Mientras la atención internacional se centraba en la política exterior de Alemania, en el interior del país Hitler daba pasos firmes contra los que consideraba que eran los grandes enemigos de Alemania: los judíos. El porqué del virulento antisemitismo de Hitler no se ha podido establecer de manera concluyente. Los historiadores no se ponen de acuerdo; unos lo atribuyen a factores psicológicos asociados, por ejemplo, al ya referido de que el médico que le prescribió aquel tratamiento tan doloroso a su madre fuera judío, o a alguna mala experiencia personal que pudo tener con ellos durante su etapa en Viena, sin descartar que todo obedeciese a un frío cálculo por el que atribuyó al judío el papel de enemigo que toda concepción totalitaria precisa. Los investigadores tampoco coinciden en señalar el momento a partir del cual Hitler se hizo antisemita; aunque en Mein Kampf él asegura que fue en Viena, existen testimonios contradictorios que lo avanzan a su época de Linz o incluso lo postergan a después de la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, abundan los testimonios que afirman que, hasta el inicio de su carrera política, Hitler se relacionaba personalmente con los judíos con naturalidad, sin dejar traslucir ningún tipo de antipatía.
Hitler, posando en su despacho de la Cancillería. Al fondo, se puede distinguir el retrato de Federico el Grande, a quien tomaba como modelo.
No obstante, su entrada en política exacerbó su odio a los judíos, fuera latente o explícito. Como muestra de esa obsesión, basta referir una conversación que Hitler mantuvo en 1922 con un conocido, Josef Hell. Cuando este le preguntó qué haría si alguna vez tenía completa libertad contra los judíos, Hitler perdió de pronto el control. «Dejó de mirarme —recordaba Hell—, fijó la vista en el vacío y empezó a elevar gradualmente la voz. Cayó en una especie de paroxismo y terminó gritándome, como si yo fuera una vasta multitud: “Si alguna vez llego a ejercer una autoridad real, la destrucción de los judíos será mi primera tarea y la más importante. Tan pronto como esté en el poder ordenaré que se levanten horcas, por ejemplo en la Marienplatz de Múnich, tantas como permita el tráfico. Mandaré ahorcar a los judíos uno tras otro y seguirán colgados hasta que empiecen a oler mal. Permanecerán colgados durante todo el tiempo que sea higiénicamente posible. En cuanto los descuelguen un nuevo grupo ocupará su lugar y eso continuará hasta que el último judío de Múnich haya sido exterminado. ¡Se seguirá exactamente el mismo procedimiento en otras ciudades, hasta que Alemania quede limpia del último judío!”».
Cuando Hitler alcanzó el poder no procedió a instalar horcas en lugares públicos, pero sentó las bases para que un día pudiera poner en práctica su implacable plan de exterminio de la población judía. Así, el 1 de abril de 1933 lanzó una campaña violenta contra los hebreos, promoviendo un boicot contra sus comercios y negocios, el denominado Judenboykott. Sin embargo, la respuesta de la población germana no fue la esperada y el boicot fracasó. Hitler abandonó el camino de la agitación callejera y optó por el acoso legal; una semana después se aprobó una ley que limitaba los derechos de los judíos, decretando que los funcionarios fueran excluidos de la Administración y que las empresas despidiesen a sus empleados judíos.
Miembros de las SA colocando un cartel en un comercio judío durante el boicot de abril de 1933. La campaña fracasó, lo que llevó a Hitler a variar su táctica de persecución a los judíos, apostando por el acoso legal.
Esta persecución legal daría un salto cualitativo el 15 de septiembre de 1935, con la promulgación de la «Ley de ciudadanía alemana» y la «Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes», conocidas como las Leyes de Núremberg. Este nuevo cuerpo legal excluía a los judíos alemanes de la ciudadanía del Reich y les prohibía casarse o tener relaciones sexuales con personas «alemanas o de sangre alemana». Otras normas complementarias los despojaban de la mayoría de sus derechos políticos, como el derecho a voto. También se vetaba el acceso a la universidad y a los cargos públicos, a las profesiones relacionadas con la enseñanza, el derecho o la medicina, y hasta se les prohibía invertir en bolsa.
En un ejercicio de cinismo, Hitler aseguró ante el Reichstag que esas leyes suponían en realidad una ventaja para los judíos, ya que iba a permitir crear «una base firme sobre la que el pueblo alemán encontrará tal vez una relación tolerable con el pueblo judío». Paradójicamente, muchos judíos alemanes recibieron con cierto alivio la promulgación de estas disposiciones, pues creían que iban a suponer el punto final de ese acoso legal iniciado en 1933 e iban a acabar con las arbitrariedades de que eran objeto, estipulando claramente a lo que tendrían que atenerse, pero en realidad las Leyes de Núremberg serían un paso más en ese hostigamiento sistemático que desembocaría finalmente en su exterminio físico.