El día 15 de abril de 1945, mientras las tropas soviéticas se hallaban a apenas setenta kilómetros de Berlín, Eva Braun acudió al búnker mostrándose resuelta a acompañar a Hitler hasta el inevitable final, a pesar de que él le insistió en que buscara refugio en Berchtesgaden, en donde estaría más segura.
El 20 de abril, el día en el que cumplió cincuenta y seis años, Hitler recibió las felicitaciones de todos los presentes en el búnker. A pesar de la grave situación, Hitler parecía estar convencido de que los rusos serían derrotados en Berlín. Esa mañana, subió a la superficie para felicitar a un grupo de chicos de las Juventudes Hitlerianas que se habían distinguido en el combate, departiendo con ellos y agradeciéndoles su valentía en la batalla por la capital; esa sería la última vez que Hitler vería la luz del día.
Al día siguiente, Hitler recibió una mala noticia nada más despertarse: Berlín ya estaba al alcance de la artillería soviética. A unos veinte kilómetros de Berlín, una batería pesada estaba disparando sus proyectiles sobre la ciudad. El Ejército Rojo había roto las líneas de defensa y avanzaba con rapidez. Pero Hitler aún no se daba por vencido. Comenzó a estudiar un mapa. Finalmente, levantó la mirada y dijo emocionado: «¡Contraataque!». Sin ser consciente de que sus unidades militares sólo existían sobre el papel, ordenó una contraofensiva general para romper el cerco de Berlín.
Hitler sale de su búnker el 22 de marzo de 1945 para felicitar a estos jóvenes combatientes. Repetiría este gesto por última vez el 20 de abril. La mayoría de estos muchachos caerían bajo el fuego ruso.
A la mañana siguiente, Hitler se reunió con sus generales, impaciente por conocer el resultado del ataque ordenado el día anterior. Uno tras otro, le dijeron que la operación había fracasado, confesando que en la mayor parte del frente ni tan siquiera se había intentado, ante la falta de efectivos. Hitler comenzó a respirar trabajosamente. Ordenó que todos salieran de la habitación, menos Bormann y sus generales. Una vez que la puerta se cerró, Hitler estalló en un terrible acceso de cólera; les insultó, les maldijo, vociferando que había sido traicionado por todos, agitando el brazo descontroladamente. Los generales sufrieron la ira desatada del dictador, que golpeaba furiosamente la mesa. Nunca le habían visto perder la calma de esa forma. En el exterior de la sala, el resto de habitantes del búnker permaneció en silencio, mientras que tan sólo se oían los apagados gritos de Hitler a través de la puerta.
Una vez desahogada toda su airada frustración, el führer recobró inesperadamente el sosiego y anunció su intención de permanecer en Berlín. Aunque intentaron convencerle para que escapase de la capital, Hitler estaba decidido a perecer en la ciudad que vio su encumbramiento. Con una angustia profunda dijo: «¡La guerra está perdida!». Luego, con voz trémula, añadió que el Tercer Reich había acabado en fracaso y que todo lo que le quedaba por hacer era morir. Sin duda, en ese momento ya tenía presente la idea del suicidio.
A partir de ese día, Hitler deambularía por el búnker encorvado, arrastrando los pies y con los ojos inyectados en sangre. Los intentos por sacarle de su estado de abatimiento eran inútiles. Cuando alguien le preguntó si no creía en la posibilidad de un milagro, Hitler le contestó amargamente: «El ejército me ha traicionado, mis generales no sirven para nada. No han obedecido mis órdenes. Todo ha terminado. ¡El nacionalsocialismo ha muerto y nunca se levantará!».
Pese a haber cumplido cincuenta y seis años, su aspecto era ya el de un anciano. A la tensión y el estrés causado por la marcha de la guerra había que añadir el lento envenenamiento que estaba sufriendo a manos del doctor Theodor Morell. Las pastillas contra los gases que este le proporcionaba contenían dos venenos, estricnina y adropina, lo que explicaba sus ataques de ira, su creciente debilidad y su irritabilidad. Además, durante los últimos años, cada día le había estado inyectando sustancias vigorizantes a las que se había vuelto adicto, minando progresivamente su salud. Por otro lado, su mano izquierda le temblaba cada vez más, lo que hace pensar que tal vez sufría la enfermedad de Parkinson. Ante la conmiseración de sus secretarias, encontraba deleite engullendo chocolate y pasteles que le dejaban manchas y migajas en su raído uniforme. Hablar con él cara a cara no era muy agradable por culpa de la halitosis causada por el mal estado de la dentadura y la saliva que discurría por la comisura de los labios. Ahora era difícil ver en aquel espectro el líder que, gracias a sus inflamantes discursos, se había apoderado de la voluntad del pueblo alemán.