XXVII

Valle del Loira

Thorvaldsen y Larocque abandonaron el salón y se adentraron en el castillo hasta llegar al Cher, que fluía por debajo de los cimientos. Antes de su llegada, Thorvaldsen había estudiado la historia de la finca y sabía que su arquitectura se había concebido a principios del siglo XVI como parte de la elegante y civilizada corte de Francisco I. Una mujer había ideado inicialmente el diseño y esa influencia femenina todavía resultaba evidente. No había muros reforzados ni una envergadura abrumadora que ejercieran su poder. Por el contrario, su garbo inimitable evocaba solo una agradable opulencia.

—Mi familia posee esta finca desde hace tres siglos —dijo Larocque—. Uno de los propietarios construyó el castillo central en la orilla norte, donde estábamos sentados hace un momento, y un puente que conectaba con la orilla sur del río. Otro erigió una galería sobre el puente.

Larocque señaló hacía adelante. Thorvaldsen contempló el largo salón rectangular, con una extensión de sesenta metros o más, un suelo de baldosas blancas y negras y un techo sustentado en unas pesadas vigas de roble. Los rayos de sol se colaban por unas ventanas dispuestas simétricamente de pared a pared a ambos lados de la estancia.

—Durante la guerra, los alemanes ocuparon la finca —explicó Larocque—. La puerta sur que ve al fondo en realidad estaba ubicada en la zona libre. La puerta de este otro extremo estaba en la zona ocupada. Se hará cargo del problema que eso suponía.

—Odio a los alemanes —aclaró Thorvaldsen.

Larocque lo escrutó con una mirada calculadora.

—Destruyeron a mi familia y a mi país e intentaron acabar con mi religión. Nunca podré perdonarlos.

Thorvaldsen dejó que calara su condición de judío. Su investigación sobre Larocque había desvelado un arraigado prejuicio antisemita. No descubrió ninguna razón en particular, tan solo un desagrado innato, nada fuera de lo común. Sus indagaciones evidenciaron otra de las numerosas obsesiones de su anfitriona. Thorvaldsen había abrigado la esperanza de que ella lo acompañara en su visita por el castillo. Allí, delante de ellos, junto al umbral que preludiaba otra de las numerosas salas, iluminado por dos halógenos diminutos, colgaba el retrato. Justo donde le habían dicho.

Thorvaldsen contempló la imagen. Una larga y fea nariz, unos ojos oblicuos y hundidos que proyectaban una astuta mirada de soslayo. La mandíbula poderosa, la barbilla prominente. Un sombrero cónico cubría un cráneo prácticamente calvo que daba a aquella figura el semblante de un Papa o un cardenal. Pero había sido mucho más que eso.

—Luis XI —dijo Thorvaldsen apuntando con el dedo.

Larocque hizo un alto.

—¿Es usted admirador suyo?

—¿Qué decían de él? «Amado por el pueblo, odiado por los grandes, temido por sus enemigos y respetado en toda Europa. Era un rey».

—Nadie sabe si es una imagen auténtica. Pero posee una cualidad extraña, ¿no le parece?

Thorvaldsen recordó lo que le habían contado sobre el hedor a farsa que rodeaba la memoria de Luis XI. Gobernó de 1461 a 1483 y consiguió labrarse una maravillosa leyenda de grandeza. En realidad carecía de escrúpulos, se rebeló contra su padre, trató a su mujer con vileza, confiaba en pocos y no mostraba clemencia con nadie. Su fijación fue la regeneración de Francia tras la desastrosa Guerra de los Cien Años. Planeó, tramó y sobornó de manera incansable, todo ello con objeto de reunir tierras perdidas bajo una misma corona. Y lo consiguió, lo cual sirvió para cimentarle un lugar santificado en la historia de Francia.

—Fue uno de los primeros en comprender el poder del dinero —dijo Thorvaldsen—. Le gustaba comprar a los hombres en lugar de luchar contra ellos.

—Es usted un estudioso —observó Larocque, claramente impresionada—. Entendió la importancia del comercio como herramienta política y sentó las bases de la nación-Estado moderna, en la que la economía sería más importante que un ejército.

Larocque hizo un gesto y ambos entraron en otra sala con las paredes forradas de cálida piel y las ventanas cubiertas con telas de color vino. La impresionante chimenea renacentista estaba apagada. Había pocos muebles, a excepción de unas cuantas sillas tapizadas y mesas de madera. En el centro, desentonando con la antigüedad de la sala, se apreciaba una vitrina de acero inoxidable y cristal.

—La invasión de Egipto que Napoleón llevó a cabo en 1798 fue un fiasco militar y político —dijo Larocque—. La República francesa envió a su más importante general a la conquista y él obedeció. Pero gobernar Egipto era otra cosa. En eso, Napoleón no triunfó. Aun así, es innegable que la ocupación del país cambió el mundo. Por primera vez, el esplendor de aquella civilización misteriosa y olvidada salía a la luz. Así nació la egiptología. Los sabios de Napoleón descubrieron literalmente el Egipto faraónico bajo las arenas milenarias. Típico de Napoleón: un fracaso absoluto enmascarado por un éxito parcial.

—Habla usted como un auténtico descendiente de Pozzo di Borgo.

Larocque se encogió de hombros.

—Mientras él reposa en toda su gloria en los Inválidos, mi antepasado, que probablemente salvó Europa, ha caído en el olvido.

Thorvaldsen sabía que aquél era un tema amargo, así que por el momento lo postergó.

—Sin embargo, mientras estuvo en Egipto, Napoleón logró descubrir algunas cosas de inmenso valor —Larocque señaló la vitrina—. Estos cuatro papiros. Fueron descubiertos por accidente un día, después de que las tropas de Napoleón dispararan a un asesino en una cuneta. De no ser por Pozzo di Borgo, Napoleón quizá los hubiera utilizado para consolidar su poder y gobernar buena parte de Europa. Por suerte, nunca tuvo la oportunidad de hacerlo.

Las investigaciones de Thorvaldsen no mencionaban aquella anomalía. Con Ashby no había reparado en gastos y lo había averiguado todo. Pero, en el caso de Eliza Larocque, había sido más selectivo en sus pesquisas. ¿Tal vez había cometido un error?

—¿Qué dicen estos papiros? —preguntó, fingiendo no dar importancia al asunto.

—Son la razón del Club de París. Explican nuestro propósito y guiarán nuestro camino.

—¿Quién los escribió?

—Nadie lo sabe. Napoleón creía que procedían de Alejandría y que se perdieron cuando desapareció la biblioteca.

Thorvaldsen tenía cierta experiencia con aquel lugar, que no estaba tan perdido como la mayoría de la gente pensaba.

—Deposita usted mucha fe en un documento desconocido escrito por una persona anónima.

—Como la Biblia, en mi opinión. No sabemos prácticamente nada de su origen y, sin embargo, miles de millones de personas modelan su vida a partir de sus palabras.

—Excelente argumento.

Los ojos de Larocque se iluminaron con la confianza de un corazón cándido.

—Le he mostrado algo por lo que siento gran afecto. Ahora quiero ver sus pruebas sobre Ashby.