Operación Barbarroja

Cuando ya había comenzado la cuenta atrás para el ataque a la Unión Soviética, previsto para mayo de 1941, Hitler se vio obligado a intervenir en los Balcanes; en octubre de 1940, Mussolini había invadido Grecia desde Albania, anexionada en abril de 1939, pero la invasión había resultado un desastre. Los británicos habían acudido a apoyar a los griegos y ahora Hitler debía acudir en ayuda de su aliado. El ataque alemán a Grecia se lanzó el 6 de abril de 1941. Yugoslavia, que se negó a colaborar con Alemania, también fue ocupada. La Blitzkrieg sería reeditada con resultados nuevamente espectaculares; el 29 de abril, la esvástica ondeaba triunfante sobre el Partenón.

Tras la fulgurante invasión de los Balcanes, parecía que Hitler podría centrarse ya en su ofensiva contra la Unión Soviética en busca del ansiado espacio vital. Pero los griegos y británicos que habían podido escapar de los alemanes se habían trasladado a la isla de Creta para continuar resistiendo desde allí. El führer decidió intervenir para eliminar esa amenaza en el flanco mediterráneo, retrasando otra vez la orden de ataque en el este. Para ello, Hitler lanzó el 20 de mayo una gran operación aerotransportada que, aunque se saldó con más bajas de las esperadas, alcanzó su objetivo. Con un mes de retraso, la invasión de la Unión Soviética podía comenzar.

A las cinco de la mañana del domingo 22 de junio, el Ejército alemán atravesó la frontera soviética, en lo que sería el ataque más colosal de todos los tiempos. Las cifras de la invasión no tenían parangón en la historia: en la ofensiva participaban más de tres millones de soldados alemanes, junto a 3.600 tanques y 600.000 vehículos motorizados, además de 7.000 piezas de artillería y 2.500 aviones.

Al día siguiente, Hitler se trasladó a un complejo de máxima seguridad que se había construido en Rastenburg, en la Prusia Oriental, para seguir más de cerca el curso de las operaciones. Ese recinto, que recibiría el nombre de Wolfsschanze (Guarida del Lobo), se convertiría en su cuartel general. A pesar de su ambiente insalubre al ser una zona pantanosa, Hitler pasaría allí la mayor parte del tiempo restante de la guerra, alternándolo con períodos de descanso en el Berghof, en donde se encontraba con Eva Braun[19].

Ese verano, las noticias que llegaban del frente no podían ser más prometedoras. Los soldados rusos caían prisioneros por cientos de miles y en apenas tres semanas las columnas germanas cubrieron setecientos kilómetros. Sin embargo, la buena marcha de la campaña se quebró con una decisión personal de Hitler, tomada en contra de la opinión mayoritaria de sus generales: detener el avance hacia Moscú para que esas tropas acudiesen a reforzar las otras dos líneas de avance, las que se dirigían, en el norte, hacia Leningrado y, en el sur, hacia Kiev. Cuando las unidades desplazadas a esos otros frentes regresaron a la parte central del avance, ya se había entrado en el mes de octubre, a las puertas del temible invierno ruso.


Hitler y Eva Braun en la terraza del Berghof, en Berchtesgaden, con sus respectivas mascotas. Hitler solía mostrarse distendido cuando se encontraba en su refugio alpino en compañía de su amante.

El asalto a Moscú comenzó según lo previsto, pero la llegada de las lluvias otoñales embarró los caminos, ralentizando así el avance. Un inusitado desplome de las temperaturas a principios de noviembre dificultó aún más las operaciones, hasta que estas se vieron detenidas cuando las tropas germanas se hallaban a sólo treinta y cinco kilómetros de Moscú. Los soviéticos lanzaron una gran contraofensiva que a punto estuvo de acabar en desastre total para el ejército germano. El 8 de diciembre Hitler ordenó que los soldados se quedasen en el punto que en ese momento se encontraban, prohibiendo terminantemente cualquier retirada. Ante la resistencia de algunos de sus generales a cumplir esa orden, Hitler llevó a cabo numerosas destituciones y decidió asumir el mando del ejército.

La noticia del ataque japonés a la base estadounidense de Pearl Harbor fue celebrada por Hitler. Después de declarar de forma irresponsable la guerra a Estados Unidos el 11 de diciembre, exclamó: «¡No podemos perder la guerra! Ahora tenemos un socio que no ha sido derrotado en tres mil años». Hitler, que se había mostrado tan hábil en manejar los hilos de la política internacional durante los años treinta, cometió su mayor error declarando la guerra a Washington. Si hasta ese momento la suerte final de la guerra estaba en el alero, con la irrupción del gigante norteamericano el Reich de Hitler había firmado su sentencia de muerte.