Valle del Loira
Larocque estaba sentada en el salón, contrariada por las inesperadas complicaciones que habían surgido durante las últimas horas. Thorvaldsen había partido hacia París. Al día siguiente volverían a hablar. Ahora mismo necesitaba pensar.
Había ordenado que encendieran una hoguera y la chimenea ardía ahora con una llama viva que iluminaba el lema tallado en el manto por uno de sus antepasados: «S’il vient à point, me souviendra» (Si este castillo llega a terminarse, seré recordado).
Estaba sentada en uno de los sillones tapizados. La vitrina, que contenía los cuatro papiros, se encontraba a su derecha. Solo se oía el crepitar de los rescoldos. Le habían dicho que podía nevar aquella noche. Le encantaba el invierno, especialmente allí, en el campo, cerca de todo lo que amaba.
Dos días.
Ashby estaba en Inglaterra, preparándose. Hacía meses le había encargado una serie de tareas, pues se fiaba de su supuesta experiencia. Ahora se preguntaba si había hecho bien en depositar su confianza en él. Muchas cosas dependían de Ashby. Todo, en realidad.
Larocque había esquivado las preguntas de Thorvaldsen y no le había permitido leer los papiros. No se había ganado ese derecho. Hasta la fecha, ninguno de los miembros del club lo había hecho. Aquélla sabiduría era sagrada para su familia y la había recibido del propio Pozzo di Borgo, cuyos agentes robaron los documentos de entre los efectos personales de Napoleón, enviados a Santa Elena cuando el emperador partió al exilio. Napoleón se percató de su ausencia y presentó una queja oficial, pero el error se atribuyó a sus captores británicos. Además, a nadie le importaba.
Por aquel entonces, Napoleón no tenía poder. Lo único que deseaban los líderes europeos era que el otrora potentado emperador sufriera una muerte rápida y natural. Sin juegos sucios, sin ejecución. No se le podía permitir que se convirtiera en mártir, de modo que encarcelarlo en una remota isla del Atlántico Sur parecía el mejor camino para conseguir el resultado deseado. Y funcionó. Napoleón, en efecto, se desvaneció. Murió al cabo de cinco años.
Larocque se puso en pie, se acercó a la vitrina y estudió los cuatro escritos antiguos, protegidos por el cristal. Fueron traducidos hace mucho tiempo, y ella había memorizado hasta la última palabra. Pozzo di Borgo no tardó en darse cuenta de su potencial, pero vivía en un mundo posnapoleónico, en una época en que Francia sufría levantamientos constantes, desconfiaba de la monarquía y era incapaz de instaurar una democracia, así que no habían servido de mucho.
Larocque no había mentido cuando le había dicho a Thorvaldsen que era imposible saber quién los había escrito. Lo único que sabía era que las palabras tenían sentido.
Abrió un cajón que había debajo de la vitrina. En su interior guardaba las traducciones al francés del original copto. Dentro de dos días compartiría aquellas palabras con el Club de París. Revisó sucintamente las páginas mecanografiadas, reencontrándose con su sabiduría, maravillándose con su simplicidad.
La guerra es una fuerza progresiva que provoca de forma natural lo que de otro modo no habría ocurrido. El pensamiento libre y la innovación son solo dos de los numerosos aspectos positivos que genera la guerra. La guerra es una fuerza activa para la sociedad, una herramienta estabilizadora y fiable. La posibilidad de la guerra crea los cimientos más sólidos para la autoridad de cualquier gobernante, cuyo alcance aumenta en relación directa con la amenaza siempre creciente que supone el conflicto. Los individuos obedecerán voluntariamente mientras exista al menos la promesa de protección ante los invasores. Desaparecida la amenaza de la guerra, o rota la promesa de protección, toda autoridad termina. La guerra puede constatar la lealtad social de un pueblo como ninguna otra institución. La autoridad central simplemente no existiría sin la guerra y la medida en que cualquier gobernante pueda regir dependerá de la capacidad para librar la guerra. La agresión colectiva es una fuerza positiva que controla el disentimiento y fortalece la lealtad social. La guerra es el mejor método para canalizar la agresión colectiva. Una paz duradera no interesa si pretendemos mantener una autoridad central, como tampoco interesa una guerra constante e interminable. Lo mejor es la mera posibilidad de la guerra, puesto que la amenaza percibida proporciona una sensación de necesidad externa, sin la cual no puede existir ninguna autoridad central. La estabilidad perdurable puede surgir simplemente de la organización de cualquier sociedad para la guerra.
Era increíble que una mente de la antigüedad poseyera ideas tan modernas.
El temor a una amenaza externa es esencial para que cualquier autoridad central persevere. Tal amenaza debe resultar creíble y tener magnitud suficiente para instigar un terror absoluto, y debe afectar a la sociedad en su conjunto. Sin ese temor, la autoridad central podría desmoronarse. Una transición social de la guerra a la paz fracasará si un gobernante no llena el vacío sociológico y político creado por la ausencia de guerra. Deben hallarse sustitutos para canalizar la agresión colectiva, pero estos sustitutos deben ser a un tiempo realistas y convincentes.
Larocque dejó la traducción sobre la vitrina.
En la época de Pozzo di Borgo, a mediados del siglo XIX, no existían sustitutos adecuados, por lo que se impuso la propia guerra, primero conflictos regionales y luego dos contiendas mundiales. En la actualidad era distinto. Se disponía de abundantes sustitutos. Demasiados, en realidad. ¿Había elegido el adecuado? Era difícil saberlo. Larocque volvió al sillón. Todavía debía averiguar algo más.
Tras la marcha de Thorvaldsen, Larocque había sacado el oráculo de su morral. Abrió con reverencia el libro e inspiró profundamente. De la lista de preguntas eligió: «¿El amigo más valioso será fiel o un traidor?». Sustituyó «amigo» por «Thorvaldsen» y luego formuló la pregunta en voz alta ante la hoguera.
Cerró los ojos y se concentró. A continuación cogió un bolígrafo y trazó líneas verticales en cinco hileras, contando cada serie y determinando la lista correcta de puntos.
Larocque consultó rápidamente la tabla y vio que la respuesta a su pregunta se encontraba en la página H. Allí el oráculo proclamaba: «El amigo será para ti un escudo contra el peligro». Larocque cerró los ojos.
Había confiado en Graham Ashby, le había otorgado su confianza aun sabiendo poco de él, salvo que era un rico heredero y un cazatesoros consumado. Le había brindado una oportunidad única y le había proporcionado información que nadie más en el mundo conocía, pistas transmitidas en el seno de su familia desde los tiempos de Pozzo di Borgo. Todo ello podría conducir al tesoro perdido de Napoleón.
Di Borgo pasó las dos últimas décadas de su vida buscando sin éxito. Su fracaso acabó por volverlo loco. Pero había dejado notas, unas notas que ella había entregado a Graham Ashby. ¿Había sido una estupidez? Larocque recordó lo que el oráculo acababa de predecir sobre Thorvaldsen. «El amigo será para ti un escudo contra el peligro».
Quizá no.