En junio de 1940, el único enemigo que resistía ante Hitler era Gran Bretaña. Pero Hitler no aspiraba a derrotar a los británicos; convencido de que ambos pueblos compartían un mismo origen racial, estaba dispuesto a permitirles conservar su poder marítimo y colonial, a cambio de que los alemanes se convirtiesen en los dueños de la Europa continental. Hitller hizo varios ofrecimientos para alcanzar una paz en esos términos, pero Churchill, a quien el dictador nazi odiaba y despreciaba, no estaba dispuesto a ello.
Ante la negativa de Londres a sellar la paz, Hitler se vio ante la disyuntiva de lanzar o no un ataque contra Gran Bretaña. En esos momentos, los británicos no disponían de armas ni munición y las defensas costeras eran muy débiles. Pero Hitler, consciente del poderío de la Royal Navy, contemplaba escéptico el asalto a las islas británicas, un plan que se denominaría León Marino (Seelöwe). Los preparativos para la operación de desembarco se pusieron en marcha, pero sería el propio Hitler el que se encargaría de diferirlos; probablemente, esperaba que los británicos, atemorizados por la inminencia del asalto, acabasen por sentarse a negociar la paz. Pero el tiempo pasaba y los británicos no daban su brazo a torcer.
Hitler prosiguió con sus planes de invasión, dando luz verde a la primera fase: asegurarse el dominio completo del aire. Esa tarea la dejó en manos de Göring y su Luftwaffe; de este modo no se afrontaba el excesivo riesgo de la operación anfibia y se abría la posibilidad de que Gran Bretaña claudicase ante la superioridad de la aviación germana. Así, Hitler dio la orden a la Luftwaffe de aplastar a la Fuerza Aérea británica (Royal Air Force, RAF). Había comenzado la Batalla de Inglaterra.
El duelo que se iba a dirimir en los cielos ingleses en el verano y el otoño de 1940 era muy desigual. La Luftwaffe contaba con 1.200 bombarderos, 300 bombarderos en picado y un millar de cazas. Por el contrario, los ingleses podían oponer tan sólo 600 cazas y medio centenar de aviones de otro tipo, todos ellos anticuados. Rompiendo los pronósticos, los primeros resultados de los combates aéreos no reflejarían esa superioridad, ya que los aparatos germanos debían operar lejos de sus bases; los cazas apenas podían evolucionar unos minutos en cielo británico antes de agotar su combustible. Por su parte, los pilotos de la RAF combatieron sin descanso y con un arrojo encomiable. A mediados de agosto, la ofensiva de la Luftwaffe ofrecía signos de agotamiento.
A partir del 24 de agosto, unos aviones alemanes dejaron caer por error sus bombas sobre una zona habitada de Londres. Los británicos llevaron a cabo una operación de represalia; ochenta bombarderos consiguieron llegar a Berlín, lanzando su carga de bombas sobre la capital del Reich. Aunque los daños fueron mínimos, esa afrenta desató la ira de Hitler, que ordenó la destrucción de las ciudades, aflojando así la presión sobre los aeródromos. La ofensiva de la Luftwaffe contra Londres y otras ciudades inglesas tendría posteriormente graves consecuencias, al justificar la terrible campaña de bombardeos que los Aliados lanzarían tres años después sobre las ciudades germanas.
En el otoño de 1940, mientras la tenaz resistencia británica alejaba la posibilidad de la invasión, Hitler estaba pensando ya en atacar a la Unión Soviética, a quien consideraba el auténtico enemigo, y al que tarde o temprano debería enfrentarse. La Operación León Marino fue aplazada hasta la primavera. Los bombardeos sobre las ciudades británicas continuaron, pero Hitler había decidido que en 1941 iniciaría la expansión hacia el este que había preconizado en su Mein Kampf. No obstante, como el ataque no podría lanzarse hasta el verano siguiente, Hitler centró su atención en el sur de Europa, advirtiendo la importancia estratégica que podía tener la captura de Gibraltar, con vistas a una futura toma del canal de Suez y el consiguiente cierre del Mediterráneo.
El 23 de octubre de 1940, Hitler se reunió con Franco en la población fronteriza francesa de Hendaya. Para sorpresa de Hitler, el dictador español no se mostró impresionado ante el poderío germano. Franco insistió en que España necesitaba ayuda económica y militar para entrar en guerra y exigió ganancias territoriales en África a costa de Francia, como táctica para escapar a su presión, puesto que no quería ligar su destino al de Hitler mientras los británicos no fueran derrotados. Las conversaciones entre ambas delegaciones, que se alargaron nueve horas, apenas lograron arrancar un vago compromiso de Franco. «Antes de pasar otra vez por eso, preferiría que me arrancasen tres o cuatro muelas», le diría posteriormente Hitler a Mussolini.
El führer continuó con los preparativos para la invasión de la Unión Soviética, la llamada Operación Barbarroja. Pero en mayo de 1941 Hitler sufriría una enorme decepción personal. Su lugarteniente Rudolf Hess, quien le había ayudado a mecanografiar Mein Kampf en la prisión de Landsberg, siendo desde entonces su fiel escudero, había volado en solitario hasta Escocia para tratar de alcanzar un acuerdo de paz con el gobierno británico. Hess, tras arrojarse en paracaídas sobre Escocia, creía que iba a poder entrevistarse con Churchill o incluso el rey Jorge VI, pero tras un breve paso por la Torre de Londres acabó encerrado en un hospital militar.