Londres,
18.40 h
Ashby buscó en la oscuridad, entre el centenar de rostros, una bufanda verde y dorada de Harrods. La mayoría de los que lo rodeaban eran turistas, a los que su guía estaba explicando algo sobre «la atmósfera de la luz de gas y la niebla» y agosto de 1888, cuando Jack el Destripador «sembró el terror entre las prostitutas borrachas del East End».
Ashby sonrió. Jack el Destripador parecía interesar solo a los extranjeros. Se preguntaba si, en su país, esa misma gente pagaría dinero por una visita a los lugares que frecuentaba un asesino en serie.
Ashby caminaba por una concurrida acera de Whitechapel, al este de la ciudad. A su izquierda, al otro lado de una calle abarrotada, se alzaba la Torre de Londres, con sus piedras de color gris oscuro bañadas en una vaporosa luz esmeralda. Desde el Támesis soplaba una fría brisa hacia el interior de la isla, con el Puente de la Torre iluminado a lo lejos.
—Buenas noches, lord Ashby.
La mujer que apareció junto a él era menuda, con el pelo corto, de unos sesenta años, estadounidense, y llevaba una bufanda verde y dorada alrededor del cuello. Exactamente como le habían dicho.
—Es usted nueva —le dijo Ashby.
—Estoy al mando.
Esa información le llamó la atención. Se había reunido con su contacto habitual del espionaje estadounidense en varios paseos por Londres. Habían recorrido el British Museum, el Londres de Shakespeare, Old Mayfair y ahora los lugares frecuentados por Jack el Destripador.
—¿Y quién es usted? —preguntó.
—Stephanie Nelle.
El grupo se detuvo para que el guía explicara algo sobre el edificio de enfrente, donde se había hallado a la primera víctima del Destripador. Stephanie lo agarró del brazo y, mientras los demás prestaban atención al guía, ellos se situaron detrás.
—Muy oportuno que nos hayamos citado en esta salida guiada —dijo Stephanie—. Jack el Destripador aterrorizaba a la gente y nunca lo atraparon.
Ashby no sonrió ante su intento de mostrarse irónica.
—Si ya no necesita mi ayuda, puedo terminar mi colaboración ahora mismo y marcharme.
El grupo avanzó de nuevo.
—Soy consciente de que el precio que tendremos que pagar es su libertad, pero eso no significa que me guste.
Ashby se forzó a guardar la calma. Había que satisfacer a aquella mujer y a quienes representaba, como mínimo durante veinticuatro horas más, y al menos hasta que obtuviera el libro.
—Lo último que supe es que estábamos juntos en esta empresa —afirmó Ashby.
—Prometió usted facilitar cierta información hoy. He venido para escuchar en persona lo que tiene que ofrecer.
El grupo hizo un alto en otro lugar destacado.
—Mañana, Peter Lyon pondrá una bomba en la iglesia del Domo, en los Inválidos —dijo en voz baja—. El día de Navidad, a modo de demostración.
—¿Demostración de qué?
—Eliza Larocque es una fanática. Posee una sabiduría ancestral de la que su familia ha vivido durante siglos. Es bastante compleja y, para mí, en general irrelevante, pero existe un grupo extremista francés —¿no hay siempre uno?— que quiere lanzar un mensaje.
—¿Quiénes son esta vez?
—Se trata de la discriminación contra los inmigrantes que promueve la ley francesa. Norteafricanos que llegaron en tropel a Francia hace años, recibidos en su momento como trabajadores invitados. Ahora representan un diez por ciento de la población y están hartos de la opresión. Quieren dar a conocer su postura. Larocque cuenta con los medios y no quiere honores, así que Peter Lyon ejerció de intermediario en la sociedad.
—Me gustaría entender el objeto de esta sociedad.
Ashby suspiró.
—¿Es que no lo entiende? Francia se halla en mitad de un cambio demográfico. Esos inmigrantes argelinos y marroquíes se están convirtiendo en un problema. Ahora son mucho más franceses que africanos, pero la derecha xenófoba y la izquierda laicista los odia. Si la tasa de natalidad mantiene esta tendencia, dentro de dos décadas esos inmigrantes superarán en número a los franceses nativos.
—¿Y qué tiene que ver hacer estallar los Inválidos con esa inevitabilidad?
—Es un símbolo. A esos inmigrantes les ofende su estatus secundario. Quieren sus mezquitas, su libertad, su voz política. Influencia, poder. Lo que todos los demás tienen. Pero el francés nativo no quiere que lo tengan. Me han informado de la aprobación de muchas leyes que pretenden mantener a esa gente a cierta distancia. —Ashby hizo una pausa—. Y el antisemitismo también ha vivido un marcado ascenso en toda Francia. Los judíos vuelven a ser presa del miedo.
—¿Y dichos inmigrantes tienen la culpa de eso?
Ashby se encogió de hombros.
—Tal vez algunos. A decir verdad, para mí los franceses radicales son más responsables. Pero la derecha política y la extrema izquierda han hecho un buen trabajo a la hora de culpar a esos inmigrantes de todos los males que asolan al país.
—Todavía espero una respuesta.
La visita se detuvo en otro punto de interés y el guía siguió parloteando sin interrupción.
—Eliza está llevando a cabo un experimento —repuso Ashby—. Es una manera de canalizar la agresividad nacional francesa hacia algo distinto de la guerra. Un ataque de un presunto elemento radical contra un monumento nacional francés, la tumba de su amado Napoleón —al que desprecia, por cierto—, canalizaría, según ella, esa agresividad colectiva. Al menos así lo explica.
—¿Por qué odia a Napoleón?
—¿Cómo voy a saberlo? Tradición familiar, supongo. Uno de sus antepasados libró una vendetta corsa contra Napoleón. Nunca he acabado de entenderlo.
—¿Se reunirá mañana el Club de París en la Torre Eiffel?
Ashby asintió.
—Ha estado usted ocupada. ¿No habría sido más prudente formularme una pregunta directa para ver si decía la verdad?
—Tengo prisa y, de todos modos, no creo necesariamente todo lo que dice.
Ashby negó con la cabeza.
—Impertinente y arrogante. ¿Por qué? He cooperado con su gente…
—Cuando usted ha querido. Ha ocultado deliberadamente esta información sobre el atentado.
—Como habría hecho usted si estuviera en mi lugar. Pero ahora ya lo sabe, con tiempo de sobra para prepararse como es debido.
—No sé nada. ¿Cómo van a cometer el atentado?
—Por el amor de Dios, ¿cómo voy a saber esa información?
—Usted fue quien cerró el trato con Lyon.
—Créame, ese diablo da muy pocos detalles. Solo quiere saber cuándo y si le han transferido el dinero. Aparte de eso no explica nada.
—¿Eso es todo?
—Los Inválidos permanecerá cerrado por Navidad. Al menos no habrá nadie de quien preocuparse.
Stephanie no parecía más tranquila.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta sobre el Club de París.
—Nos reunimos mañana en la Torre Eiffel. Eliza ha alquilado la sala de banquetes de la primera planta y tiene previsto llevarnos a todos a la cúspide hacia mediodía. Como ya he dicho, a Lyon le gusta cronometrarlo todo. La explosión se producirá a mediodía y el club gozará de una panorámica perfecta.
—¿Saben los miembros lo que va a suceder?
—No, por Dios. Solo ella, nuestro surafricano y yo. Imagino que la mayoría se sentirían horrorizados.
—Aunque no les importará aprovecharse de ello.
El grupo de turistas se adentró más en la oscura zona oriental de Londres.
—La moralidad rara vez interviene en la búsqueda de beneficios —respondió Ashby.
—Bien, cuénteme lo que realmente quiero saber. ¿Cómo nos pondremos en contacto con Lyon?
—Como hice yo.
—No es suficiente. Quiero que me lo entregue.
Ashby se detuvo.
—¿Y cómo quiere que haga eso? Tan solo lo he visto una vez e iba disfrazado. Se comunica conmigo cuando a él le va bien.
Ambos hablaban en voz baja y caminaban por detrás del grupo principal. Aunque Ashby llevaba su abrigo de lana más grueso y unos guantes forrados de piel, tenía frío. Cada exhalación se evaporaba ante sus ojos.
—Teniendo en cuenta que no lo procesaremos, seguro que se le ocurre algo —dijo Stephanie.
Ashby captó la amenaza velada.
—¿Por eso me honra esta noche con su presencia? ¿Ha venido a darme un ultimátum? ¿Su representante no tenía autoridad suficiente?
—El juego ha terminado, Ashby. Usted cada vez nos es menos útil. Le sugiero que haga algo para acrecentar su valor.
En realidad, Ashby acababa de hacerlo, pero no pensaba decirle nada a aquella mujer, así que preguntó.
—¿Por qué se llevó su gente el libro de los Inválidos?
Stephanie se echó a reír.
—Para demostrarle que en nuestro bando se ha producido un cambio en la directiva. Ahora hay unas nuevas normas.
—Es una suerte para mí que esté tan dedicada a su profesión.
—¿Realmente cree que existe el tesoro perdido de Napoleón?
—Eliza Larocque desde luego sí lo cree.
Stephanie se llevó la mano al interior del abrigo, sacó algo y se lo entregó.
—Ésta es mi muestra de buena fe.
Ashby cogió el libro. Bajo la luz ambiental de una farola cercana leyó el título: Los reinos merovingios 450-751 d. C. El libro de los Inválidos.
—Ahora —dijo Stephanie—, deme lo que quiero.
Los turistas se acercaron al pub Ten Bells y Ashby oyó al guía explicar que el establecimiento había acogido a muchas víctimas de Jack el Destripador, quizá incluso al propio asesino. Se anunció un descanso de quince minutos, con la posibilidad de tomar algo en el interior.
Ashby debía volver a Salen Hall con Caroline.
—¿Hemos terminado?
—Solo hasta mañana.
—Haré todo lo posible para que consiga lo que desea.
—Eso espero —respondió Stephanie—. Por su bien.
Y con eso, la mujer llamada Stephanie Nelle se marchó en mitad de la noche. Ashby contempló el libro. Por fin las cosas se ponían en su lugar.
—Buenas noches, lord Ashby.
Aquella voz inesperada y próxima procedía de su derecha. Era grave y gutural y se impuso al rítmico sonido de las suelas que golpeaban el asfalto a su alrededor. Ashby se dio la vuelta y, bajo el brillo de otra farola, vio un cabello espeso y unas delgadas cejas teñidos de un matiz rojizo. Advirtió una nariz aguileña, una cara con cicatrices y unas gafas. El hombre, como los que lo rodeaban, iba vestido con gruesa ropa de invierno, bufanda y guantes. En una mano sostenía las asas de cuerda de una bolsa de Selfridges.
Entonces vio aquellos ojos. Ámbar quemado.
—¿Alguna vez conserva el mismo aspecto? —preguntó a Peter Lyon.
—Casi nunca.
—Debe de ser difícil no tener identidad.
—No tengo ningún problema con mi identidad. Sé exactamente quién y qué soy —esta vez, el acento parecía casi estadounidense.
Ashby estaba preocupado. La presencia de Peter Lyon allí era inesperada.
—Tenemos que hablar, lord Ashby.