XLIV

París

20.50 h

Sam siguió a Meagan por una escalera de caracol que se hundía en la tierra. Habían cenado en un café del Barrio Latino después de que Stephanie Nelle los liberara temporalmente de su custodia.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sam mientras descendían hacia la negra oscuridad.

—Al subsuelo de París —respondió.

Ella iba delante y la luz de su linterna se disolvía en la oscuridad que acechaba a sus pies. Cuando llegaron abajo, Meagan le dio otra linterna.

—Aquí no hay linternas para intrusos como nosotros.

—¿Intrusos?

Meagan enfocó con su haz de luz.

—Es ilegal estar aquí.

—¿Dónde estamos?

—En las canteras. Doscientos setenta y cinco kilómetros de túneles y galerías, formados cuando se arrancó la piedra caliza y se utilizó para construir edificios y fabricar yeso, arcilla para los ladrillos y tejas. Todo lo necesario para levantar a París; esto es lo que queda. El subsuelo de París.

—¿Y por qué hemos venido?

Meagan se encogió de hombros.

—Me gusta este lugar. Creí que a ti también te gustaría.

Meagan reanudó la marcha por un húmedo pasadizo esculpido en roca sólida y apoyado en un armazón calcáreo. El aire era fresco, pero no hacía frío, y el terreno era desigual e impredecible.

—Cuidado con las ratas —dijo Meagan—. Pueden contagiar leptospirosis.

Sam se detuvo.

—¿Disculpa?

—Una infección bacteriana. Mortal.

—¿Estás loca?

Meagan se detuvo también.

—A menos que tengas pensado dejar que te muerdan o te rocíen los dedos con su orina, diría que no habrá problema.

—¿Qué hacemos aquí?

—¿Eres siempre tan impaciente? Tú limítate a seguirme. Quiero enseñarte una cosa.

Ambos retomaron el camino por el pasadizo con el techo rozándoles la cabeza. El haz de luz de Meagan alumbraba unos quince metros por delante.

—Norstrum —gritó a la oscuridad.

Sam se preguntaba por qué había desobedecido e ido allí, pero la promesa de vivir una aventura era demasiado atractiva para ignorarla. Las cuevas no se encontraban demasiado lejos de la escuela y todo el mundo sabía de su existencia. Era curioso que nadie utilizara jamás el término «orfanato». Siempre decían «la escuela» o «el instituto». ¿Quiénes eran sus padres? No tenía ni idea. Lo habían abandonado nada más nacer y la policía nunca llegó a determinar cómo había llegado a Christchurch. La escuela insistía en que los estudiantes supieran todo lo que pudieran sobre sí mismos, sin secretos —en realidad, Sam agradecía esa norma—, pero sencillamente no había nada que averiguar.

—Sam.

Era la voz de Norstrum.

Le habían dicho que cuando llegó a la escuela, Norstrum lo había bautizado con el nombre de Sam Collins por un tío al que profesaba gran estima.

—¿Dónde estás? —gritó en medio de la oscuridad.

—No muy lejos.

Sam enfocó con su linterna y siguió caminando.

—Es justo ahí —dijo Meagan cuando llegaron a lo que parecía una espaciosa galería con múltiples salidas y techos altos. Pilares de piedra sostenían un tejado curvo. Meagan apuntó con la linterna a las bastas paredes y observó una miríada de pinturas, inscripciones, dibujos, mosaicos, poesía e incluso letras de canciones.

—Es un collage de la historia social —dijo Meagan—. Estos dibujos datan de la época de la Revolución Francesa, el sitio prusiano de finales del siglo XIX y la ocupación alemana de los años cuarenta. El subsuelo parisino siempre ha sido un refugio de guerra, muerte y destrucción.

Un dibujo llamó la atención de Sam. Era un boceto de una guillotina.

—Del Grande Terreur —dijo Meagan—. Tiene doscientos años de antigüedad. Es un testamento de una época en que las muertes sangrientas formaban parte de la vida cotidiana del lugar. Eso se hizo con humo negro. Los picapedreros de aquellos tiempos llevaban velas y lámparas de aceite y acercaban la llama a la pared para endurecer el carbón contra la piedra. Bastante ingenioso.

Sam enfocó con su linterna.

—¿Ésa es de la Revolución Francesa?

Meagan asintió.

—Esto es una cápsula del tiempo, Sam. Todo el subsuelo es así. ¿Entiendes ahora por qué me gusta?

Sam observó las imágenes. La mayoría parecían concebidas con sobriedad, pero el humor y la sátira también eran evidentes, además de varias adiciones pornográficas perturbadoras.

—Este lugar es increíble —dijo Meagan mirando hacia la oscuridad—. Vengo aquí a menudo. Es tranquilo y silencioso, como regresar al útero. Para mí, volver a la superficie puede ser como un renacer.

Sam se sintió desconcertado por su franqueza. Al parecer su infranqueable máscara tenía algunas grietas. Entonces lo entendió.

—Tienes miedo, ¿verdad?

Meagan lo miró y, bajo el brillo de la linterna, Sam vio sinceridad en sus ojos.

—Sabes que sí.

—Yo también.

—Está bien tener miedo —le había dicho Norstrum cuando por fin lo encontró en la cueva—. Pero no deberías haber venido aquí solo.

Ahora lo sabía.

—El miedo puede ser un aliado —dijo Norstrum—. Llévalo siempre contigo, sea cual sea el combate. Es lo que te mantiene alerta.

—Pero yo no quiero tener miedo. Odio estar asustado.

Norstrum le puso una mano en el hombro.

—No hay elección, Sam. Son las circunstancias las que crean el miedo. Lo único que puedes controlar es cómo te enfrentas a él. Concéntrate en eso y siempre triunfarás.

Sam le tocó el hombro con suavidad. Era la primera vez que había contacto físico y Meagan no se apartó. Sam se alegró de ello, lo cual lo sorprendió.

—Todo irá bien —le dijo a Meagan.

—Esos hombres que fueron ayer al museo… creo que al final me habrían hecho daño.

—¿Por eso forzaste las cosas cuando yo estaba allí?

Meagan dudó un momento y luego asintió.

Sam agradecía su honestidad. Finalmente dijo:

—Parece que los hemos irritado bastante.

Meagan sonrió.

—Eso parece.

Sam retiró la mano y ponderó la muestra de vulnerabilidad de Meagan. Se habían comunicado en numerosas ocasiones durante el último año por medio de correos electrónicos. Sam creía estar hablando con un hombre llamado Jimmy Foddrell. Por el contrario, al otro lado de la red se encontraba una misteriosa mujer. Volviendo la vista atrás, Meagan le había tendido la mano en algunos de aquellos mensajes. Nunca de aquella manera, pero lo suficiente para que Sam sintiera una conexión.

Meagan enfocó los pasillos con su linterna.

—Al final de esos pasadizos se encuentran las catacumbas. Allí se amontonan los huesos de seis millones de personas. ¿Has estado alguna vez allí?

Sam negó con la cabeza.

—Estos dibujos —explicó Meagan— fueron hechos por gente corriente, pero son un ensayo histórico. Aquí, los muros están cubiertos de pinturas a lo largo de kilómetros y kilómetros. Muestran la vida y la época de la gente, sus miedos y supersticiones. Son un archivo completo —Meagan hizo una pausa—. Sam, tenemos la oportunidad de hacer algo real, algo que podría cambiar las cosas.

Se parecían mucho. Ambos vivían en un mundo virtual de paranoia y especulación y tenían buenas intenciones.

—Pues hagámoslo —dijo él.

Meagan se echó a reír.

—Ojalá fuese tan sencillo. Tengo un mal presentimiento con todo esto.

La joven parecía sacar fuerzas de aquel espectáculo subterráneo. Quizá cierta sabiduría, también.

—¿Te importaría explicarme eso?

—La verdad es que no puedo. Es solo una intuición.

Ella se acercó a escasos centímetros de él.

—¿Sabías que un beso acorta la vida tres minutos?

Sam reflexionó sobre su extraña pregunta y luego negó con la cabeza.

—Un beso en la mejilla, no. Un beso de verdad, con ganas, provoca palpitaciones hasta el punto de que el corazón late más rápido en cuatro segundos de lo que lo haría en tres minutos.

—¿En serio?

—Lo dice un estudio. Caray, Sam, hay estudios para todo. Cuatrocientos ochenta besos, de los de verdad, acortan la vida de una persona un día. Dos mil trescientos te cuestan una semana. ¿Y ciento veinte mil? Un año perdido.

Meagan se acercó todavía más.

Sam sonrió.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Puedo prescindir de tres minutos de mi vida si tú también puedes.