III

Copenhague

Malone observó la silueta de Sam Collins mientras abajo se oían ruidos de cristales hechos añicos.

—Creo que quieren matarme —dijo Collins.

—Por si no te has dado cuenta, yo también te estoy apuntando con una pistola.

—Señor Malone, me envía Henrik.

Tenía que elegir. El peligro que tenía ante él o el que acechaba dos pisos más abajo.

Malone bajó la pistola.

—¿Has traído tú a esa gente hasta aquí?

—Necesitaba su ayuda. Henrik me dijo que viniera.

Oyó tres ruidos sordos, de una pistola con silenciador. Entonces se abrió la puerta principal. Pasos traqueteando sobre el entarimado.

Malone señaló con la pistola.

—Métete ahí.

Ambos entraron en el almacén del tercer piso y se refugiaron tras una pila de cajas. Malone pensó que los intrusos irían directo al piso de arriba, atraídos por las luces. Entonces, cuando se dieran cuenta de que no había nadie allí, empezarían a buscar. El problema era que no sabía cuántos eran.

Malone miró a hurtadillas y vio a un hombre pasar del descansillo del tercer piso al cuarto. Indicó a Collins que guardara silencio y le siguiera. Se precipitó hacia la salida y ambos utilizaron el pasamanos metálico para deslizarse hasta el siguiente rellano. Luego repitieron el proceso hasta el tramo final de escaleras que conducía a la planta baja y a la librería.

Collins avanzó hacia la última barandilla, pero Malone lo agarró del brazo y meneó la cabeza. El hecho de que aquel muchacho pudiera cometer semejante estupidez demostraba o bien ignorancia o bien una engañosa inteligencia. No estaba seguro de cuál era la respuesta, pero no podían seguir allí mucho tiempo, pues tenían a un hombre armado encima de sus cabezas.

Con un ademán, Malone pidió a Collins que se quitara el abrigo. El joven se mostró dubitativo, como si no comprendiera la petición, pero acabó cediendo y se despojó de él sin hacer ruido. Malone recogió el bulto de lana gruesa, se sentó sobre el pasamanos y se dejó caer lentamente hasta media altura. Empuñando firmemente la pistola con la mano derecha, arrojó el abrigo hacia el exterior. Las balas tachonaron la prenda con un ruido sordo.

Malone recorrió el tramo restante, saltó de la barandilla y se cobijó detrás del mostrador al tiempo que las balas se incrustaban en la madera. Entonces lo vio. El atacante se encontraba a su derecha, cerca de los escaparates, donde exponía los libros de historia y música. Malone se arrodilló y disparó en aquella dirección.

—Ahora —le gritó a Collins, que pareció adivinar las intenciones de su compañero y huyó de las escaleras para saltar detrás del mostrador.

Malone sabía que pronto tendrían más compañía, de modo que se arrastró hacia la izquierda. Por suerte, no estaban rodeados. Durante la reciente remodelación había insistido en poner un mostrador abierto por ambos lados. Su pistola no tenía silenciador y se preguntaba si afuera alguien habría oído su sonora réplica. Pero Højbro Plads era un lugar desértico desde la medianoche hasta el amanecer.

Malone corrió hacia el extremo del mostrador con Collins a la zaga. Clavó la mirada en la escalera mientras aguardaba lo inevitable. En lo alto de la escalera vio una silueta oscura que iba creciendo en envergadura mientras la pistola asomaba lentamente desde la esquina. Malone disparó y alcanzó al hombre en el antebrazo. Oyó un gemido y la pistola desapareció.

El primer pistolero descerrajó suficientes disparos para que el hombre de la escalera fuese hacia él.

Malone vio que habían llegado a un punto muerto. Iba armado. Ellos también. Pero probablemente dispusieran de más munición que él, ya que no había cogido un cargador extra para la Beretta. Por suerte, ellos no lo sabían.

—Tenemos que provocarlos —susurró Collins.

—¿Y cuántos son?

—Parece que dos.

—Eso no lo sabemos —Malone rememoró el sueño, en el que había cometido el error de no contar hasta tres.

—No podemos quedarnos aquí sentados.

—Podría entregarte y volver a la cama.

—Podría, pero no lo hará.

—No estés tan seguro.

Todavía recordaba las palabras de Collins. «Henrik Thorvaldsen está en apuros».

El joven se movió con cautela y extendió la mano hacia el extintor que había detrás del mostrador. Malone observó cómo quitaba el pasador de seguridad y, antes de que pudiera oponerse a ello, Collins salió de allí y sumió la librería en una niebla química utilizando unos estantes a modo de parapeto y lanzando agente ignífugo a los pistoleros.

No hubo un solo movimiento… Excepto cuatro disparos. Las balas surcaron la niebla y se hundieron en la madera y los muros de piedra. Malone descargó otra ráfaga en dirección opuesta. Oyó cómo se rompía el cristal con un gran estrépito y luego pasos acelerados. Se marchaban.

Un aire frío sopló por encima de su cabeza. Entonces vio que habían huido por el escaparate.

Collins bajó el extintor.

—Se han ido.

Malone debía asegurarse de ello, así que permaneció agachado, se apartó del mostrador y, protegiéndose con las estanterías, echó a correr entre la niebla, que ya se estaba disipando. Llegó hasta la última hilera y se aventuró a lanzar una mirada rápida. El humo se escabullía hacia la gélida noche por un ventanal destrozado.

Malone meneó la cabeza. Un desastre más.

Collins se acercó por detrás.

—Eran profesionales.

—¿Y cómo lo sabes?

—Sé quién los envía.

Collins dejó el extintor en el suelo.

—¿Quién?

—Henrik me dijo que se lo explicaría él.

Malone se dirigió al mostrador y cogió el teléfono para llamar a Christiangade, la casa solariega propiedad de Thorvaldsen, situada quince kilómetros al norte de Copenhague. El teléfono sonó varias veces. Normalmente respondía Jesper, el mayordomo, fuese la hora que fuese. El teléfono siguió sonando. Era un mal presagio. Malone colgó y decidió prepararse.

—Ve arriba —ordenó a Collins—. Sobre mi cama hay una mochila. Cógela.

Collins subió los escalones a toda prisa. Malone aprovechó el momento para llamar una vez más a Christiangade y permaneció a la espera mientras el teléfono continuaba sonando.

Collins bajó ruidosamente la escalera. El carro de Malone estaba estacionado a varias manzanas de distancia, justo a las afueras del casco antiguo y cerca del palacio de Christianborg. Malone cogió su teléfono móvil de debajo del mostrador.

—Vámonos.