Malone pensó que un paseo por la plaza le aclararía las ideas. La audiencia había comenzado temprano y no se había suspendido hasta bien entrado el mediodía. No tenía hambre, pero estaba sediento, y divisó un bar al otro lado de la plaza. Aquél era un encargo sencillo. Algo distinto. Cerciorarse de que la condena de un traficante de drogas convertido en asesino se aplicaba sin problemas. La víctima, un supervisor del Departamento Antidroga de Estados Unidos oriundo de Atizona, había sido ejecutado al norte de México. El agente era amigo personal de Danny Daniels, presidente de Estados Unidos, de modo que Washington estaba siguiendo el proceso muy de cerca. Era el cuarto día de juicio, y probablemente se alargaría hasta el día siguiente. Hasta el momento, el fiscal había hecho un buen trabajo. Las pruebas eran abrumadoras. En privado, Malone había sido informado de que el acusado y varios de sus competidores mexicanos estaban enfrentados por una lucha sobre el territorio, y al parecer el juicio era un excelente medio para que algunos tiburones de arrecife eliminaran a un depredador de aguas profundas. De una torre cercana llegó el diabólico clamor de las campanas, apenas discernible entre el rumor cotidiano de Ciudad de México. Alrededor de la plaza cubierta de césped, la gente estaba sentada bajo los tupidos árboles, cuyo vibrante color atemperaba la severidad de los fuliginosos edificios aledaños. Una fuente de mármol azul disparaba finas columnas de agua espumosa al caluroso aire.
Malone oyó una detonación. Luego otra. Una monja ataviada con una falda negra cayó al suelo a unos metros de él. Se escucharon dos detonaciones más. Una mujer se desplomó. Los gritos atravesaron el aire. La gente huía en todas las direcciones, como si se hubiese activado una alarma de ofensiva aérea.
Malone vio a niñas vestidas con sobrios uniformes grises. Más monjas. Mujeres con faldas de colores chillones. Hombres con trajes oscuros. Todos huían.
Malone observó el caos mientras seguían cayendo cuerpos. Al final, vio a dos hombres armados con pistolas a cincuenta metros de distancia, uno de rodillas y el otro de pie, ambos disparando. Tres personas más cayeron al suelo.
Buscó su Beretta bajo chaqueta. Los mexicanos le habían permitido conservarla mientras estuviese en el país. Malone levantó el arma y efectuó dos disparos, que acabaron con los pistoleros.
Vio más cuerpos. Nadie ayudaba a nadie. Todo el mundo se limitaba a correr. Malone bajó la pistola.
Se oyó otro restallido y notó que algo le atravesaba el hombro izquierdo. Al principio no sintió nada, y luego una carga eléctrica le recorrió el cuerpo y estalló en su cerebro con una dolorosa agonía que no le era ajena. Había recibido un disparo.
De entre unos setos apareció un hombre. Malone apenas pudo verle la cara, excepto el pelo oscuro y rizado que asomaba bajo un raído sombrero ladeado.
El dolor se hizo más intenso. La sangre que brotaba de su hombro le empapó la camisa. Supuestamente aquélla era una misión judicial de bajo riesgo. La ira se apoderó de él y lo armó de valor. Su atacante lo miró con insolencia y en su boca se dibujó una sonrisa sardónica. Parecía estar debatiéndose entre quedarse allí y terminar lo que había empezado o huir. El pistolero se dispuso a dar media vuelta. A Malone le fallaba el pulso, pero reunió todas sus fuerzas y disparó.
Todavía no recordaba haber apretado el gatillo. Más tarde le dijeron que había disparado tres veces; dos de las balas dieron en el blanco y acabaron con la vida del tercer atacante. ¿Balance final? Siete muertos y nueve heridos.
Cai Thorvaldsen, un joven diplomático asignado al consulado danés, y Elena Ramírez Rico, una fiscal mexicana, habían perdido la vida. Estaban disfrutando de su almuerzo debajo de uno de los árboles. Diez semanas después, un hombre encorvado fue a verle a Atlanta. Se sentaron en el estudio de Malone y éste no se molestó en preguntarle a Henrik Thorvaldsen cómo había dado con él.
—He venido a conocer al hombre que disparó al asesino de mi hijo —anunció Thorvaldsen.
—¿Por qué?
—Para darle las gracias.
—Podría haber telefoneado.
—Tengo entendido que estuvo a punto de morir.
Malone se encogió de hombros.
—Y que ha abandonado su trabajo en el gobierno, ha renunciado al servicio y se ha retirado del ejército.
—Sabe usted muchas cosas.
—El saber es el más grande de los lujos.
Malone no se inmutó.
—Le agradezco la visita. Pero tengo un agujero en el hombro que me está matando. Ahora que ya ha dicho lo que tenía que decir, ¿le importaría marcharse?
Thorvaldsen no se movió del sofá. Simplemente escrutó el estudio y las habitaciones contiguas, visibles a través de un pasadizo abovedado. Todas las paredes estaban revestidas de libros. La casa no parecía más que el telón de fondo de las estanterías.
—A mí también me encantan —dijo su invitado—. He coleccionado libros durante toda mi vida.
—¿Qué quiere?
—¿Se ha planteado su futuro?
Malone señaló la habitación.
—He pensado en abrir una librería de viejo. Tengo muchos para vender.
—Una idea excelente. Yo tengo una a la venta, si le interesa.
Malone decidió seguirle la corriente. Pero había algo en los ojos centelleantes de aquel anciano que le decía que su visitante no bromeaba. Las robustas manos rebuscaron en el bolsillo del abrigo y Thorvaldsen dejó una tarjeta de visita en el sofá.
—Es mi número privado. Si le interesa, llámeme.
Aquello fue hace dos años. Ahora tenía delante a Henrik Thorvaldsen, pero los papeles se habían invertido. Era su amigo quien estaba en aprietos. El danés permanecía sentado al borde de la cama con un rifle de asalto apoyado en el regazo y una mirada de derrota absoluta.
—Antes he soñado con Ciudad de México —dijo Malone—. Siempre es lo mismo. Nunca puedo abatir al tercer tipo.
—Pero lo hiciste.
—Por alguna razón, en el sueño soy incapaz.
—¿Estás bien? —le preguntó Thorvaldsen a Sam Collins.
—Acudí directo al señor Malone…
—No empieces con eso —dijo él—. Se llama Cotton.
—De acuerdo. Cotton se ocupó de ellos.
—Y mi tienda ha quedado destruida. Una vez más.
—Está asegurada —apostilló Thorvaldsen.
Malone miró a su amigo.
—¿Por qué perseguían aquellos hombres a Sam?
—Esperaba que no lo hicieran. La idea era que viniesen por mí, por eso lo envié a la ciudad. Al parecer me llevaban ventaja.
—¿Qué estás haciendo, Henrik?
—He pasado los dos últimos años buscando. Sabía que detrás de lo sucedido aquel día en Ciudad de México había algo más. Aquella masacre no fue un acto de terrorismo. Fue un asesinato.
Malone lo dejó continuar.
Thorvaldsen señaló a Sam.
—Este joven es bastante brillante. Sus superiores no se dan cuenta de lo inteligente que es.
Malone vio que las lágrimas asomaban a los ojos de su amigo, algo que nunca había visto antes.
—Le echo de menos, Cotton —susurró Thorvaldsen, mirando todavía a Sam.
Este puso su mano en el hombro del anciano.
—¿Por qué tuvo que morir? —musitó.
—Dímelo tú —repuso Malone—. ¿Por qué murió Cai?
—Papá, ¿cómo te encuentras hoy?
Thorvaldsen esperaba con ansia las llamadas semanales de Cai y le gustaba que su hijo, pese a tener treinta y cinco años y formar parte del cuerpo diplomático de élite danés, todavía le llamara papá.
—Me siento solo en esta casa, pero con Jesper siempre hay cosas interesantes que hacer. Está podando el jardín y discutimos sobre cuánto debe cortar. Es muy testarudo.
—Pero Jesper siempre tiene razón. Lo sabemos desde hace mucho.
Thorvaldsen se echó a reír.
—Sí, pero no pienso decírselo jamás. ¿Cómo va todo al otro lado del océano?
Cai había solicitado una plaza en el consulado danés de Ciudad de México y se la habían concedido. Desde una edad muy temprana a su hijo le fascinaban los aztecas y disfrutaba estando cerca de aquella cultura ancestral.
—México es un lugar increíble. Frenético, abarrotado y caótico, y al mismo tiempo fascinante, desafiante y romántico. Me alegro de haber venido.
—¿Y qué hay de aquella joven a la que conociste?
—Elena es maravillosa.
Elena Ramírez Rico trabajaba para la oficina del fiscal federal en Ciudad de México y la habían destinado a una unidad especial de investigación. Cai le había hablado de la vida profesional de la joven, pero se explayaba mucho más en lo personal. Al parecer, estaba bastante enamorado.
—Deberías traerla de visita.
—Sí, lo hemos estado hablando. Quizá en Navidad.
—Sería maravilloso. Le gustará cómo la celebramos los daneses, aunque quizá le resulte incómodo nuestro clima.
—Me ha llevado a muchos yacimientos arqueológicos. Conoce muy afondo la historia de su país.
—Parece que te gusta.
—Así es, papá. Me recuerda a mamá. Su calidez, su sonrisa.
—Entonces tiene que ser encantadora.
—Elena Ramírez Rico —dijo Thorvaldsen—, investigaba delitos culturales, principalmente el robo de objetos de arte. Es un gran negocio en México. Estaba a punto de condenar a dos hombres, un español y un británico. Ambos eran personas importantes en el mercado de los objetos robados. Elena fue asesinada antes de que eso ocurriera.
—¿Por qué tenían tanto interés en matarla? —preguntó Malone—. Habrían asignado a otro fiscal de todos modos.
—Y así fue, pero rehusó continuar con el caso. Se retiraron todos los cargos.
Thorvaldsen estudió a Malone. Vio que su amigo lo comprendía perfectamente.
—¿Quiénes eran los dos hombres a los que se juzgaba? —preguntó Malone.
—El español es Amando Cabral. El británico es lord Graham Ashby.