El 24 de octubre de 1929, la bolsa de Nueva York sufrió una fuerte caída en el precio de sus acciones. En los días siguientes, sobre todo el 29 de octubre, que sería conocido como el martes negro, el desplome del mercado de valores fue devastador. Ese hecho dramático provocaría unos efectos catastróficos en la economía norteamericana y mundial. Alemania se vería especialmente afectada, como consecuencia del modo en que se había producido su recuperación.
El crack de octubre de 1929 evidenció que buena parte de ese auge económico germano había sido un espejismo, al haberse basado en la enorme cantidad de dinero extranjero prestado a Alemania. De manera irresponsable, los préstamos eran amortizados con nuevos préstamos. Con ese dinero a crédito, además de pagar las reparaciones de guerra, se había financiado la recuperación de la industria y el comercio, así como los servicios sociales en general, elevando artificialmente el nivel de vida de la población. Pero el desplome de 1929 interrumpió la concesión de nuevos préstamos y llevó a la reclamación de la deuda a corto plazo, ahora sin posibilidades de ser financiada con más deuda.
Las fatales consecuencias de la crisis se revelaron con toda su crudeza en 1930: caída de precios y salarios, cierre de fábricas y de negocios, venta forzosa de propiedades y, sobre todo, un aumento espectacular del paro. Si en septiembre de 1929 había un millón trescientos mil parados, esta cifra habría ascendido al doble un año después, a más de cuatro millones en 1931 y a más de cinco millones en 1932.
La crisis económica por fuerza debía causar una crisis política y ahí estaba Hitler para aprovecharse de la desesperación de millones de alemanes. En las elecciones regionales de Sajonia, celebradas en junio de 1930, el partido nazi pasó de cinco a catorce representantes, convirtiéndose en la segunda fuerza política. Ese sería el aperitivo de que lo que estaría por llegar en septiembre.
Hitler, en el centro, rodeado de sus correligionarios en una reunión del NSDAP a finales de 1930.
En la campaña electoral para las elecciones generales del 14 de septiembre de 1930, los nazis abocaron todo su repertorio de ardides propagandísticos para atraer la atención y obtener votos. Hitler era consciente de que, tras una larga espera, había llegado por fin su oportunidad, por lo que el partido no escatimó recursos; se pintaron consignas en los muros, se pegaron miles de carteles y se convocaron innumerables mítines, manifestaciones y concentraciones anunciados por camiones provistos de altavoces. Por su parte, las SA no rehuían el enfrentamiento con los comunistas, contribuyendo así a dar una impresión de energía y resolución.
El día de los comicios, treinta millones de alemanes acudieron a las urnas, cuatro más que en 1928. Los resultados sorprendieron incluso a Hitler: los nazis habían pasado de ochocientos mil votos a casi seis millones y medio y su número de representantes en el Reichstag había crecido de 12 a 107 diputados. De ser la novena fuerza política habían pasado a ser la segunda. Aunque el canciller sería Heinrich Brüning, Hitler se había convertido en un líder nacional con el que a partir de entonces habría que contar para la gobernabilidad del país.