Malone encontró los objetos napoleónicos y examinó reliquias del triunfo del emperador y también de su caída. Vio la bala que hirió al general en Ratisbona, su telescopio, mapas, pistolas, un bastón, una bata e incluso su máscara mortuoria. Una exposición reproducía la habitación de Santa Elena en la que falleció Napoleón, incluida la cama plegable y el baldaquín.
Un chirrido resonó por toda la sala. Alguien estaba forzando las puertas de metal situadas cien metros detrás de él.
Malone había apoyado uno de los palés contra las puertas, consciente de que pronto tendría compañía. Vio que Ashby salía de la iglesia y se dirigía pausadamente hacia los Inválidos. Mientras él y su séquito se detenían a admirar el patio de honor, Malone entró raudo en el museo. Supuso que Ashby poseía la misma información que Stephanie le había proporcionado a él. Malone la había llamado la noche anterior, después de hablar con Thorvaldsen, y habían ideado un plan que satisfacía sus necesidades y que al mismo tiempo no ponía en peligro a su amigo. Era un juego de manos, pero no imposible.
El palé que bloqueaba las puertas de metal se arrastró por el suelo provocando un fuerte estruendo. Malone dio media vuelta y se fijó en la luz que se colaba en la tenue sala. Pudo distinguir tres sombras.
Ante él, en el interior de una vitrina entreabierta, había una cubertería de plata, una taza utilizada por Napoleón en Waterloo, una caja de té de Santa Elena y dos libros. Una pequeña placa anunciaba al público que los libros pertenecían a la biblioteca personal de Napoleón en la isla y que formaban parte de los 1600 volúmenes que había conservado. Uno de ellos era Memorias y correspondencia de Josefina, que Napoleón leyó, según decía la información del museo, en 1821, poco antes de su muerte. Dicen que cuestionó su veracidad y que su contenido le disgustó. El otro era un pequeño volumen con cubiertas de piel, abierto más o menos por la mitad; otra placa lo identificaba como Los reinos merovingios 450-751 d. C., perteneciente a la misma biblioteca personal, aunque ese libro tenía la distinción de haber sido destacado en las últimas voluntades del emperador. Un rápido taconeo resonó por toda la sala.
A Ashby le encantaba indagar. Siempre le habían divertído los libros y las películas que retrataban a los cazadores de tesoros como matones. En realidad, invertía gran parte del tiempo en estudiar detenidamente viejos escritos, ya fuesen libros, testamentos, correspondencia, notas personales, diarios privados o archivos públicos. De todo un poco. Jamás una única prueba había resuelto el rompecabezas de golpe. Las pistas por lo común eran prácticamente inexistentes o indescifrables y uno se encontraba con muchas más decepciones que éxitos.
Aquella búsqueda era el ejemplo perfecto. Sin embargo, puede que en aquella ocasión fuesen por buen camino. Era difícil saberlo con certeza hasta que examinaran Los reinos merovingios 450-751 d. C., que debían de estar a escasos metros de distancia.
Eliza Larocque le había advertido que aquél era el día perfecto para colarse en aquella zona del museo. No habría cuadrillas trabajando. Asimismo, el personal de los Inválidos estaría ansioso por finalizar la jornada y marcharse a casa para celebrar la Navidad. Era uno de los pocos días en que el museo permanecía cerrado.
Guildhall encabezaba el grupo en la desordenada galería. El aire tibio desprendía un olor a pintura y trementina, un indicio más de las remodelaciones que se estaban llevando a cabo.
Ashby debía abandonar París en cuanto hubiese cumplido su misión. Los estadounidenses lo esperarían en Londres, ansiosos por obtener un informe, que él finalmente aportaría. No había razón para demorarlo más. Mañana sería un día de lo más interesante, una Navidad que sin duda alguna recordaría.
Guildhall se detuvo y Ashby vio lo que su secuaz ya había descubierto. En la vitrina de cristal donde supuestamente les esperaban las diversas reliquias y libros napoleónicos había un libro, pero el otro había desaparecido. En su lugar encontraron una pequeña tarjeta, inclinada sobre un caballete de madera. Aquellos instantes de silencio parecieron horas.
Ashby reprimió su consternación, se acercó y leyó lo que estaba escrito en la tarjeta.
Lord Ashby, si se porta usted bien,
le entregaremos el libro.
—¿Qué significa esto? —preguntó Caroline.
—Imagino que es la manera que tiene Eliza Larocque de mantenerme a raya.
Ashby sonrió por el esperanzado fervor que encerraba su mentira.
—Dice «entregaremos».
—Debe de referirse al club.
—Te facilitó toda la información de que disponía. Te proporcionó la información confidencial sobre este lugar —dijo Caroline. Sus palabras sonaron más como una pregunta que como una afirmación.
—Es cautelosa. Tal vez no quiera que lo tengamos todo. Al menos todavía.
—No deberías haberla llamado.
Ashby adivinó en sus ojos cuál sería la siguiente pregunta y dijo:
—Volvemos a Inglaterra.
Abandonaron la galería y Ashby barajó mentalmente todas las posibilidades. Caroline no sabía nada de su colaboración secreta con Washington y por eso culpaba de la ausencia del libro a Larocque y al Club de París. Pero la verdad le asustaba todavía más. Los estadounidenses conocían sus negocios.
Malone vigiló desde el otro extremo de la sala mientras Ashby y sus acompañantes salían. Sonrió ante el dilema de Ashby y sabía que éste había mentido a Caroline Dodd. Luego se fue por una escalera trasera y escapó de los Inválidos por la fachada norte. Paró un taxi, cruzó el Sena y encontró Le Grand Véfour.
Entró en el restaurante y contempló el agradable salón, totalmente afrancesado, con paredes resplandecientes cubiertas de espejos con marcos dorados. Escudriñó las mesas y vio a Thorvaldsen sentado con una atractiva mujer que lucía un traje de chaqueta gris.
Malone le enseñó el libro y sonrió.
Thorvaldsen sabía ahora que el equilibrio de poder había cambiado. Tenía el control absoluto y ni Ashby ni Eliza Larocque lo sospechaban, al menos por el momento, de modo que cruzó las piernas, se recostó en la silla y se dedicó de nuevo a su anfitriona, sabedor de que muy pronto todas sus deudas quedarían saldadas.