17-15 h
El carro que había traído a Thorvaldsen desde el valle del Loira lo condujo hasta el Hotel Ritz, en el centro de París. Por el camino realizó varias llamadas telefónicas para planear su siguiente movimiento.
Thorvaldsen huyó del frío de última hora de la tarde y entró en el famoso vestíbulo del hotel, adornado con una colección de antigüedades digna de un museo. Le gustaba sobre todo la historia de cuando Hemingway liberó el Ritz en 1944. Armados con ametralladoras, el escritor y un grupo de soldados aliados irrumpieron en el hotel y buscaron hasta en el último recoveco. Tras descubrir que los nazis habían escapado, se retiraron al bar y pidieron una ronda de dry martinis. Para conmemorar el suceso, la dirección lo bautizó como Bar Hemingway y, cuando Thorvaldsen entró, comprobó que el lugar conservaba su calidez gracias a las paredes de madera, los sillones de piel y un ambiente que recordaba a otra época. Fotos tomadas por el propio Hemingway adornaban las paredes y una delicada música de piano aportaba cierta privacidad.
Thorvaldsen vio a su hombre junto a una mesa, se dirigió hacia él y tomó asiento.
El doctor Joseph Murad impartía clases en la Sorbona; era un reconocido experto en la Europa napoleónica.
Thorvaldsen había mantenido a Murad en la recámara durante el año anterior desde que tuvo constancia del apasionado interés de Ashby.
—¿Whisky de malta? —preguntó en francés al ver el vaso de Murad.
—Quería degustar el sabor de una bebida de veintidós euros.
Thorvaldsen sonrió.
—Además, paga usted.
—Así es.
Sus investigadores de Gran Bretaña llamaron mientras iba en coche y le transmitieron lo que habían averiguado gracias a los dispositivos de escucha instalados en el estudio de Caroline Dodd. Puesto que esa información no le decía gran cosa, Thorvaldsen se la comunicó rápidamente a Murad por teléfono. El erudito le devolvió la llamada media hora después y propuso aquel cara a cara.
—El testamento de Napoleón sin duda mencionaba ese libro —dijo Murad—. Siempre me ha parecido una referencia extraña. Napoleón se llevó unos mil seiscientos libros con él a Santa Elena. Sin embargo, se tomó la molestia de legar cuatrocientos a Saint-Denis y destacar Los reinos merovingios 450-751 d. C. Es la demostración de la máxima «Lo que falta».
Thorvaldsen esperó que el académico se explicara.
—En arqueología existe una teoría: «Lo que falta indica lo que es importante». Por ejemplo, si tres estatuas tienen una base cuadrada y la cuarta una base redonda, normalmente la importante es la cuarta. Se ha demostrado una y otra vez que esta máxima es cierta, sobre todo cuando se estudian objetos de naturaleza ceremonial o religiosa. Esta referencia en el testamento a un libro en particular podría ser igual de significativa.
El danés escuchó las explicaciones de Murad sobre los merovingios. Sus líderes, empezando por Meroveo, del que recibieron su nombre, unificaron a los francos y luego avanzaron hacia el este y conquistaron a sus primos germánicos. En el siglo V, Clovis eliminó a los romanos, conquistó Aquitania y empujó a los visigodos hacia España. También se convirtió al cristianismo e hizo de París, una pequeña ciudad a orillas del Sena, su capital. La región de París y alrededores, que contaba con un emplazamiento estratégico, defendible y fértil, vino a llamarse Francia. Los merovingios eran un peculiar grupo que practicaba costumbres extrañas, se dejaban el pelo y la barba largos y enterraban a sus muertos con abejas de oro. La familia gobernante se convirtió en una dinastía, pero más tarde entró en declive con asombrosa rapidez. En el siglo VII, el poder real del mundo merovingio estaba en manos de los administradores de la corte, los «mayordomos de palacio», carolingios que a la postre se hicieron con el control y erradicaron a los merovingios.
—Ricos en fábula, faltos de historia —dijo Murad—. Ésa es la crónica de los merovingios. Sin embargo, Napoleón sentía fascinación por ellos. Las abejas de oro de su manto de coronación se inspiraron en ellos. Los merovingios también eran partidarios de acumular tesoros. Robaban con placer en las tierras que conquistaban y su rey era responsable de repartir la riqueza entre sus seguidores. Como líder, se esperaba que viviera únicamente de los frutos de sus conquistas. Este concepto de autosuficiencia real duró del siglo V al XV. Napoleón lo resucitó en el siglo XIX.
—Teniendo en cuenta el tesoro que anda buscando Ashby, ¿cree que este libro merovingio puede ser revelador?
—No lo sabremos hasta que lo veamos.
—¿Todavía existe?
Caroline Dodd no le había contado a Ashby el paradero del botín mientras estaban en su estudio. En vez de eso, le había puesto la miel en los labios y le había hecho esperar hasta después de practicar sexo. Por desgracia, los investigadores de Thorvaldsen no habían conseguido instalar micrófonos en el dormitorio de Ashby.
Murad sonrió.
—El libro existe. Lo comprobé hace algún tiempo. Se encuentra expuesto en el Hotel des Invalides, donde yace enterrado Napoleón. Forma parte de lo que Saint-Denis legó a la ciudad de Sens en 1856. Al final, esos libros fueron donados por Sens al gobierno francés. La mayoría de los volúmenes ardieron en el incendio del Palacio de las Tullerías en 1871. Lo que quedó llegó a los Inválidos tras la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, este libro sobrevivió.
—¿Podemos echarle un vistazo?
—No sin responder a multitud de preguntas a las que estoy seguro que no quiere contestar. Los franceses son muy protectores con sus tesoros nacionales. Consulté a un colega, que me dijo que el libro está expuesto en el museo de los Inválidos. Pero esa ala está cerrada ahora mismo por reformas.
Thorvaldsen comprendía los obstáculos: cámaras, puertas y agentes de seguridad. Pero sabía que Graham Ashby quería el libro.
—Necesitaré que esté usted disponible —dijo a Murad.
El profesor bebió un trago de whisky.
—Esto se está convirtiendo en algo extraordinario. Napoleón deseaba que su hijo poseyera su tesoro privado. Adquirió cuidadosamente esa riqueza, igual que un rey merovingio. Pero entonces, a diferencia de un merovingio, y más como un déspota actual, lo ocultó en un lugar que solo él conocía.
Thorvaldsen entendía la atracción que podía ejercer semejante tesoro sobre la gente.
—Una vez que Napoleón estuvo atrapado en Santa Elena y no suponía peligro alguno, los periódicos ingleses aseguraron que había amasado una gran fortuna —Murad sonrió—. Él se vengó desde su exilio con una lista de lo que él denominaba el «verdadero tesoro» de su reinado. El Louvre, los greniers publics, el Banco de Francia, el suministro de agua de París, el alcantarillado de la ciudad y sus múltiples mejoras. Fue atrevido, eso debo reconocérselo.
Y lo era.
—¿Se imagina lo que podría contener ese tesoro perdido? —preguntó Murad—. Napoleón saqueó miles de obras de arte que no han sido vistas desde entonces. Por no mencionar los tesoros de Estado y las fortunas privadas que expolió. Las cantidades de oro y plata podrían ser inmensas. Se llevó el secreto del paradero del tesoro a la tumba, pero confió cuatrocientos libros, incluido uno que nombró específicamente, a su sirviente más leal, Louis Etienne Saint-Denis, aunque dudo que éste tuviera conocimiento de su importancia. Simplemente hizo lo que su emperador quería. Una vez fallecido el hijo de Napoleón en 1832, los libros carecían de sentido.
—No para Pozzo di Borgo —declaró Thorvaldsen.
Murad le había enseñado cuanto sabía del estimado ancestro de Eliza Larocque y su constante vendetta contra Napoleón.
—Pero nunca resolvió el acertijo —dijo Murad.
No, di Borgo no lo había hecho, pero un heredero lejano se afanaba por subsanar aquel error. Y Ashby viajaría a París, así que Thorvaldsen sabía lo que debía hacer.
—Conseguiré el libro.
Sam acompañó a Meagan hasta una salida lateral del Cluny, que daba a un paseo de grava jalonado de árboles altos. Una puerta en la tapia que rodeaba el museo, coronada por una valla de hierro forjado, los llevó a la acera por la que él y Malone habían llegado al lugar. Cruzaron la calle, encontraron una estación de metro y tomaron varios trenes hasta la Place de la Republique.
—Esto es Le Marais —le dijo Meagan mientras salían de nuevo a las frías calles. Ella se había quitado la bata azul y llevaba una chaqueta de lona, pantalón tejano y botas—. En su día esto fue una marisma, pero se convirtió en una zona de viviendas de lujo entre los siglos XV y XVIII. Luego cayó en la ruina, pero está volviendo a renacer.
Sam la siguió por un paisaje de casas altas y elegantes, más profundas que anchas. Dominaban el ladrillo rosa, la piedra blanca, la pizarra gris y las balaustradas de hierro negro. Boutiques de moda, perfumerías, teterías y deslumbrantes galerías de arte latían con la vitalidad que inspiraba el período vacacional.
—Se están restaurando muchas mansiones —continuó Meagan—. Esto se está convirtiendo otra vez en el lugar donde hay que vivir.
Sam intentaba entender a aquella mujer. Parte de ella parecía dispuesta a arriesgarlo todo por transmitir su mensaje, pero en el museo había demostrado tener la cabeza más fría que él, lo cual le molestaba.
—El cuartel general de los Templarios se encontraba aquí. El propio Rousseau halló un santuario en estas casas. Víctor Hugo vivía cerca. Aquí es donde Luis XVI y María Antonieta fueron encarcelados.
Sam se detuvo.
—¿Qué hacemos aquí?
Ella también dejó de andar. Le llegaba a Sam a la altura de la nuez.
—Eres un tipo listo, Sam. Lo sé por tu página web y por tus correos electrónicos. Me comunico con mucha gente que piensa como nosotros y en su mayoría son dementes. Tú no lo eres.
—¿Y tú?
Meagan sonrió.
—Eso tienes que decidirlo tú.
Sam sabía que Meagan todavía llevaba la pistola debajo de la chaqueta, donde la había guardado antes de abandonar el museo. Se preguntaba qué ocurriría si se marchaba en aquel mismo instante. Había disparado a aquellos dos hombres con gran habilidad.
—Sigamos —dijo Sam.
Doblaron otra esquina y bordearon más edificios con entradas situadas al nivel de la calle. Ahora no había tanta gente y todo estaba mucho más tranquilo. El tráfico quedaba lejos de la colmena de edificios arracimados.
—Nosotros diríamos: «Tan viejo como las montañas» —observó Meagan—. Los parisinos dicen: «Tan viejo como las calles».
Sam ya había advertido que los nombres de las calles se anunciaban en carteles esmaltados de color azul que colgaban de los edificios que hacían esquina.
—Todos los nombres tienen un significado —apostilló Meagan—. Honran a alguien o algo concreto, indican adónde conduce la calle, identifican a su inquilino más ilustre o lo que sucede allí. Siempre significan algo.
Se detuvieron en una esquina. Un cartel blanco y azul decía: «Rue l’Araignée».
—Calle de la araña —tradujo Sam.
—Así que hablas francés…
—Me defiendo.
Una expresión de triunfo inundó el rostro de la joven.
—Estoy segura de ello. Pero te enfrentas a algo de lo que sabes bien poco —Meagan señaló la estrecha calle—. Mira la cuarta casa.
Sam se volvió. Era una fachada de ladrillo con ventanas negras barnizadas, parteluces de piedra y balaustradas de hierro. Una puerta dorada impedía el acceso a un amplio corredor abovedado, coronado por un frontón esculpido.
—Construida en 1395 —dijo Meagan—. Reconstruida en 1660. En 1777 albergaba a un enjambre de abogados. Constituían un frente de blanqueo de dinero español y francés para los revolucionarios americanos. Esos mismos abogados vendían armas al ejército continental para la lucha contra los proyectos de ley que prohibirían el futuro suministro de tabaco y artículos provenientes de las colonias. Sin embargo, los victoriosos americanos no pagaron los suministros. ¿No somos un gran pueblo?
Sam no respondió al notar que Meagan estaba a punto de decir algo importante.
—Esos abogados denunciaron al nuevo país y finalmente recibieron el pago en 1835. Unos bastardos bastante listos, ¿no crees?
Sam permanecía en silencio.
—En el siglo XIII, se instalaron aquí unos prestamistas lombardos. Eran rapaces. Prestaban dinero con unos intereses escandalosos y exigían elevadas devoluciones.
Meagan señaló de nuevo la cuarta casa y miró a Sam.
—Ahí es donde se reúne el Club de París.