París
A Malone empezaba a agotársele la paciencia con Jimmy Foddrell.
—Todas estas sandeces de intriga y misterio son innecesarias. ¿Quién diablos te persigue?
—No tengo ni idea de cuánta gente está enojada conmigo.
Malone disipó los temores de aquel joven de un plumazo.
—Primicia: a nadie le importas un carajo. He leído tu página y es un montón de basura. Y, por cierto, hay medicamentos para tu paranoia.
Foddrell miró a Sam.
—Me dijiste que tenías a alguien que quería aprender, una persona abierta de mente. No es él, ¿no?
—Enséñame —espetó Malone.
Foddrell separó sus finos labios y mostró la parte superior de un diente de oro.
—Ahora mismo. Tengo hambre.
Foddrell llamó con un gesto al camarero. Malone escuchó mientras el joven pedía riñones de ternera salteados con salsa de mostaza. Se le revolvía el estómago solo de pensarlo. Con suerte la conversación acabaría antes de que llegara la comida. Malone decidió no pedir nada.
—Yo tomaré la côte de bœuf —dijo Sam.
—¿Para qué? —preguntó Malone.
—Yo también tengo hambre —dijo.
Malone meneó la cabeza.
Cuando el camarero se fue, Malone le preguntó de nuevo a Foddrell:
—¿Por qué tienes tanto miedo?
—En esta ciudad hay gente poderosa que lo sabe todo sobre mí.
Malone se obligó a dejar hablar a aquel bobo. En algún lugar, de algún modo, podían tropezar con algún dato valioso.
—Nos obligan a seguirlos —dijo Foddrell—. Aunque no lo sepamos. Crean políticas y lo ignoramos. Nos generan necesidades y poseen los medios para satisfacerlas y nosotros no lo sabemos. Trabajamos para ellos y no lo sabemos. Compramos sus productos y…
—¿De quién hablas?
—De gente como la Reserva Federal de Estados Unidos, uno de los grupos más poderosos del mundo.
Malone sabía que no debía preguntar, pero aun así lo hizo:
—¿Por qué dices eso?
—¿No me dijiste que este tipo era enrollado? —le preguntó Foddrell a Sam—. No tiene ni idea.
—Mira —respondió Malone—, en estos últimos años he estado metido en el rollo de la autopsia alienígena y Área 51. El tema financiero es nuevo para mí.
Foddrell alzó un dedo con nerviosismo.
—Muy bien, eres muy gracioso. Todo esto te parece un chiste, ¿no?
—¿Por qué no te explicas de una vez?
—La Reserva Federal obtiene dinero de la nada. Luego se lo presta de nuevo a Estados Unidos y los contribuyentes lo reembolsan con intereses. Estados Unidos debe a la Reserva Federal billones y billones de dólares. Solo los intereses anuales de esa deuda, que por cierto está controlada sobre todo por inversores privados, es unas ocho veces mayor que la fortuna del hombre más rico del planeta. Nunca llegará a saldarse. Mucha gente se está forrando a costa de esa deuda y todo es un engaño. Si usted o yo imprimiéramos dinero y luego extendiéramos préstamos, iríamos a la cárcel.
Malone recordó algo que había leído en la página web de Foddrell. Supuestamente, John Kennedy quiso poner fin a la Reserva Federal y firmó la Orden Ejecutiva 11110, que obligaba al gobierno de Estados Unidos a recuperar el control sobre el suministro monetario de la nación en detrimento de la Reserva. Tres semanas después, Kennedy estaba muerto. Cuando Lyndon Johnson ocupó el cargo, revocó de inmediato esa orden. Era la primera vez que Malone oía esa acusación, así que investigó más a fondo y leyó la Orden Ejecutiva 11110, una inocua directriz cuyo efecto, de haber sido puesto en práctica, habría fortalecido, en vez de debilitarlo, el sistema de la Reserva Federal. Cualquier relación entre la aprobación de esa orden y el asesinato de Kennedy era pura coincidencia. Y Johnson jamás la revocó. Por el contrario, fue purgada décadas después junto con una serie de regulaciones anticuadas. Más bulos conspirativos.
Malone decidió ir al grano.
—¿Qué has averiguado del Club de París?
—Lo suficiente para saber que debemos tener miedo.
Larocque miró a Thorvaldsen y dijo:
—¿Alguna vez se ha preguntado lo que se puede conseguir realmente con dinero?
Su invitado se encogió de hombros.
—Mi familia ha amasado tanto dinero durante tanto tiempo que nunca pienso en ello. Pero está claro que puede darte poder, influencia y una vida confortable.
Ella adoptó un aire tranquilo.
—Puede darte mucho más. Yugoslavia es un excelente ejemplo.
Larocque notó que había despertado la curiosidad del danés.
—Supuestamente, en los años ochenta, los yugoslavos eran un régimen imperial fascista que cometió crímenes contra la humanidad. Tras unas elecciones libres en 1990, el pueblo serbio eligió al Partido Socialista, mientras que la población de otras repúblicas yugoslavas optó por instaurar unos gobiernos más pro-occidentales. Al final, Estados Unidos le declaró la guerra a Serbia. Sin embargo, antes de eso vi cómo la política mundial iba debilitando paulatinamente a Yugoslavia, que por aquel entonces poseía una de las mejores economías de Europa del Este. La guerra entre Estados Unidos y Serbia y el posterior desmoronamiento de Yugoslavia desmintieron la idea de que una economía socialista podía ser algo positivo.
—Serbia era opresiva y peligrosa —observó Thorvaldsen.
—¿Quién dice eso? ¿Los medios de comunicación? ¿Era más opresiva que, por ejemplo, Corea del Norte, China o Irán? Y, sin embargo, nadie aboga por declararles la guerra. «Coja un fósforo y prenda fuego a un bosque». Eso es lo que me dijo un diplomático en aquel momento. Las agresiones contra Serbia contaron con el apoyo de los medios mayoritarios, así como de líderes influyentes de todo el mundo. Esa agresión se prolongó más de diez años, lo cual, por cierto, hizo que fuese bastante fácil y mucho menos costoso comprar toda la economía de la antigua Yugoslavia.
—¿Eso es lo que sucedió?
—Conozco a muchos inversores que sacaron tajada de aquella catástrofe.
—¿Me está diciendo que lo que ocurrió en Serbia fue algo orquestado?
—Es una forma de hablar. No de manera activa, pero desde luego sí de manera tácita. Aquella situación demostró que es totalmente factible sacar réditos de situaciones destructivas. Existen beneficios en la discordia política y nacional. Siempre, por supuesto, que la discordia termine en algún momento. Solo entonces pueden obtenerse beneficios de cualquier inversión.
Larocque disfrutaba hablando de teorías. Rara vez tenía la oportunidad de hacerlo. No estaba diciendo nada inculpatorio, tan solo haciéndose eco de las observaciones que muchos economistas e historiadores habían señalado durante mucho tiempo.
—En los siglos XVIII y XIX —prosiguió—, los Rothschild dominaban esta técnica. Se las ingeniaban para jugar en todos los bandos, generando unos beneficios enormes en una época en que los europeos luchaban entre sí como niños en un patio de recreo. Los Rothschild eran ricos, internacionales e independientes, tres cualidades peligrosas. Los gobiernos monárquicos no podían controlarlos. Los movimientos populares los odiaban porque no rendían cuentas ante el pueblo. Los constitucionalistas recelaban de ellos porque trabajaban en secreto.
—¿Al igual que usted?
—El secretismo es esencial para el éxito de cualquier conspiración. Estoy segura, Herre Thorvaldsen, de que comprende cómo se puede incidir con discreción en los acontecimientos simplemente concediendo o negando fondos, influyendo en la selección de personal clave o manteniendo relaciones comerciales diarias con quienes toman las decisiones. Permanecer entre bastidores amortigua buena parte de la ira ciudadana, que va dirigida, como debe ser, a las figuras políticas públicas.
—Que en su mayoría están controladas.
—Como si usted no fuese propietario de unas cuantas —Larocque necesitaba encauzar de nuevo la conversación—. Deduzco que podrá aportar pruebas sobre la traición de lord Ashby…
—En el momento apropiado.
—Hasta entonces, ¿debo transmitir sus palabras sobre las afirmaciones de lord Ashby a estos financieros desconocidos?
—¿Qué le parece esto? Permítame unirme a su grupo y juntos descubriremos si miento o digo la verdad. Si soy un embustero, pueden quedarse con los veinte millones de euros que he pagado por mi ingreso.
—Pero nuestro secreto se vería comprometido.
—Ya lo está.
La repentina aparición de Thorvaldsen resultaba desconcertante, pero también podía ser maná del cielo. Lo que Larocque le había dicho a Mastroianni era cierto: creía en el destino.
¿Tal vez Henrik Thorvaldsen estaba llamado a formar parte de su destino?
—¿Puedo enseñarle algo? —preguntó Larocque.
Malone vio que el camarero regresaba con agua embotellada, vino y una cesta de pan. Los restaurantes franceses nunca le habían causado buena impresión. Todos los que había visitado eran excesivamente caros, sobrevalorados o ambas cosas a la vez.
—¿De verdad te gustan los riñones salteados? —le preguntó a Foddrell.
—¿Qué tienen de malo?
No pensaba exponer los numerosos motivos por los que ingerir un órgano que elimina la orina del cuerpo es insalubre. Por el contrario, dijo:
—Háblame del Club de París.
—¿Sabes de dónde nació la idea?
Malone notó que Foddrell se regocijaba en su superioridad.
—En tu página tratabas el tema de forma un poco vaga.
—Napoleón. Después de conquistar Europa, lo que realmente quería era relajarse y disfrutar, así que reunió a un grupo de gente y creó el Club de París, que estaba concebido para facilitarle su mandato. Por desgracia, la idea no llegó a cuajar; estaba demasiado ocupado librando una guerra tras otra.
—Me pareció oírte decir que quería dejar de luchar…
—Y así era, pero algunos pensaban de otra manera. Mantener a Napoleón enfrascado en el combate era lo mejor para que bajara la guardia. Algunos se aseguraron de que siempre tuviese una caterva de enemigos a la vuelta de la esquina. Napoleón intentó firmar la paz con Rusia, pero el zar le dijo que se la metiera por donde le cupiese. Por eso invadió Rusia en 1812, un acto que a punto estuvo de costarle todo su ejército. Después de aquello, todo fue cuesta abajo. Tres años después, adiós. Depuesto.
—Eso no me dice nada.
Foddrell miró por la ventana, como si algo llamara su atención repentinamente.
—¿Algún problema? —preguntó Malone.
—Solo echaba un vistazo.
—¿Por qué sentarse en la ventana para que te vea todo el mundo?
—No lo entiendes, ¿verdad?
Aquella pregunta denotaba el creciente enojo que le provocaba a Foddrell ser despreciado tan a la ligera, pero eso a Malone no le importaba.
—Intento comprender.
—Como has leído la página web, sabrás que Eliza Larocque ha fundado un nuevo Club de París. La misma idea, en distinta época y con gente diferente. Se reúnen en un edificio de la Rue l’Araignée. Lo sé con certeza. Los he visto allí. Conozco a un tipo que trabaja para uno de sus miembros. Se puso en contacto conmigo a través de la página y me lo contó. Esta gente está confabulada. Harán lo mismo que los Rothschild hace doscientos años. Lo que pretendía hacer Napoleón. Es una gran conspiración. El Nuevo Orden Mundial renovado. La economía es su arma.
Durante la conversación, Sam había guardado silencio. Malone se dio cuenta de que debía de pensar que Jimmy Foddrell vivía a años luz de la realidad o algo que se asemejara a ella, pero no pudo resistirse.
—Aunque eres un paranoico, no me has preguntado cómo me llamo.
—Cotton Malone. Me lo dijo Sam en su correo electrónico.
—No sabes nada de mí. ¿Qué pasa si he venido aquí a matarte? Como tú dices, están por todas partes, vigilando. Saben lo que ves por Internet, qué libros tomas prestados de la biblioteca, conocen tu grupo sanguíneo, tu historial médico, tus amigos.
Foddrell empezó a estudiar el restaurante, las mesas llenas de clientes, como si fuera una jaula.
—Tengo que irme.
—¿Qué hay de los riñones salteados?
—Cómetelos tú.
Foddrell se levantó de la mesa y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.
—Se lo merecía —dijo Sam.
Malone vio cómo aquel memo salía del restaurante, sondeaba la atestada acera y echaba a andar a paso ligero. Él también estaba dispuesto a marcharse, de ser posible antes de que llegara la comida. Entonces algo le llamó la atención al otro lado de la concurrida calle peatonal, en uno de los puestos de arte. Eran dos hombres enfundados en oscuros abrigos de lana. Se habían puesto en alerta en cuanto apareció Foddrell. Luego iniciaron una persecución, caminando deprisa con las manos en los bolsillos.
—No parecen turistas —dijo Sam.
—En eso tienes razón.