A principios de diciembre de 1923, un cambio espectacular se operó en la mente de Hitler. Quizás extrajo fuerzas del recuerdo de sus malos momentos en Viena y de cómo los había superado o tal vez se conmovió finalmente ante las incesantes muestras de apoyo de sus partidarios, pero la realidad es que comenzó a dar muestras de volver a la lucha. Su hermana Paula fue a visitarle temiendo encontrarle abatido, pero se sorprendió agradablemente al ver que «había recuperado el ánimo y el espíritu».
Si poco tiempo antes se hallaba sumido en una profunda depresión, ahora se había abierto paso en él su acorazada fuerza de voluntad. Hitler llegó a convencerse de que el Destino había acudido en su ayuda bajo el disfraz de esa aplastante derrota. «Para nosotros, los nacionalsocialistas —escribiría en Mein Kampf,— fue una gran fortuna que este Putsch fracasara». Haciendo un esfuerzo de racionalización, Hitler consideró que, de haber triunfado, hubieran surgido problemas del hecho de que el partido no disfrutase aún de un apoyo suficiente en todo el país y que, en todo caso, el «sangriento sacrificio» de sus correligionarios muertos resultaría al final «la propaganda más eficaz para el nacionalismo». Tuviera o no razón en esas apreciaciones, el convencimiento de que ese fracaso había sido en realidad un paso adelante en su conquista del poder le serviría para retomar su carrera política con bríos renovados.
Imagen actual de la prisión de Landsberg, en donde Hitler estuvo encarcelado 264 días bajo un régimen permisivo.
Hitler aprovechó el tiempo que pasó encarcelado a la espera del juicio para leer con la misma voracidad de su juventud. «En Landsberg adquirí mi educación superior a expensas del estado», diría más tarde. Además, ideó ambiciosos planes para cuando fuera el líder de Alemania, como la construcción de autopistas y la fabricación masiva de un pequeño automóvil económico.
Con el comienzo del juicio que tuvo lugar en Múnich el 27 de febrero de 1924, Hitler se presentó dispuesto a demostrar que el «golpe de opereta» no había hecho mella en él. Contando con la aquiescencia del tribunal, Hitler lograría convertir la sala del juicio en un altavoz inmejorable para su propaganda, apabullando a los jueces y al tribunal con su oratoria y sus tácticas astutas. Aceptó la plena responsabilidad de lo que había sucedido, pero no sólo no pidió perdón, sino que glorificó su papel en el intento de derrocar la República de Weimar. A Hitler se le permitió comparecer vestido con su traje, no con ropa de preso, luciendo la Cruz de Hierro de segunda clase obtenida durante la guerra, ya que la otra aún no se le había concedido oficialmente. En una de las jornadas se le consintió hablar durante cuatro horas, sin que el tribunal le interrumpiese.
El juicio quedó visto para sentencia el 27 de marzo. Cuatro días después se leyó el veredicto, por el que Hitler era condenado a cinco años de cárcel por alta traición y a una multa de 200 marcos, lo que fue considerado una condena favorable. Al parecer, los jurados sólo se habían mostrado dispuestos a aceptar un veredicto de «culpable» con la condición de que se le aplicase la pena más leve, con la posibilidad de una pronta puesta en libertad. La mayoría de los alemanes consideraron que la sentencia era ridículamente benévola para un delito de traición y alzamiento armado. Incluso el Times de Londres publicó que «conspirar contra la Constitución del Reich no se considera un delito grave en Baviera».