Hitler llega al poder

Tras el aviso protagonizado por Strasser, fue evidente para Hitler que había que acelerar el curso de los acontecimientos. El partido daba muestras crecientes de agotamiento y sus enemigos ya celebraban por adelantado su aniquilamiento político, por lo que había que obtener la cancillería lo antes posible. Para ello, el 4 de enero Hitler se reunió con Papen, acordando ambos trabajar juntos para que Hitler obtuviese la confianza de Hindenburg. El 22 de enero, Hitler se reunió en secreto con el hijo de Hindenburg, quien gozaba de gran influencia política, ganándoselo para su causa. Igualmente, Hitler mantuvo reuniones con los grandes industriales, prometiéndoles un futuro esplendoroso para sus negocios en el caso de que él llegase al poder.

A la vez, los nazis estaban lanzando una feroz campaña contra el canciller Von Schleicher, aventando el rumor falso de que tramaba dar un golpe de Estado. Finalmente, el 28 de enero, el canciller Schleicher se vio forzado a presentar la dimisión. Había que nombrar un nuevo canciller; Hindenburg buscó consejo en Papen, quien le aseguró poder formar un gobierno con Hitler, en donde este sería el canciller, pero en el que los nazis estarían en minoría y fuera de las carteras principales. Con esa jugada, Papen creía haber encontrado la manera de contentar a Hitler, atar en corto a los nazis, y alcanzar la ansiada estabilidad política. Sin otra alternativa, Hindenburg accedió finalmente a entregar la cancillería a Hitler.

El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller de Alemania por el presidente Hindenburg, en una fría ceremonia en la que el veterano mariscal no hizo nada por disimular su incomodidad. Aunque no estaba previsto, Hitler dirigió unas palabras a los presentes; aprovechando una pequeña pausa, Hindenburg le interrumpió para dar por finalizada la ceremonia con la frase: «Bueno, caballeros, ahora adelante con la ayuda de Dios».

En ese momento, fueron muy pocos lo que advirtieron las terribles consecuencias que iba a tener la decisión del anciano presidente, a la que tanto se había resistido. Uno de ellos fue el general Ludendorff, quien conocía muy bien a Hitler tras haber participado con él en el Putsch de Múnich. El clarividente militar enviaría a Hindenburg una carta en la que figuraban estas premonitorias palabras: «Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará a nuestro Reich al abismo y llevará a nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho».


Hitler es vitoreado por sus seguidores la noche del 30 de enero de 1933, tras ser nombrado canciller. Desde ese momento lanzaría una audaz ofensiva para alcanzar el poder absoluto.

Hitler había alcanzado su sueño. Ya era canciller de Alemania. Culminaba así una asombrosa carrera política que le había llevado de una sala oscura y desangelada de una cervecería de Múnich a la Cancillería de Berlín. Aquel deprimente cenáculo que se reunía a leer y contestar cartas y que no contaba ni con un sello de goma se había convertido en un movimiento de masas engrosado por millones de votos. Aquel Partido Obrero Alemán, que a duras penas lograba acarrear unas docenas de seguidores a sus mítines, era ahora la primera fuerza política en el parlamento germano.

Durante esos turbulentos años, Hitler había demostrado poseer un talento político fuera de lo normal. Desde el fracasado golpe de Estado de 1923, prácticamente no había cometido errores, avanzando con determinación en sus calculados propósitos. Con una extraordinaria capacidad para advertir las debilidades ajenas, había aprovechado los resquicios que le ofrecía el sistema para ir penetrando en él, con el objetivo último de destruirlo. Consciente de las fuerzas con las que contaba en cada momento, sólo se lanzaba a la batalla cuando sabía que la iba a ganar. No dudó en afrontar riesgos en los que sólo él creía que iba a salir airoso y su recurrente táctica del «todo o nada» se reveló como singularmente efectiva. Su falta de escrúpulos le llevó a abandonar sus principios cuando así le convenía y a prescindir de todo aquel que ya había servido para sus fines. Su inquebrantable fuerza de voluntad, puesta al servicio de su desmedida ambición de poder, le había llevado finalmente a la Cancillería. Pero todavía no había alcanzado su meta: convertirse en el amo y señor de Alemania.