Aunque Hitler podía gobernar ahora sin ningún tipo de oposición, todavía quedaba quien discutía su poder. El jefe de las SA, Ernst Röhm, y otras figuras destacadas del nazismo, como el marginado Gregor Strasser, defendían la idea de que, una vez conquistado el poder, había que organizar una «segunda revolución» que permitiese desarrollar los puntos más socialistas del programa del NSDAP. Ese segundo proceso revolucionario incluía la nacionalización de las grandes industrias o el reparto de las tierras de los grandes terratenientes prusianos, lo que implicaba la ruptura con la derecha más conservadora.
La fuerza del ala radical del partido residía en las SA, integrada por una masa de dos millones de hombres. Sus miembros le habían sido muy útiles a Hitler para alcanzar el poder, luchando a brazo partido con los comunistas en las batallas callejeras, pero ahora se habían convertido en una presencia molesta para el nuevo régimen. Muchos de ellos estaban desocupados y contemplaban cómo los empleos y prebendas que generaba el nuevo régimen iban a parar a oportunistas que se acababan de subir al carro del vencedor, lo que provocaba un amargo descontento. Röhm reivindicaba su viejo sueño de convertir a los miembros de las SA en soldados y reestructurar el Ejército en base a ellos.
Hitler intentó resolver este problema por la vía de la conciliación y el compromiso, nombrando el 1 de diciembre de 1933 a Röhm miembro del Gabinete del Reich y dirigiéndole una carta en términos extraordinariamente amistosos. En esa misma línea, en febrero de 1934, se aprobó una ley por la que se otorgaba derecho a pensión a los miembros de las SA que habían padecido enfermedades o sufrido accidentes durante la lucha política, en la misma forma que los heridos de la Primera Guerra Mundial, pero estas migajas no sirvieron para aplacar las exigencias de las SA de participar en el reparto del botín que se estaba produciendo ante sus ojos sin que ellos pudieran tomar parte.
Röhm se hacía eco de las demandas de sus hombres y seguía reclamando el pago por los servicios prestados: convertir a las SA en las fuerzas armadas del nuevo Estado nacionalsocialista. Por lo pronto, Röhm exigió ser nombrado ministro de Defensa. Pero acceder a esa pretensión implicaba procurarse la enemistad del ejército, cuyo apoyo era clave para la consolidación del régimen. Del mismo modo, Hitler sabía que era imprescindible mantener el apoyo que recibía de los grandes magnates de la industria y las finanzas, un respaldo que se veía amenazado por esa «segunda revolución» defendida por Röhm y sus partidarios.
Es probable que Hitler hubiera deseado aplicar los puntos más radicales de su programa pero él era consciente de que, si se enajenaba el favor del ejército y del gran capital, sus días en la Cancillería estarían contados. Sin duda, el factor más peligroso para la supervivencia del régimen era el descontento del Ejército, quien temía ser sustituido por las SA o, como mínimo, verse obligado a admitir la incorporación de sus integrantes. Hitler sabía que con el tiempo encontraría la manera de meter en cintura al Ejército y someterlo a su voluntad, pero en esos momentos necesitaba su apoyo y no estaba dispuesto a permitir que Röhm y sus levantiscas SA le arruinasen sus planes.
Hitler no admitía cortapisas a su poder. La muerte de Hindenburg le permitiría unificar los cargos de canciller y el de presidente en el de führer del Reich.
Hitler fue informado confidencialmente de que al presidente Hindenburg no le quedaba mucho tiempo de vida, lo que dejaba abierto el espinoso asunto de la sucesión; Hitler pretendía reunir en su persona los cargos de canciller y presidente, correspondiendo a este último el de comandante de las fuerzas armadas. Obviamente, para conseguirlo debía contar con el visto bueno del Ejército, quien se mostraba más favorable a la reinstauración de la monarquía. Así pues, en el conflicto latente entre las SA y el Ejército, estaba claro de parte de quién debía ponerse para asegurar su permanencia en el poder. Por otra parte, el propio Hindenburg, con quien no deseaba enemistarse, contemplaba con preocupación los desórdenes públicos que provocaban los hombres de Röhm. Además, para los diplomáticos franceses y británicos, la existencia de esa fuerza paramilitar de dos millones de hombres suponía un obstáculo en la aceptación internacional del nuevo régimen. Las SA habían quedado sentenciadas.
La tensión entre el poder político y el militar fue creciendo hasta que, en el verano de 1934, los rumores de una intervención inminente del Ejército llevaron a Hitler a tomar una decisión drástica. La excusa sería una supuesta conspiración de las SA para lanzar un Putsch en Berlín. Así, aprovechando que buena parte de los jefes de las SA se reunirían para un congreso de mandos en el balneario de Bad Wiessee, cerca de Múnich, Hitler se presentó allí a primera hora del sábado 30 de junio, al frente de un grupo de hombres de las SS y la Gestapo, que habían recibido armas y vehículos del Ejército.
Los jefes de las SA, que todavía estaban durmiendo, fueron detenidos y algunos de ellos ejecutados allí mismo. Había comenzado la purga que sería conocida como la «Noche de los cuchillos largos». Röhm fue también detenido y trasladado a la cárcel de Stadelheim; Hitler ordenó que se le dejara un revólver en la celda, pero Röhm se negó a suicidarse, alegando que «si he de ser asesinado, que lo haga Adolf mismo». Dos oficiales de las SS acabaron irrumpiendo en la celda y vaciando el cargador de sus pistolas sobre Röhm a corta distancia.
Hitler aprovechó el descabezamiento de las SA para desencadenar una represión política que fue mucho más allá de las filas de su propio partido. En Berlín fue Göring quien la dirigió, asesinando a varios jefes de las SA. Incluso el despacho del vicecanciller Papen fue asaltado; su secretario fue acribillado a balazos, pero él se libró de morir al disfrutar de la protección especial del presidente, aunque permaneció detenido en su casa durante cuatro días. Fueron asesinados muchos adversarios políticos del führer, como el incómodo Gregor Strasser y el excanciller Von Schleicher, que había estado tratando de convencer a Hindenburg para que destituyese a Hitler. También fueron ejecutados todos aquellos que podían representar alguna amenaza, aunque fuera lejana, para Hitler; por ejemplo, el religioso Berhardt Stempfle, que en su día le había ayudado a corregir Mein Kampf y quien al parecer poseía material comprometedor sobre su relación con Geli Raubal. Hitler aprovechó igualmente para ajustar cuentas con Gustav von Kahr, cuya intervención fue decisiva para el fracaso del Putsch de 1923.
Las ejecuciones siguieron durante todo el domingo, mientras Hitler ofrecía un té en el jardín de la Cancillería. Nunca se ha sabido cuántas fueron en total las víctimas de la «Noche de los cuchillos largos». Göring ordenó que se quemasen todos los documentos relativos a la purga. La lista oficial de ejecutados y «suicidados» ascendería a 83 nombres, aunque poco después pudieron identificarse 116. Investigaciones realizadas en los años cincuenta elevarían esa cifra a 177, pero es posible que esta cifra sea aún mayor.
Hitler y Röhm, conversando en agosto de 1933. Menos de un año después, el líder de las SA sería asesinado por orden de Hitler en la «Noche de los cuchillos largos».
Aunque la población sabía que algo terrible había sucedido, apenas trascendieron detalles, ya que Goebbels decretó un apagón informativo. Los periódicos se limitaron a hacerse eco de la versión oficial, que apuntaba a que el régimen había actuado contra un complot, en el cual estaban comprometidos Röhm y otros jefes de las SA por una parte y el general Von Schleicher con elementos reaccionarios por otra.
En una sesión extraordinaria del Reichstag, celebrada en 13 de julio, Hitler justificó esa purga brutal afirmando que los ejecutados estaban implicados en la organización de ese golpe de Estado fantasma, que incluso contaba con la implicación de una «potencia extranjera», supuestamente Francia, pese a que no pudo presentar ninguna evidencia de ello. Sin embargo, visto cómo se habían desarrollado los acontecimientos, nadie se atrevió a contradecir la versión oficial. A partir de entonces, nadie osaría discutir el poder del führer, ni fuera ni dentro de su partido, dándose un paso más hacia su afirmación como líder indiscutible de la nación.
Con la eliminación de la amenaza interna que representaban las SA, Hitler había logrado cerrar una jugada genial; de un golpe se había sacudido la presión que le llegaba desde la izquierda de su partido, se había ganado a los sectores más conservadores de la sociedad, especialmente al Ejército, y se había asegurado la futura reunión en su persona de los cargos de canciller y presidente, algo a lo que los militares eran hasta entonces remisos. Tan sólo una hora después del fallecimiento de Hindenburg, el 2 de agosto de 1934, se anunció que la oficina del presidente quedaría fundida en lo sucesivo con la de la Cancillería y que Hitler se convertiría en jefe del Estado y en jefe supremo de las fuerzas armadas del Reich.
Ese mismo día, los oficiales y la tropa del ejército alemán prestaron juramento de fidelidad a su nuevo comandante en jefe. La forma del juramento fue muy significativa y tendría graves consecuencias en el futuro, sobre todo durante la guerra; sus miembros tuvieron que jurar fidelidad, no a la Constitución ni a Alemania, sino personalmente a Hitler: «Juro ante Dios que obedeceré incondicionalmente al führer del Reich y del pueblo alemán, Adolf Hitler, supremo comandante de las fuerzas armadas, y que estaré dispuesto, como valeroso soldado, a dar mi vida en cualquier momento para sellar esta promesa». De este modo, el Ejército unía su suerte a la de Hitler.
El 19 de agosto se celebró un plebiscito en el que se sometía a votación el autonombramiento de Hitler como führer y canciller del Reich, título oficial con el que iba a ser conocido desde entonces. Los resultados del plebiscito no fueron ninguna sorpresa: la propuesta se aprobó con el 89,93 por 100 de los votos emitidos, aunque hay que destacar que más de cuatro millones de alemanes tuvieron el valor de votar «No». La revolución nazi, llevada a cabo desde el poder, estaba completa: Hitler se había convertido en el dueño de Alemania.