París
Sam siguió a Malone y ambos salieron de la librería en aquella fría tarde. Foddrell se alejó del Sena y se adentró en las caóticas calles del Barrio Latino, atestadas de entusiasmados juerguistas que gozaban de sus vacaciones.
—No hay manera de saber si alguien te sigue entre esta muchedumbre —dijo Malone—. Pero conoce nuestras caras, así que mantengamos las distancias.
—No parece importarle que alguien lo siga. No ha mirado atrás ni una sola vez.
—Se cree más listo que nadie.
—¿Va al Café d’Argent?
—¿Adónde si no?
Ambos mantuvieron un paso normal y se metieron entre el gentío que atestaba los comercios. Queso, verduras, fruta, chocolate y otras exquisiteces expuestas en cajas de madera invadían la calle. Sam vio pescado sobre resplandecientes lechos de hielo, y carne, deshuesada y enrollada, enfriándose en cajas refrigeradas. Más adelante, una heladería ofrecía una gran diversidad de tentadores sabores italianos. Foddrell se encontraba cien metros por delante de ellos.
—¿Qué sabes realmente de ese tipo? —preguntó Malone.
—Poca cosa. Me encontró hará cosa de un año.
—Lo cual, por cierto, es otro motivo por el que el Servicio Secreto no quiere que hagas lo que estás haciendo. Demasiados locos, demasiados riesgos.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —preguntó.
—Henrik quería que nos pusiéramos en contacto. ¿Por qué?
—¿Es siempre tan desconfiado?
—Es una cualidad que te alarga la vida.
Pasaron delante de más bares, galerías de arte, boutiques y tiendas de recuerdos. Sam estaba entusiasmado. Por fin había entrado en acción, haciendo lo que hacen los agentes.
—Separémonos —propuso Malone—. Así tendrá menos posibilidades de reconocernos, si es que se molesta en mirar hacia atrás.
Sam cambió de acera. Había estudiado contabilidad en la universidad y estuvo a punto de convertirse en auditor de cuentas. Pero un reclutador del gobierno, que visitó el campus cuando estaba en último curso, lo orientó hacia el Servicio Secreto. Después de licenciarse, superó la prueba de Hacienda, un examen con polígrafo, una prueba física, una prueba ocular y un test de drogas, pero fue rechazado.
Cinco años después se presentó por segunda vez, después de trabajar de contable en varias empresas nacionales, una de las cuales se vio envuelta en un escándalo corporativo. En la academia del Servicio Secreto recibió formación en armas de fuego, defensa personal, técnicas médicas de urgencia, protección de pruebas, detección de delitos e incluso supervivencia en mar abierto. Luego fue destinado a la oficina regional de Filadelfia y trabajó en delitos con tarjeta de crédito, falsificaciones, suplantación de identidades y fraudes bancarios. Estaba muy preparado.
Los agentes especiales pasaban sus primeros seis u ocho años en una oficina regional. Después, en función de su rendimiento, eran trasladados a un grupo de custodia, donde permanecían entre tres y cinco años más. A partir de entonces, la mayoría regresaba a la oficina regional o era transferida al cuartel general, a una oficina de formación o alguna otra asignación en Washington. Seguramente podría haber trabajado en una oficina en el extranjero, pues su francés y su español eran razonablemente fluidos.
El aburrimiento fue el motivo por el que se volcó a Internet. Su página web le había permitido explorar vías en las que quería trabajar como agente. Investigar el fraude electrónico poco tenía que ver con salvaguardar los sistemas financieros del mundo. Su página le proporcionaba un foro en el que podía expresarse. Pero sus actividades extralaborales suscitaron algo que un agente nunca podía permitirse: atención hacia su persona. Fue reprendido en dos ocasiones y en ambas ignoró a sus superiores. La tercera vez fue sometido a un interrogatorio oficial, que había tenido lugar dos semanas antes, y eso lo había llevado a huir a Copenhague y a buscar a Thorvaldsen. Ahora estaba allí, siguiendo a un sospechoso en el barrio más animado y pintoresco de París en un frío día de diciembre.
Foddrell, que seguía delante de ellos, se acercó a uno de los innumerables restaurantes del barrio, cuyo llamativo cartel exterior rezaba «Café d’argent». Sam ralentizó el paso y buscó a Malone entre el gentío. Lo encontró a cincuenta metros de allí. Foddrell franqueó la puerta y se sentó en una mesa interior contigua a una cristalera.
Malone se acercó a Sam.
—Tanta precaución y se sienta a la vista de todo el mundo.
Sam seguía llevando el abrigo, los guantes y la bufanda que Jesper le había prestado la noche anterior. Aún tenía la imagen de los dos cadáveres en la cabeza. Jesper acabó con ellos sin ceremonias, como si matar fuese una rutina. Y quizá lo fuera para Henrik Thorvaldsen. En realidad sabía poco del danés, al margen de que parecía interesado en las ideas de Sam, lo cual era mucho más de lo que podía decir de cualquier otra persona.
—Vamos —dijo Malone.
Entraron en el luminoso interior del restaurante, decorado al estilo de los años cincuenta, con motivos de cromo, vinilo y neón. El local era ruidoso y estaba cargado de humo. Sam vio a Foddrell mirándolos. Sin duda los había reconocido, y se regodeaba observándolos desde su anonimato.
Malone fue directo hacia él y cogió una silla de vinilo.
—¿Ya te has divertido bastante?
—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó.
Malone señaló el libro que descansaba sobre el regazo de Foddrell.
—Deberías haber escondido eso. ¿Podemos dejarnos de tonterías e ir al grano?
Thorvaldsen oyó cómo el carillón daba las tres y media y otros relojes confirmaban la hora por todo el castillo. Estaba progresando, arrinconando a Eliza Larocque hasta que no tuviera más opción que cooperar con él.
—Lord Ashby está arruinado —aseguró Thorvaldsen.
—¿Tiene pruebas que lo demuestren?
—Nunca hablo sin tenerlas.
—Hábleme de mi fallo de seguridad.
—¿Cómo cree que he averiguado lo que sé?
Larocque le lanzó una mirada penetrante.
—¿Ashby?
—No directamente. No nos hemos visto ni hablado nunca. Pero ha hablado con otras personas, gente a la que acudió en busca de ayuda económica. Esa gente quería asegurarse de que les devolvería sus préstamos, de modo que Ashby les ofreció una garantía única que lo obligó a explicar en qué andaba metido. Anunció a bombo y platillo los beneficios que podían cosechar.
—¿Y no piensa darme ningún nombre?
Thorvaldsen adoptó una pose rígida.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa? ¿Qué valor tendría yo entonces?
Sabía que Larocque no tendría otra opción que aceptar sus ofertas.
—Es usted un gran problema, Herre Thorvaldsen.
Él se echó a reír.
—Lo soy.
—Pero empieza a caerme bien.
—Esperaba que pudiéramos llegar a un acuerdo —Thorvaldsen la señaló con el dedo—. Como le he dicho antes, la he estudiado al detalle, sobre todo a su antepasado Pozzo di Borgo. Me pareció fascinante cómo hicieron uso los británicos y los rusos de su vendetta contra Napoleón. Me encanta lo que dijo en 1811 al enterarse del nacimiento del heredero del emperador: «Napoleón es un gigante que doblega los poderosos robles del bosque virgen. Pero, algún día, los espíritus de los bosques escaparán de sus desgraciadas ataduras y entonces los robles se erguirán de repente y arrojarán al gigante contra la tierra». Fue bastante profético. Eso es precisamente lo que sucedió.
Thorvaldsen sabía que aquella mujer hallaba fuerzas en su ascendencia. Hablaba de ella a menudo y lo hacía con orgullo. En ese sentido eran muy parecidos.
—A diferencia de Napoleón —respondió ella—, Di Borgo continuó siendo un verdadero patriota corso. Amaba a su patria y siempre antepuso los intereses de ésta. Cuando Napoleón ocupó finalmente Córcega en nombre de Francia, Di Borgo fue borrado explícitamente de la lista de amnistiados políticos, así que se vio obligado a huir. Napoleón lo persiguió por toda Europa. Sin embargo, Di Borgo evitó que lo apresaran.
—Y, a la vez, instigó la caída del emperador. Todo un hito.
Thorvaldsen había descubierto que Pozzi di Borgo ejerció presión sobre la corte y el gabinete francés e inflamó los celos de los numerosos hermanos de Napoleón, de forma que al final se convirtió en un conducto para toda la oposición francesa. Trabajó con los británicos en su embajada en Viena y devino persona grata en los círculos políticos austríacos. Entonces le llegó su verdadera oportunidad al entrar en el servicio diplomático ruso como comisionado del ejército prusiano. A la postre, se convirtió en la mano derecha del zar en cualquier asunto relacionado con Francia y convenció a Alejandro de que no rubricara la paz con Napoleón. Durante doce años mantuvo sumida a Francia en la controversia con gran destreza, sabedor de que Napoleón podía combatir y ganar sólo en algunos frentes. Al final, sus esfuerzos dieron frutos, pero su vida fue un triunfo no reconocido. La historia apenas lo mencionaba. Falleció en 1842, mentalmente desquiciado pero increíblemente rico. Sus propiedades cayeron en manos de sus sobrinos, uno de los cuales fue un antepasado de Eliza Larocque, cuyos descendientes multiplicaron esa riqueza por más de cien e instauraron una de las grandes fortunas europeas.
—Di Borgo llevó su vendetta hasta el final —dijo Thorvaldsen—, pero yo me pregunto, madame: ¿tenía su antepasado corso, en su odio hacia Napoleón, un motivo oculto?
Los fríos ojos de Larocque transmitían una recelosa deferencia.
—¿Por qué no me cuenta lo que ya sabe?
—Usted busca el tesoro perdido de Napoleón. Es por ese motivo que lord Ashby forma parte de su grupo. Él es, por decirlo finamente, un coleccionista.
Larocque sonrió al oír aquella palabra.
—Veo que he cometido un grave error al no recurrir a usted hace tiempo.
Thorvaldsen se encogió de hombros.
—Por suerte no soy rencoroso.