Una vez dentro, se agarró a una barra de acero inoxidable, a diez metros del pelirrojo. En el vagón se apiñaba gente suficiente para que ninguna cara llamase mucho la atención.
Mientras el tren traqueteaba por debajo de la ciudad, Malone estudió a su objetivo. Parecía un hombre mayor que había salido a disfrutar de la noche londinense. Pero entonces vio aquellos ojos. Eran de color ámbar.
Sabía que Peter Lyon poseía una anomalía. Le encantaban los disfraces, pero un defecto genético en los ojos no solo confería una extraña tonalidad a su iris, sino que también lo volvía muy proclive a infecciones y le impedía llevar lentes de contacto. Lyon solía llevar gafas para ocultar sus singulares ojos color ámbar, pero aquella noche no llevaba.
Malone observó cómo Lyon entablaba conversación con una anciana que viajaba junto a él. Vio un ejemplar de The Times en el suelo. Preguntó si el periódico era de alguien y, puesto que nadie lo reclamó, lo recogió y leyó la portada, apartando de vez en cuando la mirada del texto. Tampoco perdió de vista las estaciones.
Se detuvieron en quince ocasiones antes de que Lyon se apeara en Earl’s Court. La parada la compartían las líneas de District y Piccadilly, y carteles azules y verdes guiaban a los pasajeros hacia las respectivas rutas. Lyon siguió las indicaciones azules de la línea de Piccadilly, en dirección oeste, y se montó en un vagón. Malone subió al siguiente compartimento. No le pareció prudente compartir de nuevo el mismo espacio y pudo espiar a su presa a través de las ventanas.
Una mirada furtiva a un mapa colgado sobre las puertas confirmó que iban directo al Aeropuerto de Heathrow.