El partido nazi había sido el instrumento del que se había valido Hitler para adquirir el poder en Alemania. Con las riendas del Estado ahora firmemente en sus manos, Alemania iba a ser el instrumento para alcanzar el poder sobre Europa. Desde el inicio de su carrera política, Hitler, ferviente nacionalista alemán, había identificado sus propias ambiciones con el restablecimiento y ampliación del poderío germano.
La derrota de 1918 y la humillación que representaba el Tratado de Versalles debían ser reparadas, lo que suponía la reincorporación a Alemania de la región del Sarre, de Alsacia-Lorena, Danzig y las tierras cedidas a Polonia. Pero no sólo eso; ya en Mein Kampf dejó escrito que las fronteras de 1914 no respondían a la lógica, «al no comprender a todos los miembros de la nación alemana» y que se trataba de «fronteras temporales establecidas en virtud de luchas históricas que todavía no han terminado». Esa afirmación situaba en el futuro a los austriacos y a los alemanes sudetes de Checoslovaquia en la órbita de esa Gran Alemania que Hitler pretendía instaurar.
Tras su llegada al poder, Hitler era consciente de que había que recorrer un largo camino, no exento de graves riesgos, hasta estar en condiciones de apoderarse de esos territorios. Alemania estaba políticamente aislada, sumida en una grave crisis económica y su ejército, limitado a los cien mil hombres que permitía el Tratado de Versalles, podía ser rápidamente aplastado por el de Francia, que había tejido una red de alianzas que hacía imposible cualquier movimiento.
En ese momento, pensar en lanzar una política exterior agresiva era una utopía. Pero Hitler contaba con una ventaja sobre sus homólogos extranjeros, adquirida durante la dura lucha por la supervivencia en las calles y albergues de Viena, en la vida en el frente durante la guerra o en los años de la descarnada lucha por el poder que culminó con su llegada a la Cancillería. Hitler llegó a conocer a la perfección los bajos registros del ser humano, adquiriendo esa extraordinaria habilidad, ya referida, para conocer las debilidades de sus adversarios, conseguir atraerlos para sí recurriendo a la lisonja y la adulación, para aplastarlos por sorpresa cuando se veía lo suficientemente fuerte para asestarles ese golpe letal. Su conocimiento exhaustivo de la condición humana, conseguido gracias a esas intensas experiencias vitales, le iba a permitir emplear esas mismas tácticas con los dirigentes europeos de la época, con unos espectaculares resultados.
El primer paso lo dio el 17 de mayo de 1933, pronunciando ante el Reichstag el que se denominó cínicamente «Discurso de la Paz», con la vista puesta en la reunión de la Conferencia de Desarme que se celebraba en Ginebra. Hitler presentó a Alemania como la única nación que se veía obligada a estar desarmada, mostrándose dispuesto a disolver su organización militar con la condición de que todas las potencias hicieran lo mismo. Como él mismo preveía, su farol no fue aceptado, lo que le dio la excusa perfecta para retirarse, aparentemente ofendido y humillado, no sólo de la Conferencia de Desarme, sino de la Sociedad de Naciones, el 14 de octubre de 1933.
Esa decisión, la primera aventura de Hitler en política exterior, tuvo éxito, al no desencadenar ninguna reacción en sus adversarios, que no lograron consensuar una respuesta firme. Con el fin de redondear el golpe, Hitler convocó un plebiscito para someter su resolución a la aprobación de todos los alemanes; la votación tuvo lugar el 12 de noviembre, coincidiendo con las elecciones al Reichstag a las que sólo el partido nazi podía presentarse, obteniendo un 95 por 100 de votos a favor de la retirada de la Sociedad de Naciones. Hitler anunció que Alemania comenzaba su rearme; franceses y británicos, desconcertados, aceptaron de facto la nueva situación, confiando en limitar la capacidad militar germana mediante negociaciones, aprovechando la aparente buena disposición de Hitler. Transigir ante el desafío alemán sería el primer error de las potencias occidentales.
La segunda jugada genial se produjo el 28 de enero de 1934, cuando Hitler anunció un sorprendente pacto de no agresión por diez años con Polonia, que no fue entendido por los sectores más nacionalistas de su país.
Espectacular imagen del congreso del partido nazi en Núremberg en septiembre de 1934, que se desarrolló bajo la tensión provocada por la reciente «Noche de los cuchillos largos».
Una de las espinas clavadas en el costado de Alemania a consecuencia del Tratado de Versalles era la ciudad de Danzig, que había sido declarada ciudad libre bajo protectorado polaco; el que se firmase un pacto de no agresión con el gobierno de Varsovia era una demostración práctica de las intenciones pacíficas de Alemania. Hitler era consciente de que en ese momento, con un ejército muy débil, no podía lanzarse contra su vecino polaco; así pues, aprovechó esa inferioridad en su beneficio, renunciando ostensiblemente a una política agresiva que de todos modos no estaba en condiciones de lanzar. Además, el pacto con Polonia, que era aliada de Francia, rompía la sólida estructura de seguridad que los franceses habían tejido en torno a Alemania.