El fin del sueño

En enero de 1942, Hitler comprendió que el modelo Blitzkrieg estaba agotado. La guerra sería larga y Alemania debía prepararse para ello. Con ese fin, Hitler nombró a su arquitecto Albert Speer ministro de Armamento, a pesar de las reticencias de este para aceptar esa responsabilidad. Esa decisión sería un gran acierto de Hitler; Speer lograría racionalizar la industria de guerra, hasta entonces dispersa y sin una dirección centralizada. Los resultados serían espectaculares, logrando en tres años triplicar la producción bélica.


Caricatura soviética de 1942, en la que Hitler envía a sus soldados a una muerte segura en las heladas estepas rusas. El tétrico dibujo tendría su trágica plasmación en el desastre de Stalingrado.

En el verano de 1942, el Tercer Reich alcanzó su máxima expansión territorial. En África del Norte, en donde el Afrika Korps combatía a las órdenes del mariscal Erwin Rommel, los pánzer amenazaban El Cairo. El dominio alemán se extendía también a las aguas del Atlántico, en donde los submarinos germanos habían alcanzado una cifra de tonelaje hundido inasumible para los británicos, que se veían incapaces de aprovisionar a su población. Mientras, en el frente ruso, Hitler había lanzado una ofensiva sobre el Cáucaso, con la vista puesta en sus pozos de petróleo.

Pero todo cambiaría a finales de ese verano de 1942. Rommel fue frenado por Montgomery en El Alamein. En el Atlántico se tomaron medidas de protección que se mostraron útiles en la lucha contra los submarinos. En el frente oriental se comenzó a hablar de una ciudad que marcaría el principio del fin para Hitler y su Reich: Stalingrado. Esta ciudad, situada a orillas del Volga, poseía escaso valor estratégico, pero Hitler se empeñó en su conquista, al igual que Stalin en su defensa, como si se tratase de un duelo personal. El ataque del VI Ejército del general Friedrich Paulus comenzó a finales de agosto; un mes después parecía que la ciudad estaba a punto de caer, pero los rusos habían hecho un fortín de cada casa, cada habitación y cada sótano. Hitler, en un discurso radiado, explicó que lo importante era que la ciudad estaba totalmente rodeada y que se había cortado el tráfico fluvial por el Volga. En su alocución, el führer insistió en que la captura de la ciudad podía demorarse, pero que nada podría evitar la victoria alemana.

La llegada continua de refuerzos soviéticos a Stalingrado logró mantener la resistencia, mientras los alemanes se iban desangrando en los sucesivos intentos de tomar la ciudad. El 19 de noviembre, el Ejército Rojo atacó los flancos del avance alemán sobre Stalingrado, estrangulándolo y desgajándolo del resto del frente. Los 300.000 hombres del VI Ejército de Paulus habían quedado cercados. Göring se comprometió a abastecerlos por el aire, pero el plan fracasó, al igual que los desesperados intentos de romper el cerco. El 25 de enero de 1943, el VI Ejército quedó partido en dos, pero Hitler no permitió la rendición, nombrando a Paulus mariscal para forzarle a morir luchando u optar por el suicidio, puesto que nunca antes un mariscal alemán se había rendido. Sin embargo, Paulus y el VI Ejército se rindieron el 2 de febrero. La derrota en Stalingrado supuso un shock tanto para Hitler como para toda la población germana, que contempló por primera vez la posibilidad de perder la guerra.


Hitler, con Göring a su derecha y Speer a su izquierda, en una imagen tomada en agosto de 1943. En esos momentos la Wehrmacht acababa de ser derrotada en Kursk y los Aliados habían desembarcado en Sicilia.

Pese a esa debacle a orillas del Volga, Hitler confiaba todavía en dar la vuelta a la situación. La campaña de verano de 1943 se centró en el intento de embolsar las fuerzas soviéticas que formaban un saliente en torno a la ciudad de Kursk. Allí, Alemania tomaría la iniciativa por última vez en el frente oriental, poniendo en juego buena parte de sus reservas. Pero los sucesivos aplazamientos habían permitido a los rusos mejorar las defensas y concentrar sus fuerzas, lo que llevó al fracaso de la ofensiva. La batalla de Kursk supondría el cambio definitivo de las tornas en Rusia; el sueño de Hitler de expandir el Reich alemán por el este, que tanto había excitado su imaginación, quedaba definitivamente enterrado.