El 29 de abril discurriría en una extraña calma. Eva no se levantó hasta el mediodía y cuando lo hizo comenzó a repartir algunas de sus pertenencias entre la doncella y las secretarias. Los habitantes del búnker poco podían hacer, además de charlar y fumar discretamente, ya que Hitler lo tenía prohibido. Al búnker llegó la noticia de que Mussolini y su amante, Clara Petacci, habían muerto a manos de los partisanos y sus cuerpos habían sido expuestos a la ira popular en una gasolinera de Milán, lo que reafirmó a Hitler en su deseo de que sus cadáveres fueran quemados.
Todo parecía irremediablemente perdido. Sin embargo, todavía existía un destello de esperanza. El motivo era el desesperado intento que estaba llevando a cabo el general Walther Wenck para acudir con sus fuerzas en socorro de Berlín. Sus tropas estaban combatiendo duramente para abrirse paso en dirección a la capital. Pero las noticias que llegaron del frente a lo largo de la tarde no movían al optimismo.
Hitler repartió entre su círculo próximo ampollas que contenían cianuro y anunció que él y su mujer se quitarían la vida. Para comprobar si el veneno conservaba su efecto mortal, un médico de las SS propuso que probaran una con la perra alsaciana de Hitler, Blondi. Así lo hizo y el animal murió.
Cerca de la medianoche llegaría un telegrama al búnker en el que se informaba de que las tropas de Wenck no habían logrado proseguir su avance hacia Berlín y que se habían visto obligadas a replegarse hacia el Elba. Eso significaba que cualquier esperanza de auxilio quedaba definitivamente extinguida. Ya se estaba combatiendo a los soviéticos en la estación de Postdam; ante la falta de armamento y munición, la lucha no podría prolongarse más allá de veinticuatro horas.
Sobre las tres de la madrugada, Hitler se despidió de un grupo de unos veinte oficiales y de las secretarias en el comedor principal. Pasó frente a la fila dando la mano a cada uno y luego se retiró a dormir. En el piso superior del búnker se organizó espontáneamente una fiesta; las reservas de vino y licor eran vaciadas ávidamente mientras se bailaba la estridente música que surgía de un gramófono y hombres y mujeres se mostraban febrilmente desinhibidos. Aunque Bormann envió a un oficial a imponer silencio para no alterar el descanso del führer, sus órdenes fueron ignoradas.
A las diez de la mañana del nuevo día, 30 de abril de 1945, se informó a Hitler de que ya había tiradores soviéticos a trescientos metros del búnker, por lo que su decisión de quitarse la vida no podía demorarse más, si no quería correr el riesgo de ser capturado. Los proyectiles procedentes de la cada vez más cercana artillería soviética estallaban sobre la superficie del búnker, haciéndolo retemblar. A mediodía, Hitler se dispuso a tomar su último almuerzo; junto a sus secretarias, ausente Eva Braun, comió un plato de pasta con salsa de tomate. Al terminar, les obsequió con varias cápsulas de veneno.
A las dos y media de la tarde, Hitler convocó a todos los miembros de su círculo próximo. Apareció en el pasillo de conferencias con su habitual uniforme mientras Eva lucía un elegante vestido azul. Ambos comenzaron a estrechar las manos de los presentes para despedirse. Hitler murmuró en voz apenas audible unas palabras a cada uno. Al cabo de unos minutos, más pálido y encorvado que nunca, se retiró a su habitación. Eva Braun desapareció junto a la mujer de Goebbels, Magda, que no podía contener el llanto.
A cabo de unos minutos, ambas mujeres regresaron y Magda Goebbels, con el fin de disuadir a Hitler de su intención de suicidarse, consiguió que saliera de su habitación para pedirle que intentase escapar de Berlín. Su empeño fue inútil y al final el führer volvió a entrar en sus aposentos, en este caso acompañado de Eva. La puerta se cerró. Los presentes acababan de verlos con vida por última vez.
Entonces pasaron diez interminables minutos. Alguien dijo haber oído un disparo ahogado, pero otros aseguraban no haber escuchado nada. Las bombas rusas seguían estallando en el exterior. El reducido grupo que permanecía impaciente a la puerta ya no podía soportar más la tensión y abrieron con cuidado la puerta.
Hitler se encontraba sentado en un pequeño sofá, reclinado, con la mandíbula colgando. A sus pies había una pequeña pistola. Le goteaba sangre de las sienes. La cabeza de Eva Braun descansaba en el hombro de su esposo. Su pistola se encontraba en una mesa baja que había delante de ellos. No la había disparado, pero tenía los labios contraídos por el efecto del veneno. Un jarrón con flores había caído al suelo.
Portada del diario norteamericano Star and Stripes del 2 de mayo de 1945 anunciando la muerte de Hitler, quien se había suicidado junto a Eva Braun el 30 de abril.
El cuerpo de Hitler fue envuelto en una manta militar y subido al jardín de la Cancillería. Poco después llegó también el cadáver de Eva y ambos fueron colocados en el interior de un cráter, cerca de la salida de emergencia. Los obuses rusos explotaban en los alrededores, por lo que los escasos testigos que subieron a la superficie estaban más deseosos de regresar al interior que de oficiar las exequias por el führer. Los cuerpos fueron cubiertos con gasolina y Goebbels arrojó un fósforo, pero el combustible no se encendió. Alguien hizo arder un trapo empapado de gasolina, lo arrojó a los cuerpos y estos quedaron envueltos en una gran llamarada. Los asistentes al improvisado funeral exclamaron un apresurado «Heil Hitler!» y entraron de nuevo en el refugio. Llegaron más bidones de gasolina y, durante las tres horas siguientes, se continuó vertiendo combustible sobre los cuerpos.
Un camión cargado de cadáveres esqueléticos en el recién liberado campo de concentración de Buchenwald. Hitler pasó por la historia dejando tras de sí un rastro de muerte y destrucción.
Con la desaparición de Hitler, la atmósfera del búnker se volvió menos opresiva; la mayoría de sus habitantes se encendieron un cigarrillo y comenzaron a pensar en cómo escapar de aquella trampa que estaba a punto de cerrarse en torno a ellos. Esa noche, los restos carbonizados de Hitler y Eva Braun fueron recogidos en una lona y depositados en el cráter de un obús, cerca de la salida del búnker. Los cubrieron de tierra y la apretaron con un pisón de madera. Con Hitler quedaba enterrado también el nacionalsocialismo y el Reich que debía durar mil años. Una semana después, el 7 de mayo de 1945, Alemania firmaba su rendición.
Tal como Hitler había asegurado el 30 de enero de 1933, cuando alcanzó el poder, nada ni nadie había conseguido expulsarle con vida de la Cancillería. Pero ahora su Alemania, arrasada hasta los cimientos y ocupada por los ejércitos enemigos, era muy diferente de la que él había soñado. Dos millones y medio de compatriotas habían perdido la vida por seguirle en ese camino de autodestrucción, un camino sembrado por los cadáveres de otras decenas de millones de muertos que habían provocado el enloquecido rumbo que Hitler había imprimido a la nación que había dicho amar por encima de todo.