París
Lunes, 24 de diciembre
11.00 h
Malone entró en la iglesia del Domo, adosada como un apéndice al extremo sur del imponente Hotel des Invalides. El edificio barroco, con una fachada de columnas dóricas y un solo frontón, estaba cubierto por una formidable cúpula dorada, la segunda estructura más alta de París, coronada por una linterna y una aguja. Originalmente había sido un lugar de culto real erigido por Luis XIV para ensalzar la gloria de la monarquía francesa y más tarde Napoleón lo convirtió en una tumba para guerreros. Tres de los nombres más importantes de la historia militar francesa, Turene, Vaubon y Foch, descansaban allí. En 1861, el propio Napoleón fue inhumado bajo la cúpula y más tarde lo acompañaron sus dos hermanos y su hijo.
La Nochebuena no había atenuado el flujo de visitantes. El interior, aunque solo llevaba una hora abierto, estaba abarrotado. Si bien el lugar ya no se utilizaba para oficios religiosos, una placa recordaba a todo el mundo que se descubriera la cabeza y hablara en voz baja.
La noche anterior, Malone se había hospedado en una habitación, que Thorvaldsen había reservado para él en el Ritz, con la esperanza de conciliar el sueño, pero lo habían asaltado algunos pensamientos inquietantes. Le preocupaba Sam, pero confiaba en que Stephanie tuviera la situación bajo control. Le preocupaba todavía más Thorvaldsen. Las vendettas podían salir caras en más de un sentido, algo que había aprendido por experiencia. Todavía no estaba seguro de cómo contener a Thorvaldsen, pero había que hacerlo, y rápido.
Malone se dirigió lentamente hacia una balaustrada de mármol que le llegaba a la cintura y contempló la imponente cúpula. Imágenes de los evangelistas, los reyes de Francia y los apóstoles le devolvieron la mirada. Bajo el domo, por detrás del balaustre, estudió el sarcófago de Napoleón.
Conocía los detalles. Siete féretros, uno dentro de otro, contenían los restos imperiales; dos eran de plomo y el resto de caoba, hierro, ébano, roble y, el visible, de pórfido rojo, el material de los sepulcros romanos. Con casi cuatro metros de longitud y dos de altura y forma de arca adornada con hojas de laurel, descansaba sobre una base de granito color esmeralda. Doce figuras colosales de la victoria y el nombre de las principales batallas de Napoleón estaban grabados en el suelo que rodeaba la tumba.
Malone oteó la concurrida iglesia y vio a Graham Ashby. El británico coincidía con la descripción que le había proporcionado Stephanie y se hallaba al otro extremo, cerca de la baranda circular.
Thorvaldsen le había dicho una hora antes que sus agentes habían seguido a Ashby desde Londres hasta París y los Inválidos. Junto a él vio a una atractiva mujer con una larga melena. Eso le trajo a la mente a otra rubia que había robado su atención durante las dos semanas anteriores un desacierto que estuvo a punto de costarle la vida.
La rubia, que tenía las caderas apoyadas en la baranda y la espalda arqueada, señalaba el impresionante cornisamento que rodeaba la iglesia y al parecer le estaba explicando a Ashby algo que éste escuchaba con atención. Tenía que ser Caroline Dodd. Thorvaldsen le había hablado de ella. Era la amante de Ashby, pero también poseía licenciaturas en historia medieval y literatura. Su presencia allí significaba que Ashby consideraba que había algo importante en aquel lugar.
El nivel de ruido de la sala fue en aumento y Malone se dio la vuelta. El gentío entraba en tropel por las puertas principales. Observó cómo cada nuevo visitante pagaba su entrada.
Miró alrededor y admiró el collage de mármol que lo rodeaba y la cúpula sostenida por majestuosas columnas corintias. Símbolos de la monarquía afloraban de la decoración esculpida, recordando al visitante que aquélla fue en otro tiempo una iglesia de reyes y ahora ofrecía cobijo a un emperador.
—Napoleón murió en 1821 en Santa Elena —oyó que explicaba en alemán uno de los guías a un grupo que se agolpaba cerca de allí—. Los británicos lo enterraron allí con escasos honores, en una tranquila hondonada. Pero en sus últimas voluntades, Napoleón pidió que sus cenizas descansaran «a orillas del Sena, en medio del pueblo francés» al que tanto amaba. De modo que en 1840, el rey Luis Felipe decidió cumplir ese deseo y traer al emperador a casa. Fue una iniciativa que pretendía complacer a la ciudadanía y reconciliar a los franceses con su historia. Por aquel entonces, Napoleón se había convertido en una leyenda. Así, pues, el 15 de diciembre de 1840, en una grandiosa ceremonia, el rey dio la bienvenida a los restos del emperador en los Inválidos. Se precisaron veinte años, no obstante, para modificar esta iglesia y cavar la cripta que ven aquí abajo.
Malone se alejó de la balaustrada de mármol mientras los alemanes se apiñaban cerca de ella y contemplaban el imponente sarcófago. Más grupos apretujados se paseaban por el lugar. Malone vio que otro hombre se había unido a Ashby. Estatura media, rostro inexpresivo y cabello gris ralo. Un abrigo cubría su cuerpo delgado. Era Guildhall. Thorvaldsen también le había proporcionado información sobre aquel hombre. Los tres dieron media vuelta y se dispusieron a abandonar el lugar.
«Improvisa». Eso es lo que le había dicho a Sam que hacían los agentes. Malone meneó la cabeza. Sí, tenía razón.
Ashby salió de la iglesia del Domo y bordeó el exterior hasta llegar a una larga galería jalonada de cañones que conducía al interior de los Inválidos. El enorme complejo comprendía dos iglesias, un patio de honor, un museo militar, un jardín y una elegante explanada que se extendía desde la fachada norte hasta el Sena, a casi un kilómetro de distancia. Fundados en 1670 por Luis XIV para dar cobijo y atención a los soldados tullidos, los edificios de varias plantas conectados entre sí eran obras maestras del clasicismo francés.
Igual que Westminster, aquél era un lugar histórico. Ashby imaginó el 14 de julio de 1789, cuando una multitud arrolló a los centinelas allí apostados y asaltó el depósito de rifles subterráneo, donde confiscaron armas que aquel mismo día utilizaron para irrumpir en la Bastilla e iniciar la Revolución Francesa. Siete mil excombatientes habían habitado allí, y ahora era un lugar frecuentado por turistas.
—¿Hay forma de entrar en el museo? —preguntó Caroline.
Había hablado con Eliza Larocque tres veces más desde la noche anterior. Por suerte, había logrado recabar gran cantidad de información relevante.
—No creo que haya problema.
Entraron por el patio de honor, una extensión adoquinada y cercada por cuatro extensas galerías de dos plantas. Tenía una envergadura que rondaba los cien metros por sesenta. Una estatua de Napoleón tallada en bronce presidía el enorme patio, encaramada a la entrada con frontón de la iglesia de los Soldados. Ashby sabía que aquél era el lugar en que De Gaulle había besado a Churchill en una muestra de agradecimiento tras la Segunda Guerra Mundial.
Ashby señaló a la izquierda, hacia una de las austeras fachadas clásicas, mucho más imponentes que atractivas.
—Son antiguos refectorios donde los inválidos tomaban sus comidas. El museo de armas comienza ahí —Ashby señaló otro refectorio situado a la derecha—. Y termina ahí. Ése es nuestro objetivo.
El edificio que se erguía a la izquierda estaba cubierto de andamios. Larocque le dijo que la mitad del museo estaba siendo modernizado, principalmente las exposiciones históricas, dos plantas enteras clausuradas hasta la primavera siguiente. Los trabajos incluían la limpieza de las fachadas y una amplia remodelación de la entrada principal. Pero aquel día no había nadie. Era Nochebuena, un día festivo.
Malone recorrió una de las amplias galerías de los Inválidos y pasó junto a las puertas de madera repartidas cada tres metros, flanqueadas por cañones en posición de firme. Fue desde la galería sur hasta la este, rebasó la iglesia de los Soldados, dobló una esquina y se dirigió a una entrada temporal que daba acceso al edificio este. Ashby y su contingente se hallaban en el lado opuesto del patio de honor, contemplando la parte cerrada del ala del museo, que albergaba objetos históricos de los siglos XVII y XVIII, además de piezas que databan de la época de Luis XIV hasta los días de Napoleón.
Un trabajador enfundado en un abrigo gris, que caminaba con ritmo pausado y actitud vigilante, ocupaba la entrada provisional que conducía al tercer piso, donde permanecían abiertos el museo de planos y relieves y una librería.
Malone subió la escalera, asiéndose a una gruesa barandilla de madera.
En la segunda planta, las puertas del ascensor estaban bloqueadas por dos tablones clavados formando una equis. Sobre unos palés se amontonaban más andamios desmontados. De unas puertas temporales de metal blanco colgaba un cartel que decía «Prohibida la entrada». En la pared, otro letrero anunciaba que tras aquellas puertas se encontraban las «Salles Napoleón ier» (las estancias de Napoleón i).
Malone se acercó y tiró del pomo de las puertas de metal, que cedieron. No había necesidad de bloquearlas, según le habían dicho, ya que el edificio se cerraba cada noche y había pocos objetos de valor en las galerías.
Malone se adentró en la silenciosa oscuridad y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas, con la esperanza de no tener que lamentarse de los minutos que estaban por llegar.