XLII

Inglaterra,

14.40 h

Ashby consultó su reloj y vio que al Bentley le había llevado poco más de una hora recorrer el trayecto desde el Aeropuerto de Heathrow hasta Salen Hall. También advirtió que los trabajadores de su finca estaban ocupados con el mantenimiento del terreno, aunque la fuente del caballo de mar, el estanque del canal y la cascada permanecían inactivos durante el invierno. Con la salvedad de un establo ampliado, una cocina y el ala del servicio, la vivienda principal no había sufrido cambios desde el siglo XVIII. También seguían allí los mismos árboles y pastos. Las tierras circundantes antaño habían sido un páramo que los ancestros de Ashby hicieron retroceder, y que habían domesticado con hierba y vallas. Se enorgullecía de su belleza e independencia, pues era una de las últimas casas solariegas británicas de propiedad privada que no dependían del turismo para obtener beneficios. Y nunca lo haría.

El Bentley se detuvo en mitad de un camino sin salida cubierto de grava. El ladrillo naranja y los cristales en forma de diamante relucían bajo el intenso sol. Las gárgolas observaban de soslayo desde el tejado con sus hachas en ristre, como adviniendo a los invasores.

—Voy a investigar un poco —le dijo Caroline al entrar en la casa.

Bien. Ashby necesitaba pensar. Él y Guildhall se fueron directo a su estudio y Ashby se sentó al escritorio. Aquel día había sido un desastre.

Ashby había guardado silencio durante el breve vuelo desde París y había demorado lo inevitable. Ahora levantó el auricular y marcó el número de móvil de Eliza Larocque.

—Espero que tenga más buenas noticias —dijo ella.

—Lo cierto es que no. El libro no estaba allí. Quizá lo hayan trasladado durante las obras de remodelación. Encontré la vitrina y los demás objetos, pero el libro sobre los merovingios no.

—La información que me facilitaron era bastante explícita.

—El libro no estaba allí. ¿Puede verificarlo de nuevo?

—Por supuesto.

—Por la mañana, cuando vuelva a París para nuestra reunión, ¿le importaría si antes hablamos en privado?

—Estaré en la torre a las diez y media.

—Hasta entonces.

Ashby colgó el teléfono y miró el reloj. Faltaban cuatro horas para la reunión con su contacto estadounidense. Esperaba que aquella fuese su última conversación; ya estaba harto de juegos malabares. Quería el tesoro de Napoleón y pensaba que el libro de los Inválidos contendría la llave. Ahora estaba en posesión de los malditos estadounidenses. Aquella noche tendría que regatear. Mañana sería demasiado tarde.

Eliza colgó el teléfono y pensó de nuevo en lo que Henrik Thorvaldsen había predicho: «Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa», y en lo que le había dicho una vez más, justo antes de terminar la comida y abandonar el restaurante: «Usted deberá juzgar si es verdad o mentira».

Se sentía segura en su hogar de Le Marais, cerca del lugar de reunión del Club de París. Su familia era propietaria de la casa desde mediados del siglo XIX. Se había criado entre aquellas elegantes paredes y ahora pasaba gran parte del tiempo allí. Sus fuentes en el gobierno francés le habían asegurado que el libro que andaba buscando se encontraba en el museo. Se trataba de una reliquia menor de escasa importancia histórica, al margen de que pertenecía a la biblioteca personal de Napoleón y de que éste la mencionaba en su testamento. Sus fuentes habían formulado pocas preguntas y tampoco la interrogarían cuando supieran que el libro había desaparecido, ya que habían aprendido hacía tiempo que agradecer la generosidad de Eliza significaba mantener la boca cerrada.

Eliza había ponderado qué hacer con Thorvaldsen desde que se marchó de Le Grand Véfour. El multimillonario había aparecido de la nada con una información que sencillamente no podía ignorar. Sin duda, Thorvaldsen conocía sus negocios y el oráculo había confirmado sus intenciones. Ahora el propio Ashby había corroborado los pronósticos del danés. Eliza no tenía intención de seguir ignorando las advertencias.

Cogió el número de teléfono que Thorvaldsen le había facilitado el día anterior y lo marcó. Cuando el danés respondió, Eliza le dijo:

—He decidido extenderle una invitación para unirse al grupo.

—Es usted muy generosa. Supongo, entonces, que lord Ashby la ha decepcionado.

—Digamos que el señor Ashby ha despertado mi curiosidad. ¿Está libre mañana? El club se reúne para una importante sesión.

—Soy judío. Para mí la Navidad no es un día importante.

—Ni para mí. Nos encontraremos por la mañana en La Salle Gustav Eiffel, en la primera plataforma de la torre, a las once. Tienen una maravillosa sala de banquetes y hemos programado una comida para después de la reunión.

—Suena muy bien.

—Nos vemos mañana.

Eliza colgó el teléfono.

Mañana. Un día que Eliza había esperado desde hacía mucho tiempo. Pensaba explicar con todo lujo de detalle a sus cohortes lo que los pergaminos habían enseñado a su familia. Había confiado parte de ello a Thorvaldsen durante la comida, pero había omitido intencionadamente una advertencia. En una sociedad basada en la paz, sin guerras, estimular el miedo a través de amenazas políticas, sociológicas, ecológicas, científicas o culturales podría resultar casi imposible. Hasta la fecha, ningún intento había tenido suficiente credibilidad o magnitud durante mucho tiempo. Algo como la peste negra, que había supuesto una amenaza a escala global, estuvo cerca, pero un peligro como ése, concebido a partir de condiciones desconocidas, con poco o ningún control, era poco práctico. Y cualquier amenaza tendría que ser contenible.

A fin de cuentas, ésa era la idea. Asustar a la gente para que obedeciera y sacar provecho de su miedo. La mejor solución era la más sencilla. Inventar la amenaza. Ese plan conllevaba multitud de ventajas, como un regulador de voltaje en una lámpara de araña que pudiera ajustarse a grados infinitos de intensidad. Por suerte, en el mundo actual existía un enemigo creíble y ya había galvanizado el sentir ciudadano: el terrorismo.

Como le había dicho a Thorvaldsen, esa amenaza había funcionado en Estados Unidos, así que debería funcionar en cualquier lugar. Al día siguiente vería si los pergaminos eran correctos. Ella culminaría ahora lo que Napoleón pretendió en su día.

A lo largo de doscientos años, su familia se había aprovechado del infortunio político de otros. Pozzo di Borgo descifró suficiente contenido de los pergaminos para enseñar a sus hijos, como éstos enseñaron a los suyos, que realmente no importaba quién redactara las leyes: «Controla el dinero y tendrás poder». Para hacer eso, Eliza necesitaba controlar los acontecimientos. Lo del día siguiente sería un experimento. ¿Y si funcionaba? Entonces habría más.