XXXV

Valle del Loira,

19.00 h

Eliza recorrió la larga galería escuchando el viento invernal que batía las ventanas del castillo. Su mente reprodujo todo lo que le había dicho a Ashby durante el último año, inquieta por la posibilidad de haber cometido un enorme error.

La historia relataba cómo Napoleón Bonaparte había saqueado Europa, robando cantidades incalculables de metales preciosos, joyas, antigüedades, cuadros, libros y esculturas, cualquier cosa de valor. Existían inventarios de dichos saqueos, pero nadie podía aseverar su exactitud. Pozzo di Borgo se enteró de que Napoleón había ocultado parte de los expolios en un lugar que solo él conocía. Los rumores que corrían en tiempos del emperador hablaban de un tesoro fabuloso, pero nada indicaba el camino hasta él. Su antepasado buscó durante veinte años.

Eliza se detuvo ante una de las ventanas y contempló la oscuridad. Más abajo, el río Cher fluía con gran rapidez. Se dejó acariciar por el calor de la habitación y saboreó su hogareño perfume. Llevaba una gruesa bata sobre el camisón y se cubrió bien con ella. Encontrar ese tesoro perdido sería su forma de vengar a Pozzo di Borgo, validar su legado y otorgar importancia a su familia. Una vendetta absoluta.

El clan Di Borgo tenía una gran trayectoria en Córcega. De niño, Pozzo había sido amigo íntimo de Napoleón. Pero el legendario revolucionario Pasquale Paoli abrió una brecha entre ellos cuando favoreció a los Di Borgo en detrimento de los Bonaparte, a quienes consideraba demasiado ambiciosos.

La disputa se inició cuando el joven Napoleón se enfrentó con un hermano de Pozzo di Borgo en la carrera por ocupar el rango de teniente coronel de los voluntarios corsos. Los métodos despóticos que utilizaron Napoleón y sus partidarios para asegurarse un resultado favorable suscitaron la enemistad de Di Borgo. La ruptura fue definitiva a partir de 1792, cuando los Di Borgo se alinearon con la independencia corsa y los Bonaparte se unieron a Francia. A la postre, Pozzo di Borgo fue nombrado jefe del gobierno civil corso. Cuando la Francia liderada por Napoleón ocupó Córcega, Di Borgo huyó, y durante los veintitrés años posteriores trabajó diligentemente para destruir a su enemigo declarado.

«Pese a los intentos por relegarme, eliminarme y acallarme, será difícil hacerme desaparecer del todo del recuerdo ciudadano. Los historiadores tendrán que hablar del Imperio y habrán de ser justos conmigo».

La arrogancia de Napoleón ardía en el recuerdo de Eliza. Sin duda, el tirano había olvidado los centenares de pueblos que había quemado hasta los cimientos en Rusia, Polonia, Prusia, Italia y las llanuras y montañas de Iberia. Miles de prisioneros fueron ejecutados, cientos de miles de refugiados despojados de sus hogares e innumerables mujeres violadas por su Grande Armée. ¿Y qué hay de los tres millones de soldados muertos que se pudrieron a lo largo y ancho de Europa? Millones de personas heridas o incapacitadas de por vida. Y las instituciones políticas destruidas en varios centenares de estados y principados. Economías hechas añicos. Terror por doquier, Francia incluida. Eliza coincidía con lo que dijo el escritor francés Émile Zola a finales del siglo XIX: «Qué gran locura pensar que podemos impedir que al final se escriba la verdad sobre la historia».

¿Y cuál era la verdad acerca de Napoleón? La destrucción de los estados germánicos y su reunificación, junto con Prusia, Bavaria y Sajonia, propiciaron el nacionalismo alemán, que condujo a su consolidación cien años después, hecho que estimuló el ascenso de Bismarck, Hitler y propició dos guerras mundiales.

«Habrán de ser justos conmigo». Claro que sí. Ella lo sería.

Se oyó un taconeo proveniente de la galería. Eliza se dio la vuelta y vio a su mayordomo dirigiéndose hacia ella. Esperaba la llamada y sabía quién estaba al otro lado de la línea. Su acólito le entregó el teléfono y se retiró.

—Buenas noches, Graham —dijo.

—Tengo excelentes noticias —anunció Ashby—. La investigación ha dado sus frutos. Creo que he encontrado un vínculo que podría llevarnos directamente al tesoro.

Aquello concitó la atención de Eliza.

—Pero necesito su ayuda —dijo él.

Ella escuchó con cautela y desconfianza, pero estimulada por las posibilidades que prometía el entusiasmo de Ashby.

Al final, él dijo:

—Necesitaría cierta información sobre los Inválidos. ¿Puede conseguirla?

La mente de Eliza barajó las posibilidades a toda prisa.

—Sí.

—Lo suponía. Vendré por la mañana.

Eliza escuchó algunos detalles más y dijo:

—Buen trabajo, Graham.

—Puede que esto sea definitivo.

—¿Y qué hay de nuestra presentación navideña? —preguntó ella.

—Según lo previsto, como solicitó.

Eso era exactamente lo que Eliza quería oír.

—Entonces nos vemos el lunes.

—No me lo perdería por nada del mundo.

Se despidieron.

Thorvaldsen la había atormentado con la posibilidad de que Ashby fuera un traidor. Pero el británico estaba haciendo todo aquello para lo que lo había reclutado, y bastante bien. Aun así, las dudas le nublaban los pensamientos. Dos días. Tendría que hacer malabares en medio de aquella inestabilidad, al menos hasta entonces.

Sam se puso en pie justo cuando Stephanie Nelle entraba en el piso y Meagan cerraba la puerta. Notó un sudor frío en la frente.

—Esto no es Estados Unidos —dijo Meagan en un claro arrebato de pasión—. Aquí no tiene jurisdicción.

—Cierto. Pero, por el momento, lo único que impide que la policía de París la detenga soy yo. ¿Prefiere que me marche y los deje apresarla para que podamos charlar mientras está bajo custodia?

—¿De qué se me acusa?

—De llevar una pistola, disparar un arma de fuego dentro de los límites municipales, incitar un altercado, destrucción de la propiedad estatal, secuestro, ataque. ¿Me olvido de algo?

Meagan negó con la cabeza.

—Son todos iguales.

Stephanie sonrió.

—Me lo tomaré como un cumplido —repuso y miró a Sam—. No hace falta que le diga que está metido en un buen lío. Pero ya veo dónde está el problema. Conozco a Henrik Thorvaldsen y doy por hecho que su presencia aquí tiene que ver con él, al menos en parte.

Sam no conocía a aquella mujer, así que no pensaba vender a la única persona que lo había tratado con cierto respeto.

—¿Qué quiere?

—Necesito que cooperen. Si lo hace usted, señorita Morrison, no irá a la cárcel. Y usted, señor Collins, quizá pueda seguir con su carrera.

A Sam no le gustaba su actitud condescendiente.

—¿Y si no quiero una carrera?

Stephanie le lanzó una mirada que Sam había visto en sus superiores, gente que imponía unas normas insignificantes e inveteradas barreras que hacían prácticamente imposible que nadie progresara.

—Pensaba que quería ser un agente. Eso es lo que me dijo el Servicio Secreto. Yo simplemente le estoy brindando esa oportunidad.

—¿Y qué quiere que haga? —preguntó él.

—En este caso, eso depende de la señorita Morrison —la mujer observó a Meagan—. Lo crea o no, estoy aquí para ayudar. Así que, dígame: aparte de decir tonterías en su página web sobre conspiraciones mundiales que tal vez existan o tal vez no, ¿qué pruebas tangibles posee que puedan resultarme de interés?

—Es usted una zorra engreída, ¿eh?

—No lo sabe usted bien.

Meagan sonrió.

—Me recuerda a mi madre. También tenía un corazón de piedra.

—Eso solo significa que soy vieja. No se está granjeando usted mi simpatía.

—Es usted la que todavía empuña una pistola.

Stephanie pasó junto a ellos, se acercó a la mesa de la cocina, donde estaba la pistola de Meagan, y la cogió.

—Dos hombres han muerto hoy en el Cluny. Otro está en el hospital.

—¿El vigilante? —preguntó Sam.

Stephanie asintió.

—Se recuperará.

Sam se alegró de oír aquello.

—¿Y usted, señorita Morrison, también se alegra?

—No es problema mío —respondió.

—Fue usted quien lo empezó.

—No, yo lo saqué a la luz.

—¿Sabe para quién trabajaban los dos muertos?

Meagan asintió.

—Para el Club de París.

—Eso no es del todo cierto. En realidad, Eliza Larocque los contrató para que siguieran a su señuelo.

—Va usted un poco rezagada.

—Pues cuénteme algo que yo no sepa.

—De acuerdo. ¿Qué le parece esto? Sé lo que va a ocurrir dentro de dos días.

Thorvaldsen estaba sentado solo en su suite del Ritz, con la cabeza apoyada en el respaldo de una silla. Malone se había ido y le había garantizado que al día siguiente robaría el libro de los Inválidos. En aquellos momentos confiaba en su amigo más que en sí mismo.

En la mano sostenía una copa de coñac para templar los nervios. A Dios gracias, todos los espíritus burlones que clamaban en su fuero interno se habían retirado a dormitar. Había participado en numerosas luchas, pero aquélla era diferente, más obsesiva que personal, y eso le asustaba. Quizá al día siguiente tendría que ponerse en contacto con Graham Ashby, y sabía que ese momento sería difícil. Tendría que mostrarse cordial, estrechar la mano del hombre que había asesinado a su hijo y obsequiarlo con toda su cortesía. No podía revelar absolutamente nada hasta el momento adecuado.

Thorvaldsen dio otro sorbo de coñac. Le vinieron a la mente escenas del funeral de Cai. El ataúd había permanecido cerrado a causa de los daños irreparables que habían ocasionado las balas, pero él había visto cómo había quedado el rostro de su hijo. Había insistido en verlo.

Necesitaba aquella horrible imagen grabada a fuego en su memoria, porque sabía que jamás descansaría hasta que aquella muerte tuviese una explicación.

Ahora, dos años después, por fin sabía la verdad y tan solo faltaban unas horas para que empezara la venganza.

Había mentido a Malone. Aunque consiguiera incitar a Eliza Larocque a actuar contra Ashby, mataría a aquel cabrón con sus propias manos. Nadie más lo haría, solo él, igual que la noche anterior, cuando había frenado a Jesper y disparado a Amando Cabral y a su cohorte. ¿En qué se estaba convirtiendo? ¿En un asesino? No, en un vengador. Pero ¿había alguna diferencia?

Sostuvo el vaso a contraluz y admiró la rica tonalidad del alcohol. Saboreó otro trago de coñac, más largo esta vez, más satisfactorio, y cerró los ojos. Recuerdos dispersos centellearon en su mente, se desvanecieron por un momento y reaparecieron. Todos llegaron en un proceso tranquilo y silencioso, como si cambiara diapositivas en un proyector. Le temblaron los labios. Recuerdos que casi había olvidado, de una vida que no conocía desde hacía muchos años, se materializaron, borrosos, y luego desaparecieron.

Había enterrado a Cai en la finca, en el cementerio familiar, junto a Lisette, entre otros Thorvaldsen que descansaban allí desde hacía siglos. Su hijo llevaba un sencillo traje gris y una rosa amarilla. A Cai le encantaban las rosas amarillas, al igual que a Lisette.

Recordó el peculiar olor que emanaba del ataúd, un poco ácido, un poco húmedo, el hedor de la muerte.

Volvió a invadirlo una sensación de soledad. Apuró el coñac que quedaba en el vaso. Una oleada de tristeza recorrió su cuerpo con una fuerza intolerable. Ya no lo asaltaban las dudas. Sí, mataría a Graham Ashby con sus propias manos.