La política de exterminio

El estallido de la guerra había supuesto para Hitler la oportunidad de poner en práctica todo aquello que no consideraba prudente llevar a cabo en tiempo de paz. La confusión generalizada inherente a toda contienda le iba a permitir verse libre de los escasos escrúpulos que aún le quedaban. La más terrible consecuencia de esa inhibición fue el lanzamiento de una cruel política de exterminio, que puso en práctica nada más comenzar la guerra.

Así, a mediados de septiembre de 1939, Hitler mantuvo en Danzig una discreta reunión con su círculo próximo de colaboradores a la que asistió el doctor Leonardo Conti, jefe de Sanidad del Reich, en la que anunció que, por necesidades de la guerra, era preciso iniciar inmediatamente un programa para dar muerte sin dolor a los enfermos mentales incurables. Por entonces, los enfermos mentales necesitaban unas 250.000 camas y atención médica especializada, unos medios que Hitler quería canalizar hacia el tratamiento de los heridos de sus próximas campañas. Pero las motivaciones de Hitler iban más allá; para él, aquellos enfermos constituían una escandalosa impureza genética que adulteraba la pureza de la raza germánica.

Enseguida quedó claro que esa decisión implicaba una serie de dificultades médicas, legales y éticas, por lo que Hitler optó por dictar una orden por la que se concedía «autoridad para ampliar la competencia de ciertos médicos que se determinaran, a fin de que puedan dar a quienes son humanamente incurables, desde todos los puntos de vista, una muerte piadosa, después de haber efectuado el más crítico examen de su estado de salud». De forma significativa, el documento llevaría la fecha atrasada del 1 de septiembre, el día que había comenzado la guerra.

Así, cumpliendo con las órdenes del führer, a comienzos de octubre se inició un programa de eutanasia y esterilización denominado «T4» por la dirección de sus oficinas en Berlín, situadas en el número 4 de la Tiergartenstrasse, que tenía como objetivo alcanzar la pureza racial mediante la identificación y eliminación de los discapacitados o bien la esterilización de los individuos que presentaban algún defecto de tipo hereditario. Este programa, que se llevaría a cabo en el mayor de los secretos, estableció una red de centros por toda Alemania en los que tenían lugar los asesinatos, ya fuera por inhalación de monóxido de carbono o inyecciones letales. Los cadáveres eran incinerados en hornos crematorios. A los familiares se les enviaba una carta en la que se les comunicaba el fallecimiento de su pariente por causas naturales.

Los rumores sobre lo que estaba ocurriendo y las protestas de los familiares al no poder obtener informes de las autopsias o de recuperar los cuerpos llevarían a suspender la operación en agosto de 1941 después del asesinato de entre setenta y cien mil personas, pero la experiencia sería decisiva para organizar el exterminio de la población judía de Europa.

También en septiembre de 1939, durante la campaña polaca, comenzaron los asesinatos de población civil. El objetivo era eliminar a la intelectualidad polaca y las clases dirigentes, es decir, la espina dorsal de la sociedad polaca, para quebrarla y garantizar así su sumisión futura. Los llamados Einsatzgruppen, unos pelotones de exterminio formados por la Policía de Seguridad y miembros de las SS, eran los encargados de esas ejecuciones, que la Wehrmacht contemplaba con horror pero que no se atrevió a impedir.

Igualmente, el 1 de septiembre de 1939, Hitler mostró su decisión de saldar cuentas definitivamente con los judíos: «He hecho dos declaraciones. La primera, puesto que nos han obligado a entrar en combate, no conseguirán derrotarnos mediante un despliegue de armas ni en el transcurso del tiempo; la segunda, si la judería internacional, dentro y fuera de Europa, consigue precipitar al mundo a la guerra, el resultado no será el dominio bolchevique de la tierra y el consiguiente triunfo de la judería, sino el aniquilamiento de la raza judía en Europa». Una declaración de intenciones similar ya la había formulado públicamente en enero de ese mismo año, en un virulento discurso que sería calificado por la prensa de Goebbels como uno de los más grandes de Hitler, y que daría a un titular que años después adquiriría todo su terrible sentido: «Profética advertencia a los judíos».

Aunque ya durante la invasión de Polonia se produjeron asesinatos de judíos, estos serían sistemáticos en territorio soviético durante la invasión; cuando una localidad caía en manos de los alemanes, se reunía a la población judía, se la conducía a algún paraje cercano y luego era ejecutada y enterrada en zanjas. Pero aún no se había elaborado un plan metódico para eliminarlos; a finales de 1941, Hitler debió dar la orden de exterminar físicamente a todos los judíos europeos, aunque ya había dado los pasos preliminares en un memorándum fechado el 31 de julio de 1941 y dirigido a Reinhard Heydrich, el jefe de la Oficina Principal de Seguridad del Reich: «Además, le ordeno que me someta cuanto antes un plan general demostrativo de las medidas necesarias de organización y acción a desempeñar para la solución final deseada de la cuestión judía».

El 30 de enero de 1942, Hitler alardeó de que «por primera vez estamos aplicando una vieja y genuina ley judía: ojo por ojo y diente por diente». El día 8 de noviembre recordó a sus fieles reunidos en Múnich para conmemorar el Putsch aquella «profecía» de 1939, añadiendo con terrible ambigüedad: «Siempre se han reído de mí, como profeta. Pero, entre aquellos que más reían entonces, son incontables los que hoy han dejado de reír. Aquellos que todavía ríen hoy, seguramente, dejarán de reír dentro de un tiempo».

Al igual que muchas otras decisiones del führer, la orden de aniquilar a los judíos tampoco figuró en ningún documento. Se cree que esta pudo darse en las frecuentes conversaciones que mantenía con el jefe de las SS Heinrich Himmler, pero no hay duda de que la gigantesca operación de exterminio que iba a ponerse en marcha a partir de ese momento no pudo emprenderse sin su decidido impulso personal. El discurso del jefe de las SS pronunciado en una reunión de generales el 24 de enero de 1944 resulta clarificador: «Al principio, cuando el führer me dio la orden de poner en marcha la solución al tema judío, dudé; no estaba seguro de si podía pedir a mis valiosos hombres de las SS la ejecución de tan horrible tarea. Pero era, en definitiva, una orden del führer; no podía dudar. Entre tanto la tarea se fue realizando y hoy no hay ya más cuestión judía que solucionar».

La declaración de Rudolf Höss, comandante en jefe de Auschwitz, en los juicios de Nuremberg confirmaría que fue el propio Hitler el que ordenó el exterminio de los judíos: «Himmler me dijo que el führer había dado orden de hallar una solución definitiva para la cuestión judía que nosotros, las SS, debíamos ejecutar». La Conferencia de Wannsee, celebrada el 20 de enero de 1942, fijó las directrices para proceder para conseguir la eliminación física, calificada eufemísticamente de tratamiento adecuado, de los judíos.

Había comenzado la llamada Solución Final, que acabaría con la muerte de unos seis millones de judíos, muchos de ellos en las cámaras de gas. Así, aquellas palabras que había escrito veinte años atrás en Mein Kampf adquirían el valor de una escalofriante profecía: «El sacrificio de los soldados alemanes en el frente de la Gran Guerra no hubiese sido necesario si doce o quince mil de estos judíos corruptores del pueblo hubiesen sido sometidos a los gases tóxicos». Además de los judíos, los gitanos se convirtieron también en objeto de esa política de exterminio; entre 250.000 y 500.000 gitanos europeos perecieron fusilados o gaseados.


Prisioneros del campo de concentración de Buchenwald al borde de la muerte por desnutrición, en una estremecedora imagen. La política de exterminio nazi impulsada por Hitler causó millones de muertos.

Los prisioneros soviéticos también murieron masivamente en manos alemanas; entre dos y tres millones pudieron sucumbir a consecuencia del hambre, el frío, las enfermedades o el agotamiento por el trabajo forzoso. El desprecio absoluto de la vida humana alcanzaría sus más altas cotas de iniquidad con la experimentación médica a la que fueron sometidos algunos internos de los campos de concentración; paradójicamente, mientras eso ocurría, seguían vigentes en Alemania las avanzadas leyes contra la vivisección y la experimentación en animales impulsadas por el propio Hitler.

Los campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka o Sobibor, o la guerra de exterminio lanzada en el frente ruso se convertirían en la última etapa de la escalada de odio que Hitler había iniciado en aquellos encendidos discursos en las cervecerías de Múnich. Si los que entonces escucharon y aplaudieron sus diatribas hubieran alcanzado a ver a dónde iba a conducir su fanatismo, sin duda le hubieran girado la espalda horrorizados, pero ahora ya era demasiado tarde.