—Napoleón creía firmemente en los oráculos y las profecías —le explicó Eliza a su compañero dé vuelo—. Era el corso que llevaba dentro. En una ocasión, su padre le dijo que la suerte y el destino estaban «escritos en el cielo». Tenía razón.
Mastroianni no parecía impresionado, pero Eliza no estaba dispuesta a rendirse.
—Josefina, la primera mujer de Napoleón, era una criolla de Martinica, un lugar en el que florecieron el vudú y las artes mágicas. Antes de abandonar aquella isla y viajar a Francia, fue a que le leyeran el futuro. Le aseguraron que se casaría joven, sería infeliz, enviudaría y más tarde sería algo más que la reina de Francia —Eliza hizo una pausa—. Se casó a los quince años, fue extremadamente desdichada, enviudó y en el futuro no se convertiría en reina, sino en emperatriz de Francia.
—Otra vez esa actitud francesa de mirar al pasado en busca de respuestas.
—Tal vez. Pero mi madre vivió su vida según este oráculo. Antes yo también era igual de escéptica que usted, pero ahora he cambiado de opinión.
Eliza abrió el delgado libro.
—Hay treinta y dos preguntas entre las que escoger. Algunas son básicas. «¿Llegaré a viejo? ¿Se recuperará el paciente de su enfermedad? ¿Tengo algún enemigo o muchos? ¿Heredaré propiedades?». Pero otras son más concretas. Debe leer las preguntas y formular una. Puede incluso modificar una palabra o dos —deslizó el libro hacia él—. Elija una. Algo que quizá ya sepa. Ponga a prueba su poder.
Mastroianni dio a entender que aquello lo divertía encogiéndose de hombros y guiñándole un ojo.
—¿Tiene algo mejor que hacer? —preguntó Eliza.
Él se rindió, examinó la lista de preguntas y al final señaló una.
—Aquí. ¿Tendré un hijo o una hija?
Ella sabía que Mastroianni se había vuelto a casar el año anterior. Era su tercera esposa, una marroquí veinte años más joven, si no le traicionaba la memoria.
—No tenía ni idea. ¿Su mujer está embarazada?
—Veamos qué dice el oráculo.
Eliza advirtió la desconfianza de Mastroianni por su manera de arquear ligeramente las cejas.
Le entregó un bloc de notas.
—Coja el lápiz y trace como mínimo doce líneas verticales sobre el papel. A partir de doce, deténgase cuando quiera.
Mastroianni la miró con extrañeza.
—Funciona así —dijo ella.
Él hizo lo que le indicó.
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—Ahora dibuje otras cuatro hileras de líneas verticales, cada una de ellas debajo de la primera. No lo piense, simplemente hágalo.
—¿Doce como mínimo?
—No, las que quiera —dijo mientras observaba a Mastroianni marcar la página.
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—Ahora cuente las cinco líneas. Si el número es par, dibuje dos puntos a un lado. Si es impar, un punto.
Mastroianni se tomó un momento y realizó el cálculo, cuyo resultado fue una columna de cinco líneas de puntos.
Eliza estudió el resultado.
—Dos impares, tres pares. ¿Es lo bastante aleatorio para usted?
Mastroianni asintió. Eliza abrió el libro por una página que contenía una gráfica.
—Ha elegido la pregunta treinta y dos —dijo y señaló la correspondiente línea al pie de la página—. Aquí, arriba de todo, están los puntos posibles. En la columna de la combinación que usted ha elegido, dos impares, tres pares, la respuesta a la pregunta treinta y dos es R.
Eliza hojeó el libro y se detuvo en una página con una erre mayúscula en la cabecera.
—En la página de respuestas aparecen las mismas combinaciones de puntos. La respuesta del oráculo a la combinación de dos impares y tres pares es la tercera empezando por arriba.
Mastroianni cogió el libro y se dispuso a leer. Una mirada de estupefacción invadió su rostro.
—Es asombroso.
Eliza esbozó una sonrisa.
—«Nacerá un niño que, si no es tratado a tiempo, puede causarle grandes preocupaciones». Voy a tener un hijo, es cierto. De hecho, nos enteramos hace solo unos días. Unas pruebas han desvelado un problema de desarrollo que los médicos quieren corregir mientras el bebé esté en el útero. Es arriesgado para la madre y para el niño. No hemos hablado con nadie de ello y todavía no hemos tomado una decisión sobre el tratamiento.
Su consternación inicial se desvaneció.
—¿Cómo es posible?
—Suerte y destino.
—¿Puedo probar de nuevo? —preguntó.
Eliza negó con la cabeza.
—El oráculo advierte que quien lo utiliza no puede formular dos preguntas el mismo día, ni volver a preguntar por ese tema dentro del mismo mes lunar. Además, las preguntas formuladas bajo la luz de la luna tienden a obtener respuestas más precisas. ¿No es casi medianoche? Nos dirigimos hacia el este, en dirección al sol.
—Así que pronto comenzará un nuevo día.
Eliza sonrió.
—Debo decir, Eliza, que es impresionante. Hay treinta y dos respuestas posibles a mi pregunta y, sin embargo, elijo la correcta.
Eliza cerró el libro y lo abrió por una nueva página.
—Hoy no he consultado el oráculo. Déjeme probar.
Señaló la pregunta veintiocho.
«¿Tendré éxito en mi actual empresa?».
—¿Eso se refiere a mí? —dijo Mastroianni, cuyo tono se había suavizado.
Eliza asintió.
—He venido a Nueva York sólo para verle a usted —respondió—. Será una excelente incorporación a nuestro equipo. Yo elijo cuidadosamente, y le he elegido a usted.
—Es usted una mujer implacable. Qué digo, es usted una mujer implacable con un plan.
Ella se encogió de hombros.
—El mundo es un lugar complicado. Los precios del petróleo suben y bajan sin motivo o previsión. O bien la inflación o bien la recesión se extienden por todo el planeta. Los gobiernos están desamparados. O acuñan más dinero, lo cual genera más inflación, o regulan la situación y acaban sumiéndose en otra recesión. La estabilidad parece algo del pasado. Tengo un modo de lidiar con todos esos problemas.
—¿Funcionará?
—Eso espero.
La faz morena de Mastroianni parecía dura como el hierro y sus grandes ojos transmitían al fin determinación. Aquel empresario, aquejado de los mismos dilemas que ella y que los demás, lo comprendía. El mundo estaba cambiando, no cabía duda. Había que hacer algo y puede que ella tuviese la solución.
—Entrar a formar parte del grupo tiene un precio —dijo Eliza—. Veinte millones de euros.
—No hay problema. Pero imagino que tendrá usted otras fuentes de ingresos.
Eliza asintió.
—Miles de millones. Intactos e imposibles de encontrar.
Su acompañante señaló el oráculo.
—Adelante, haga sus marcas y conozcamos la respuesta a su pregunta.
Eliza cogió el lápiz y dibujó cinco hileras de líneas verticales; a continuación, contó cada hilera. Todos eran números pares. Consultó la gráfica y vio que la respuesta era Q. Fue a la página pertinente y buscó el mensaje.
Contuvo las ganas de reír al ver que él estaba cada vez más entusiasmado.
—¿Le gustaría que se lo leyera?
Él asintió.
—«Indague profundamente la disposición de quien pretende que sea su socio y, si coincide con la suya, no tema, la felicidad los acompañará a ambos».
—Parece que el oráculo sabe lo que voy a hacer —respondió Mastroianni.
Eliza permaneció en silencio y dejó que el rumor de los motores del avión invadiera la cabina. Aquel escéptico italiano acababa de descubrir lo que ella había sabido durante toda su vida adulta, algo que su madre y su abuela corsas le habían enseñado: que la transmisión directa de los orígenes era la forma de conocimiento más poderosa.
Mastroianni le tendió la mano. Ella le correspondió y sintió la ligereza y el sudor de la mano de su acompañante.
—Puede contar conmigo para lo que sea que tenga en mente.
—¿Sigo sin caerle bien?
—Permítame que me reserve mi opinión sobre eso.