En el otoño de 1944, el futuro del Reich no podía ser más negro. Las ciudades alemanas eran bombardeadas a diario sin que la Luftwaffe pudiera hacer nada por evitarlo, mientras los ejércitos aliados iban tomando posiciones alrededor del territorio germano para saltar sobre él. Las bombas volantes V-1 y V-2, en las que Hitler tenía depositadas muchas esperanzas, estaban demostrando ser incapaces de cambiar el curso de la guerra. La derrota de Alemania parecía inevitable, pero Hitler aún confiaba en que un repentino éxito militar pudiera forzar a los aliados occidentales a buscar una paz de compromiso o incluso a unirse a Alemania en su lucha contra los soviéticos. Hitler escogió la región de las Ardenas para romper las defensas aliadas y dirigirse en veloz carrera hacia el mar, en dirección a Bruselas y Amberes, recuperando aquella Blitzkrieg que tantos éxitos le había proporcionado al comienzo de la guerra.
Tras mantener en secreto los preparativos, la ofensiva en las Ardenas se lanzó el 16 de diciembre de 1944, logrando tomar por sorpresa a los norteamericanos. Pero el avance se vio finalmente frenado por la falta de combustible y la superioridad aérea aliada. El 20 de enero de 1945, el contragolpe aliado había hecho retroceder a los alemanes al punto de partida, mientras Stalin lanzaba una nueva ofensiva en el este. Hitler, confiando de nuevo en el Destino, se había jugado su última carta en las Ardenas y había perdido.
Hasta mediados de febrero de 1945, Hitler seguiría residiendo en sus estancias privadas de la Cancillería, pero finalmente se vería obligado a vivir día y noche en el interior del búnker, para protegerse de los violentos bombardeos de que era objeto Berlín. El avance de las tropas anglo-norteamericanas por el territorio del Reich se inició a principios de marzo de 1945, en progresión rápida debido a la descomposición generalizada del ejército alemán. Tras romper la defensa del Rin, los aliados ya no encontrarían grandes dificultades para abrirse camino por Alemania. Aunque hubieran podido llegar a Berlín, prefirieron ceder a Stalin el honor de capturar la capital germana.
Mientras el Reich milenario se desmoronaba, Hitler continuaba dirigiendo a sus maltrechos ejércitos desde su búnker. El ambiente allí era claustrofóbico; las pequeñas habitaciones, las estrechas escaleras, las vibraciones producidas por las explosiones, unido al olor de humedad y al omnipresente rumor de los motores diésel que alimentaban la ventilación, conformaban un conjunto opresivo, que afectaba al estado de ánimo de todos los que allí vivían.
Aunque los rusos estaban a las puertas de la ciudad, la población berlinesa aún confiaba en un milagro. Había quien hablaba todavía de las «armas fantásticas» del führer, mientras se seguían por la radio las noticias que anunciaban la inminente llegada de dos columnas de socorro, una procedente del Oder y otra del frente occidental.
Desde el búnker, Hitler ordenaba una y otra vez ataques y contraataques con unidades que sólo conservaban el nombre, pero los informes que recibía hablaban únicamente de derrotas. La última buena noticia llegó al búnker el 12 de abril, al conocerse el fallecimiento del presidente Roosevelt. Unos días antes, Hitler había recuperado un horóscopo en el que se auguraba un éxito en la segunda mitad del mes de abril de 1945, que llevaría a la firma de la paz en agosto. Goebbels convenció a Hitler de que la muerte de Roosevelt iba a suponer una inminente ruptura de los Aliados, lo que hizo a Hitler mostrarse eufórico: «¡Es un milagro!», exclamó. La desaparición de Roosevelt fue celebrada descorchando botellas de champán. Pero la euforia duró sólo un día; las noticias que llegaban del frente indicaban que el cambio de presidente no había afectado a las operaciones militares. La caída de Viena en manos del Ejército Rojo trajo a Hitler de regreso a la trágica realidad.