Napoleón se tumbó boca abajo en la cama y miró hacia la chimenea. Las velas resplandecían, proyectando un brillo rojo sobre su rostro, y el emperador dejó que el calor y el silencio lo adormecieran.
—Viejo adivino. ¿Vienes por mí al fin? —preguntó en voz baja.
La alegría colmó la faz de Napoleón, que inmediatamente se trocó en una muestra de ira.
—No —gritó—, estás equivocado. Mi suerte no se parece al cambio de estaciones. Todavía no estoy en el otoño. El invierno no se acerca. ¿Qué? ¿Dices que mi familia me abandonará y me traicionará? Eso es imposible. Me he prodigado en complacencias con ellos —Napoleón hizo una pausa y pareció escuchar con atención—. Ah, pero eso es demasiado. No es posible. Toda Europa es incapaz de derrocarme. Mi nombre es más poderoso que el destino.
Desvelado por el sonido de su propia voz, Napoleón abrió los ojos y miró alrededor de la habitación. Se llevó una mano temblorosa a la humedecida frente.
—Qué sueño tan terrible —se dijo.
Saint-Denis se le acercó. Bueno y fiel, siempre a su lado, dormía en el suelo junto a la cama, dispuesto a escuchar en todo momento.
—Estoy aquí, sire.
Napoleón cogió la mano de Saint-Denis.
—Hace mucho tiempo, cuando estaba en Egipto, un hechicero me habló en la pirámide —dijo Napoleón—. Profetizó mi ruina, me advirtió sobre mis familiares y la ingratitud de mis generales.
Sumido en sus reflexiones, con una voz enronquecida por el sueño que se esfumaba, parecía necesitar hablar.
—Me dijo que tendría dos esposas. La primera sería emperatriz y no la apartaría del trono la muerte, sino una mujer. La segunda esposa me daría un hijo, pero, no obstante, todo mi infortunio empezaría con ella. Dejaría de ser próspero y poderoso. Todas mis esperanzas se verían frustradas. Sería expulsado a la fuerza y abandonado en suelo extranjero, rodeado de montañas y mar.
Napoleón alzó la vista con expresión temerosa.
—Ordené asesinar a aquel hechicero —dijo—. Lo tomé por un necio, y yo jamás escucho a los necios.
Thorvaldsen escuchó a Eliza Larocque explicar lo que sabía su familia de Napoleón desde hacía largo tiempo.
—Pozzo di Borgo investigó exhaustivamente todo lo sucedido en Santa Elena —dijo—. Lo que acabo de describir ocurrió unos dos meses antes de la muerte de Napoleón.
Thorvaldsen atendía con fingido interés.
—Napoleón era un hombre supersticioso —prosiguió Larocque—. Creía firmemente en el destino, pero nunca se doblegaba a su inevitabilidad. Oía lo que le convenía.
Thorvaldsen y Larocque estaban sentados en una sala privada de Le Grand Véfour, con vista a los jardines del Palais Royal. El menú proclamaba con orgullo que el restaurante se había inaugurado en 1784, y los invitados comían, entonces y ahora, entre ornamentos dorados del siglo XVIII y delicados paneles pintados a mano. No era un lugar que Thorvaldsen frecuentara, pero Larocque lo había llamado, le había propuesto quedar para comer y había elegido el sitio.
—Sin embargo, la realidad es innegable —dijo Larocque—. Todo lo que predijo aquel hechicero egipcio se cumplió. Josefina se convirtió en emperatriz y Napoleón se divorció de ella porque no podía concebir un heredero.
—Creí que había sido porque le fue infiel.
—Lo fue, pero él también. María Luisa, la archiduquesa de Austria, que entonces tenía dieciocho años, al final conquistó la imaginación de Napoleón y se casó con él. Le dio el hijo que deseaba.
—Al más puro estilo de la realeza de aquella época —musitó Thorvaldsen.
—Creo que Napoleón se habría ofendido de que lo compararan con la realeza.
El danés se echó a reír.
—Entonces era estúpido. Él también era un monarca.
—Tal como se había predicho, fue tras su segundo matrimonio, en 1809, cuando la suerte de Napoleón cambió. La fallida campaña rusa de 1812, donde su ejército en retirada quedó diezmado. La coalición de 1813, que puso a Inglaterra, Prusia, Rusia y Austria en su contra. Sus derrotas en España y Leipzig y luego el derrumbamiento de Alemania y la pérdida de Holanda. París cayó en 1814 y luego abdicó. Lo enviaron a Elba, pero escapó e intentó arrebatar París a Luis XVII. Pero su Waterloo llegó al fin el 18 de junio de 1815 y todo terminó. Lo mandaron a Santa Elena a morir.
—Realmente odia a ese hombre, ¿no es así?
—Lo que me molesta es que nunca llegaremos a conocerlo. Pasó sus cinco años de exilio en Santa Elena lavando su imagen, escribiendo una autobiografía que acabó siendo más ficción que realidad, adecuando la historia para su provecho. En verdad, fue un marido que amaba a su esposa, pero que se divorció rápidamente cuando no pudo darle un heredero; un general que profesó un gran amor por sus soldados, y que sin embargo sacrificó a cientos de miles. Supuestamente era temerario, pero abandonó una y otra vez a sus hombres cuando le convino. Fue un líder que tan solo quería fortalecer Francia, y sin embargo mantuvo a la nación sumida en una guerra permanente. Creo que es obvio por qué lo detesto.
Thorvaldsen pensó que aguijonearla un poco podía estar bien.
—¿Sabía que Napoleón y Josefina cenaron aquí? Me han dicho que esta sala se conserva prácticamente intacta desde comienzos del siglo XIX.
Larocque sonrió.
—Lo sabía. No obstante, es curioso que conozca esa información.
—¿De veras hizo Napoleón que asesinaran a ese hechicero en Egipto?
—Ordenó a Monge, uno de sus sabios, que lo matara.
—¿Coincide con la teoría de que Napoleón fue envenenado?
Thorvaldsen sabía que supuestamente le habían administrado arsénico en la comida y la bebida en dosis suficientes para acabar con su vida. Pruebas recientes efectuadas con muestras de cabello confirmaron la presencia de niveles elevados de arsénico.
Larocque soltó una carcajada.
—Los británicos no tenían motivos para matarlo. De hecho, más bien lo contrario. Querían que siguiera con vida.
En ese momento llegaron sus entrantes. El de Thorvaldsen era salmonete a la cazuela con aceite y tomates y el de Larocque un pollo joven con salsa de vino y queso. Ambos degustaron una copa de merlot.
—¿Conoce la historia de cuando exhumaron a Napoleón en 1840 para devolverlo a Francia? —preguntó ella.
Thorvaldsen negó con la cabeza.
—Demuestra por qué los británicos jamás lo habrían envenenado.
Malone recorrió la desértica galería. No había ninguna luz encendida y la claridad que proporcionaba el sol era difusa por culpa de unos plásticos que cubrían las ventanas. El aire era cálido y olía a pintura húmeda. Muchas vitrinas estaban envueltas en basta lona. Había escaleras apoyadas por todas las paredes. Al fondo se levantaba otro andamio. Parte del suelo de madera había sido retirado y se estaban realizando reparaciones en la superficie de piedra.
Malone no detectó cámaras ni sensores. Pasó junto a uniformes, armaduras, espadas, dagas, arneses, pistolas y rifles, todos ellos expuestos en vitrinas forradas de seda. Era una constante e intencionada progresión tecnológica, en la que cada generación aprendía a matar a la siguiente con más rapidez. Nada denotaba el horror de la guerra. Por el contrario, solo parecía subrayar su carácter glorioso.
Malone esquivó otro boquete en el suelo y continuó su recorrido por la extensa galería sin que sus suelas de goma emitieran un solo ruido.
A su espalda oyó cómo alguien trataba de abrir las puertas metálicas.
Ashby se encontraba en el descansillo de la segunda planta y observó a Guildhall mientras éste empujaba las puertas que conducían a las galerías de Napoleón. Algo las bloqueaba.
—Creía que estaban abiertas —susurró Caroline.
Eso fue exactamente lo que le había dicho Larocque. Cualquier cosa de valor había sido retirada hacía semanas. Lo único que quedaba eran objetos históricos menores, que se guardaron dentro porque en el exterior la capacidad de almacenamiento era limitada. El contratista encargado de la remodelación había aceptado trabajar en torno a los objetos expuestos y se le exigió que contratara una póliza de responsabilidad para garantizar su seguridad.
Sin embargo, algo bloqueaba las puertas.
Ashby no quería llamar la atención de la mujer que había abajo o de los empleados del museo de planos y relieves situado en la planta superior.
—Fuérzalas —dijo—. Pero sin hacer ruido.
La fragata francesa La Belle Poule llegó a Santa Elena en octubre de 1840 con un contingente liderado por el príncipe de Joinville, el tercer hijo del rey Luis Felipe. Middlemore, el gobernador británico, envió a su hijo a recibir el barco, y las baterías de la Armada Real repartidas por la costa dispararon veintiuna salvas en su honor. El 15 de octubre, cuando se cumplían veinticinco años de la llegada de Napoleón a Santa Elena, se iniciaron las tareas de exhumación de su cuerpo. Los franceses querían que sus marineros se encargaran del proceso, pero los británicos insistieron en que su gente realizara esa labor. Obreros locales y soldados británicos trabajaron duramente toda la noche bajo un fuerte aguacero. Habían transcurrido diecinueve años desde que el ataúd de Napoleón descendiera a las entrañas de la tierra y fuera sellado con ladrillos y cemento, e invertir aquel proceso resultó un desafío. Extraer las piedras una a una, perforar estratos de mampostería reforzados con vigas de metal y abrir a la fuerza las cuatro tapas para afrontar finalmente la imagen del difunto emperador había supuesto un gran esfuerzo.
Varias personas que vivieron con Napoleón en Santa Elena regresaron para ser testigos de la exhumación: el general Gourgaud; su homólogo Bertrand; Pierron, el pastelero; Archambault, el ayuda de cámara; Noverraz, el tercer ayuda de cámara; Marchand y Saint-Denis, que siempre había estado junto al emperador.
El cuerpo de Napoleón fue envuelto en fragmentos de raso blanco que habían caído de la tapa del ataúd. Sus botas negras de montar se habían despegado y dejaban entrever sus pálidos dedos. Las piernas seguían cubiertas por unos pantalones bombachos blancos, y el sombrero descansaba junto a él, en el mismo lugar que ocupaba años atrás. El plato de argento que contenía su corazón se encontraba entre sus muslos. Sus manos, blancas, duras y perfectas, mostraban unas uñas largas. El labio había retrocedido y se apreciaban tres dientes; el rostro era gris a causa de una incipiente barba y tenía los párpados cerrados con firmeza. El cuerpo se hallaba en un estado asombroso, como si estuviese durmiendo, más que descomponiéndose.
Todos los objetos introducidos en el ataúd para que le hicieran compañía seguían allí, apiñados alrededor de su lecho de raso: una colección de monedas francesas e italianas con su impasible rostro acuñado, una salsera de plata, un plato, tenedores, cuchillos y cucharas con las armas imperiales grabadas, un frasco de plata que contenía agua del valle de los Geranios, una túnica, una espada, una barra de pan y una botella de agua.
Todo el mundo se quitó el sombrero y un sacerdote francés roció agua bendita mientras recitaba el Salmo 130. «Desde las profundidades he llorado por ti, oh Señor».
El doctor británico quiso examinar el cuerpo en nombre de la ciencia, pero Gourgaud, un general rechoncho de mejillas rojas y barba gris, se opuso.
—No lo hará. Nuestro emperador ya ha sufrido bastantes ultrajes.
Todos los allí presentes sabían que Londres y París habían aceptado aquella exhumación como una manera de limar asperezas entre las dos naciones. Al fin y al cabo, como había dejado claro el embajador francés en Inglaterra: «No conozco ningún motivo honorable para negarnos, ya que Inglaterra no puede decir al mundo que desea mantener prisionero a un cadáver».
Middlemore, el gobernador británico, dio un paso al frente.
—Tenemos derecho a examinar el cuerpo.
—¿Por qué razón? —preguntó Marchand—. ¿Con qué fin? Los británicos estaban aquí cuando se cerró el ataúd y sus doctores practicaron una autopsia al cadáver, pese a que el emperador dejó instrucciones concretas para que eso no ocurriera.
El propio Marchand estaba allí ese día y su amargura puso de manifiesto que no había olvidado aquella afrenta.
Middlemore alzó las manos en un gesto de falsa rendición.
—Muy bien. ¿Se opondrían a una inspección superficial? Después de todo, coincidirán en que el cuerpo se encuentra en unas condiciones sorprendentes para llevar tanto tiempo enterrado. Eso exige cierta investigación.
Gourgaud cedió y los demás aceptaron.
El médico palpó las piernas, la barriga, las manos, un párpado y después el pecho.
—Después, Napoleón fue encerrado en sus cuatro féretros de madera y metal, se giró la llave del sarcófago y se dispuso todo para devolverlo a París —dijo Eliza.
—¿Qué buscaba realmente el médico? —preguntó Thorvaldsen.
—Algo que los británicos habían tratado de averiguar en vano mientras Napoleón era su prisionero: el paradero del tesoro perdido.
—¿Creían que estaba en la tumba?
—No lo sabían. Se introdujeron muchos objetos extraños en aquel ataúd. Alguien pensó que la respuesta podía encontrarse allí. Se cree que ése fue uno de los motivos por los que los británicos accedieron a la exhumación: para volver a echar un vistazo.
—¿Y encontraron algo?
Larocque bebió un poco de vino.
—Nada.
La mujer esperó a que sus palabras surtieran efecto.
—No buscaron en el sitio adecuado, ¿verdad? —preguntó el danés.
A Larocque empezaba a caerle bien Thorvaldsen.
—Ni por asomo.
—¿Y usted, madame Larocque, ha descubierto el lugar correcto?
—Ésa, Herre Thorvaldsen, es una pregunta que seguramente halle respuesta antes de que termine el día.