El Völkischer Beobachter reapareció el 26 de febrero de 1925, publicando un largo editorial de Hitler titulado: «Un nuevo principio». Ese escrito representaba el toque de corneta con el que Hitler anunciaba que estaba de vuelta. Al día siguiente se celebró un mitin en la Bürgerbräukeller para calibrar el estado en el que se encontraba el partido. Cuatro mil seguidores asistieron a la llamada de Hitler, correspondiendo a su discurso con encendido entusiasmo, lo que hacía pensar que el tiempo que había estado fuera de la circulación apenas había supuesto un paréntesis. Sin embargo, la ausencia en la sala de nombres relevantes, como Röhm o Rosenberg, o la negativa de Drexler a presidir el acto denotaba que el período de divisiones internas no había concluido. Para despejar dudas, Hitler dejó claro quién debía regir los destinos del partido: «Yo soy el único responsable de la dirección del movimiento y nadie tiene derecho a imponerme condiciones».
Aunque el mitin del 27 de febrero de 1925 sirvió a Hitler para reafirmar su poder al frente del partido, cometió un error, sabiendo que estaba en libertad condicional. Las autoridades bávaras prestaron atención a su discurso para saber si su compromiso a aceptar de la legalidad era sincero; frases como «o el enemigo pasa sobre nosotros o nosotros pasaremos sobre nuestros enemigos» o «¡luchad contra el marxismo y el judaísmo, no con los valores de la clase media, sino con cadáveres!» les llevó a pensar que Hitler no tardaría en volver a las andadas. Sus explicaciones a los funcionarios policiales no hicieron más que empeorar la cosas, ya que acabó diciéndoles que «los que nos ataquen recibirán puñaladas» y que dirigiría al pueblo alemán «si no de manera pacífica, por la fuerza». Así, las autoridades le prohibieron hablar en público en el estado de Baviera. La prohibición se extendió enseguida a otros estados alemanes, en los que se prolongaría hasta mayo de 1927, mientras que en Baviera no se levantaría hasta septiembre de 1928. De este modo, a Hitler se le privaba de su herramienta más valiosa, la palabra, con lo que creían haberlo neutralizado.
Otro hecho vendría a jugar contra los intereses de Hitler. Tras la muerte en febrero del presidente Friedrich Ebert, socialdemócrata, se celebraron en abril de 1925 elecciones a la presidencia de la República. Los nazis y todos aquellos que querían destruir el régimen republicano apoyaron al mariscal Hindenburg, quien acabó ganando los comicios, pero su victoria, paradójicamente, fortalecería a la República con su escrupuloso respeto de la Constitución, minando el terreno de los que la atacaban. Los días de calma y prosperidad en los que se desarrollaría la presidencia de Hindenburg restaban credibilidad a los argumentos tremendistas de los nazis, unos mensajes que calaban mejor en tiempos de crisis.
Por último, sobre Hitler pendía la amenaza de la deportación a Austria, lo que, de ocurrir, supondría el abrupto final de su carrera política en Alemania. El gobierno de Baviera estaba tratando esta posibilidad con las autoridades austriacas, lo que provocaba una enorme ansiedad en Hitler. Las probabilidades de que fuera deportado a su país eran escasas, ya que el gobierno de Viena prefería que se mantuviera al otro lado de la frontera, pero aun así no podía respirar tranquilo, como lo demuestra la abundante correspondencia que mantuvo su abogado con las autoridades bávaras y austriacas por este asunto.
Así pues, tras su paso por la prisión, parecía que el mundo le había girado la espalda, una sensación que ya había conocido con anterioridad, pero su situación personal distaba mucho de aquella que tuvo que padecer en Viena, cuando era un pintor fracasado. Los industriales y las damas de la alta sociedad que habían financiado su ascenso político no se habían olvidado de él; Hitler recibiría de todos ellos importantes donaciones. Los derechos de autor de la primera parte de Mein Kampf, que saldría a la venta en verano de 1925, le garantizarían unos suculentos ingresos. También recibía importantes honorarios por los artículos publicados en la prensa de la órbita nacionalista.
Esos ingresos le permitirían llevar un lujoso tren de vida. Así, además de cenar en los mejores restaurantes y asistir con frecuencia a la ópera, pudo comprarse un modelo deportivo de Mercedes Benz que despertaba admiración allí donde acudía. Cuando se le pidió cuentas sobre este gasto, respondió que lo había adquirido con un préstamo bancario.
Finalmente, Hitler pudo librarse de la amenaza de deportación. Enfrentándose al problema directamente, solicitó a los funcionarios de Linz que se le retirase la nacionalidad austriaca, expresando su intención de convertirse en ciudadano alemán. Tres días después, las autoridades austriacas aceptaban su renuncia. Curiosamente, a partir de ese momento Hitler pasaba a ser un apátrida, ya que todavía no había adquirido la nacionalidad alemana, pero lo importante era que el peligro de ser deportado había quedado definitivamente conjurado.
Por entonces, Hitler descubrió la belleza y la tranquilidad de los Alpes bávaros. En un principio se hospedó en una pensión de Berchtesgaden, una localidad muy cercana a la frontera con Austria, desde la que daba largos paseos por las montañas circundantes. Allí le dictaría a su fiel secretario Hess los quince capítulos de la segunda parte de Mein Kampf, que se publicaría a finales de 1926. Hitler quedó enamorado de aquellos bucólicos paisajes; en 1928 alquiló allí una casa de campo situada en la ladera de una montaña, que más tarde pudo comprar, reconstruyéndola a escala mayor. Hitler acudiría frecuentemente a aquella casa, que sería conocida como el Berghof; al cuidado de ella quedaría su medio hermana Angela.
Hitler pudo haber aprovechado esa época en la que tenía prohibido hablar en público para mejorar su formación y adquirir una mayor amplitud de miras. Hanfstaengl le sugirió que emprendiese una vuelta al mundo que le llevase a visitar Estados Unidos, Japón y la India, además de Francia y Gran Bretaña, asegurando que el periplo apenas le llevaría tres o cuatro meses, pero Hitler rechazó la idea por temor a que en su ausencia se resintiese la estructura del partido, aunque tal vez sufría un miedo inconsciente a que sus ideas basadas en prejuicios se tambaleasen al contacto con el mundo exterior. Los intentos de Hanfstaengl de que, al menos, aprendiese inglés, también fracasaron: «¿Para qué debo tratar de aprender el idioma de otros? ¡Soy demasiado viejo y no tengo tiempo ni ganas!», le espetó.
Igualmente, la sugerencia de la mujer de Hanfstaengl de que aprendiese a bailar también cayó en saco roto, asegurando Hitler que el baile era «una actividad indigna de un estadista y una pérdida de tiempo estúpida». En realidad, Hitler tenía un acusado sentido del ridículo, que le impedía practicar deporte, nadar o ir en bicicleta. A Hitler le costaba horrores desenvolverse en sociedad. Únicamente se sentía cómodo detrás de un atril, pronunciando un discurso ante una masa anónima, o cuando se hallaba rodeado de sus amigos o camaradas más próximos. Una vez en el poder, cuando debía enfrentarse a recepciones o actos sociales, se le veía tenso; miraba de un lado para otro, se estiraba la ropa con frecuencia y procuraba marcharse lo antes posible. Pero, en 1925, ante la necesidad de recabar apoyos para reflotar el partido, Hitler participaría asiduamente en las reuniones sociales que se celebraban en los salones de Múnich, tratando siempre de mostrar su cara más seductora.