XL

Eliza estaba disfrutando de su conversación con Henrik Thorvaldsen mientras comían. Era un hombre inteligente e ingenioso que no malgastaba el tiempo parloteando. Parecía un oyente entusiasta que absorbía datos, los catalogaba en el orden adecuado y después extraía conclusiones con presteza. Igual que ella.

—Napoleón se dio cuenta —dijo Larocque— de que la guerra era buena para la sociedad. Incitaba como ninguna otra cosa a los mejores pensadores a reflexionar mejor. Descubrió que los científicos eran más creativos cuando existía una amenaza real. La fabricación se volvía más innovadora y productiva y la gente más obediente. Vio que la ciudadanía, en caso de sentirse amenazada, permitiría cualquier ultraje por parte del gobierno con tal de sentirse protegida. Pero demasiada guerra es destructiva. La gente solo la tolera hasta cierto punto, y los enemigos de Napoleón se aseguraron de que se libraran más guerras de las que él pretendía. Al final, perdió cualquier posibilidad de gobernar.

—No entiendo por qué puede considerarse que la guerra es algo positivo —observó Thorvaldsen—. Acarrea muchas consecuencias negativas.

—Hay muerte, destrucción, devastación y pérdidas, pero la guerra siempre ha existido. ¿Cómo puede prosperar algo tan nefasto? La respuesta es simple: la guerra funciona. Los mayores logros tecnológicos del hombre siempre han sido fruto de la guerra. Vea si no el último conflicto mundial. Aprendimos a dividir el átomo y a volar por el espacio, por no hablar de los incontables avances en la electrónica, la ciencia, la medicina y la ingeniería. Entretanto, nos masacramos unos a otros a una escala sin precedentes.

Thorvaldsen asintió.

—Hay algo de cierto en lo que dice.

—Es incluso más dramático que eso, Herre Thorvaldsen. Mire la historia de Estados Unidos. Su economía es tan rítmica como un reloj, un ciclo de auge, recesión y depresión. Pero hay un hecho constatado: todas las depresiones de Estados Unidos se han producido durante un período de gasto militar inadecuado. Hubo depresiones después de la guerra de 1812, la guerra civil de la década de 1860 y la guerra hispano-americana de principios del siglo XX. La Gran Depresión de los años treinta llegó tras la Primera Guerra Mundial, en un momento en que Estados Unidos se sumió en el aislacionismo y literalmente desmanteló su ejército. Necesitó otra guerra para salir de ella.

—Parece que ha estudiado usted la materia.

—Lo he hecho y las pruebas lo demuestran. La guerra posibilita el gobierno estable de la sociedad. Aporta una necesidad externa clara para que la sociedad acepte el gobierno político. Acabemos con la guerra, y la soberanía nacional también se acabará: éste era un concepto que Napoleón comprendía. De hecho, puede que fuera el primer líder moderno que entendió su significado.

El comedor de Le Grand Véfour empezaba a vaciarse. La hora del almuerzo tocaba a su fin y Eliza observó a los clientes mientras éstos se despedían y se marchaban lentamente.

—Napoleón pretendía que Francia —prosiguió— y todos sus territorios conquistados pasaran de ser un Estado bélico a convertirse en una sociedad orientada a la paz. Pero reconocía que, para hacerlo, necesitaba sustitutos adecuados de la guerra. Por desgracia para él, nada de eso existía en su época.

—¿Qué podría ocupar el lugar de la guerra?

Eliza se encogió de hombros.

—Es difícil encontrarlo, pero no imposible. La idea sería crear un enemigo alternativo. Una amenaza, ya sea real o percibida, contra la cual la sociedad se una para defenderse. La destrucción masiva mediante armas nucleares, por ejemplo. En eso consistió la Guerra Fría. Ningún bando atacó realmente al otro, pero ambos gastaron miles de millones en preparativos. El gobierno prosperó durante la Guerra Fría. El sistema federal estadounidense creció hasta niveles insospechados. La civilización occidental alcanzó nuevas cotas entre los años cincuenta y los noventa. El hombre llegó a la Luna gracias a la Guerra Fría. Ahí tiene un ejemplo de un valioso sustituto de la guerra.

—Entiendo su argumento.

—Existen otros ejemplos, pero menos convincentes. El calentamiento global, una escasez percibida de alimentos o el control del agua potable. En los últimos años se ha intentado, pero por ahora no han vivido un auge ni se han interpretado como una amenaza suficiente.

Unos programas masivos que amplíen drásticamente la atención sanitaria, la educación, la vivienda pública y el transporte podrían funcionar, pero tendrían que abarcarlo todo y absorber a toda la población, lo cual supondría un dispendio obsceno de recursos. Dudo que esto pueda llegar a suceder. Incluso una guerra de pequeña envergadura consume cantidades ingentes de recursos. El gasto y la preparación militar son un derroche sin mesura y ninguna inversión en Seguridad Social es comparable, aunque los diversos programas nacionales de sanidad que existen en el mundo gastan dinero a unos niveles extraordinarios. Pero, al final, no gastan lo suficiente para que la empresa sea un sustituto viable de la guerra.

Thorvaldsen soltó una carcajada.

—¿Se da cuenta de que lo que dice es absurdo?

—Totalmente. Pero la transición a una paz mundial es un empeño difícil. Ignorar por un momento el desafío de gobernar: ahí radica la cuestión de canalizar la agresión colectiva.

—¿Como hacían los romanos en el Coliseo con gladiadores, juegos y sacrificio?

—Los romanos eran inteligentes. Reconocían los conceptos que le estoy explicando. En una sociedad basada en la paz, si hemos de evitar la desintegración social, hay que crear alternativas a la guerra. Los juegos ofrecían esa alternativa al pueblo romano y su sociedad prosperó durante siglos.

Eliza notó que a Thorvaldsen le interesaba su discurso.

—Herre Thorvaldsen, hace tiempo que es obvio, incluso para los antiguos monarcas, que los súbditos no tolerarían en tiempos de paz lo que aceptarían gustosamente en tiempos de guerra. Este concepto es especialmente cierto hasta el día de hoy, en las democracias modernas. De nuevo, fíjese en Estados Unidos. En los años cincuenta, permitió que se pisoteara su Primera Enmienda cuando la amenaza de la invasión comunista se consideró real. La libertad de expresión perdió importancia frente al peligro imaginario que constituía la Unión Soviética. Más recientemente, tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, se aprobaron leyes que en cualquier otro momento los estadounidenses habrían considerado repulsivas. La Ley Patriota suprimió libertades e invadió el ámbito privado en una escala sin precedentes. Las leyes de vigilancia limitaban las libertades civiles y restringían el albedrío ya establecido. Entraron en vigor leyes de identificación que, hasta la fecha, los estadounidenses encontraban repugnantes. Pero permitieron esos agravios para poder vivir seguros.

—O al menos creerse seguros.

Eliza sonrió.

—De eso estoy hablando precisamente. Una amenaza externa creíble equivale a un mayor poder político mientras la amenaza sea verosímil —hizo una pausa—. Y dentro de esa fórmula existe el potencial de cosechar grandes beneficios.

Malone señaló el libro que sostenía el profesor Murad y las curiosas líneas de escritura.

—A Henrik no le gustará que no sepamos qué es eso.

Murad siguió examinando aquella anomalía.

—Tengo una idea. Entremos en el Louvre. Necesito comprobar una cosa.

Thorvaldsen absorbía todo cuanto le explicaba Eliza Larocque. Obviamente, aquella mujer había meditado mucho sus planes. Thorvaldsen decidió volver al tema de Ashby.

—No me ha preguntado absolutamente nada sobre su problema de seguridad —dijo con amabilidad.

—Supuse que me lo contaría cuando estuviese preparado.

Thorvaldsen bebió un poco de vino y ordenó sus pensamientos.

—Ashby tiene una deuda de casi treinta millones de euros. En su mayoría son préstamos personales no garantizados a un interés elevado.

—Lord Ashby me parece una persona franca y bastante entregada. Ha hecho todo lo que le he pedido.

—Lord Ashby es un ladrón. Como bien sabe, hace unos años formó parte de un grupo de coleccionistas ilícitos de obras de arte. Muchos miembros del grupo acabaron enfrentándose a la justicia.

—En el caso de lord Ashby nunca se demostró nada.

—Insisto, nada de eso lo exonera. Sé que estuvo implicado. Y usted también lo sabe. Por eso pertenece a su club.

—Y está realizando excelentes progresos en las misiones que le encargué. De hecho, ahora mismo está aquí, en París, siguiendo una prometedora pista que podría llevarnos directo a nuestro objetivo. Y por eso, Herre Thorvaldsen, estaría dispuesta a perdonar muchas cosas.

Malone siguió al profesor Murad hasta el interior de la pirámide de cristal y ambos bajaron por unas escaleras mecánicas. Allí dentro reinaba el grave rumor de la multitud que aguardaba para entrar en el museo. Malone no sabía adónde iban y agradeció que el profesor esquivara las largas colas que se formaban frente a las taquillas y se dirigiera a la librería.

Las dos plantas de la tienda estaban bien surtidas de información: miles de libros a la venta, todos ellos ordenados por país y época. Murad se dirigió a la amplia sección francesa y se acercó a varias mesas sobre las que se amontonaban tomos dedicados a la era napoleónica.

—Vengo aquí muy a menudo —dijo el académico—. Es una tienda fantástica. Tienen muchos títulos desconocidos que en las librerías normales no encontrarías jamás.

Malone comprendía aquella obsesión. Los bibliófilos eran todos iguales. Murad buscó presuroso entre los títulos.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó Malone.

—Estoy buscando una edición francesa —sus ojos no dejaban de escudriñar la mesa—. Trata de Santa Elena. Estuve a punto de comprarla hace unas semanas, pero… —Murad se agachó y cogió uno de los ejemplares de tapa dura—. Aquí está. Es demasiado caro, así que me conformé con admirarlo desde la distancia.

Malone sonrió. Le gustaba aquel hombre. No había nada pretencioso en él.

Murad apoyó el libro en la mesa y lo hojeó. Al parecer encontró lo que andaba buscando y pidió a Malone que abriera el libro de los Inválidos por la página en la que aparecían las curiosas líneas manuscritas.

—Justo lo que imaginaba —dijo Murad señalando una página—. Ésta es una foto de algunas notas de Santa Elena, escritas durante el exilio de Napoleón. Sabemos que su administrador, Saint-Denis, reescribió muchos de los borradores de Napoleón, ya que la caligrafía del emperador era atroz —Murad señaló de nuevo—. Mire. Las dos muestras que tenemos aquí son prácticamente idénticas.

Malone comparó los libros y vio que la caligrafía era, en efecto, similar. Las mismas emes redondeadas —— y es forzadas ——. La curvatura en la base de las efes ——. La extraña forma de las aes ——, que parecían des inclinadas.

—¿Así que el contenido del libro merovingio es obra de Saint-Denis? —preguntó Malone.

—No, no lo es.

Malone estaba confuso.

Murad señaló el libro del Louvre.

—Lea la leyenda que aparece al pie de la foto.

Malone lo hizo y entonces cayó en la cuenta.

—¿Esa caligrafía es la de Napoleón?

Murad asintió y señaló el texto merovingio.

—Escribió personalmente el contenido de este libro y después lo dejó a cargo de Saint Denis. Eso confiere a este escrito su importancia.

Malone recordó lo que Henrik le había contado sobre la conversación entre Ashby y Caroline Dodd sobre una carta que ella había encontrado, escrita también por el propio Napoleón. Era inusual ver la caligrafía del emperador, según dijo Caroline a Ashby. Malone mencionó aquello a Murad.

—Yo estaba pensando lo mismo —dijo el profesor—. Henrik también me lo contó. Es muy curioso.

Murad estudió las catorce líneas de letras extrañas y otras marcas aleatorias escritas por el mismísimo Napoleón Bonaparte.

—Aquí hay un mensaje —dijo Malone—. Tiene que haberlo.

Thorvaldsen decidió azuzar un poco más a Eliza Larocque.

—¿Y qué ocurrirá si Ashby no puede darle lo que usted quiere?

Ella se encogió de hombros.

—Pocos, aparte de mi antepasado, han buscado el tesoro de Napoleón. Se suele considerar un mito. Espero que estén equivocados. Dudo que sea culpa de Ashby si fracasa. Al menos lo intenta.

—Y mientras tanto la engaña sobre sus finanzas.

Eliza tocó su copa de vino con los dedos.

—Reconozco que eso es un problema. No me alegro de ello —hizo una pausa—. Pero todavía no he visto ninguna prueba.

—¿Y qué pasa si Ashby encuentra el tesoro y no se lo dice?

—¿Cómo iba a saberlo?

—No lo sabría.

—¿Qué pretende con este acoso?

Thorvaldsen vio que Eliza había percibido el atisbo de una promesa no verbalizada.

—Busque lo que busque Ashby aquí, en París, parece importante. Usted misma dijo que podría ser la clave. Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa. Usted deberá juzgar si es verdad o mentira.